Domingo, 31 de enero de 2016 | Hoy
En 1948, cuando vivía en Nueva York y esperaba la publicación de Extraños en un tren, Patricia Highsmith empezó a trabajar en una tienda. En el mostrador quedó fascinada por una clienta rubia, abrigada con un tapado de piel. Esa mujer fue la inspiración para El precio de la sal, la novela de 1952 que publicó con el seudónimo de Claire Morgan, rechazada por varias editoriales porque no tenía crímenes, era un romance de tema lésbico y, para colmo, eludía la tragedia que entonces condenaba a los amores homosexuales. Ahora Todd Haynes, el director de Velvet Goldmine, Poison y Lejos del paraíso, acaba de adaptarla en Carol, una versión exquisita –ignorada para el Oscar a Mejor Película–, protagonizada por Cate Blanchett y Rooney Mara. Una tiene más de cuarenta, es rica y atraviesa un divorcio complejo, la otra es muy joven, es empleada y no sabe bien qué quiere. Pero están dispuestas a atrapar la zozobra y el éxtasis antes de que el tiempo y el afuera los destrocen. Y pocos directores son tan capaces como Haynes de dar vida a un mundo de matices e identidades frágiles, en el que los sentimientos están amenazados y la felicidad es un estado precario.
Por Paula Vázquez Prieto
Las primeras imágenes de Carol son tan opacas que resultan enigmáticas. Sobre la pantalla en negro apenas se escucha un sonido brumoso de fondo, rítmico, sugerente. Podría ser un tren que se acerca desde lejos, que surca las vías con prisa hasta que silba con algo de estruendo y se detiene. No lo vemos, solo recogemos los tímidos indicios de su presencia. De su subterránea presencia. Cuando la pantalla de pronto se ilumina, un enrejado apretado de hierros ondulantes se define ante nuestra mirada mientras la cámara se aleja y se imprimen los créditos de la película. Eso que no veíamos, que nunca veremos del todo, es lo que se agita debajo, en ese túnel del que la cámara se desprende mientras recorre el asfalto húmedo y grisáceo de una calle transitada. Miles de transeúntes la atraviesan apurados, con sus pilotos mojados y sus paraguas abiertos, entre la niebla azulada y los cristales de las vidrieras que reflejan las luces de los autos. Un hombre emerge de la tenue penumbra, cruza la calle con las manos en los bolsillos, compra un periódico e ingresa en un suntuoso bar de piso alfombrado y mozos con moñito. Mientras pide una copa en la barra divisa a alguien a la distancia. La cámara se mueve lentamente por el espacio, como si buscara descubrir algo, como si anticipara una críptica revelación. Dos mujeres conversan en una mesa, una de ellas de espaldas. Apenas se las distingue entre tantos comensales, parcialmente ocultas tras una columna, sobre un fondo de cuadros, flores y cortinados. El bullicio del lugar las envuelve y protege esa intimidad del llamado que irrumpe desde lejos: “¡Therese!”. Como un hechizo que se rompe, Todd Haynes nos introduce en la historia de Carol y Therese, y lo hace de manera oblicua, a través de un personaje curioso y algo sorprendido, como si el alma de esa historia a la que vamos a asistir preservara para siempre su encanto secreto, eso que nunca podrá ser descubierto.
“Todo adulto tiene secretos”, escribía Patricia Highsmith en El precio de la sal, publicada en 1952 bajo el seudónimo de Claire Morgan cuando su fama apenas comenzaba a despuntar. Basada en esa novela atípica en el repertorio criminal de la autora de la saga de Tom Ripley, Carol cuenta un romance entre dos mujeres a principios de los años 50, cargado de una agitación imprevista, de un destino abierto. A Carol Aird y Therese Belivet las separan numerosos obstáculos. Vienen de dos mundos distintos: Carol vive en una mansión en las afueras de Nueva Jersey, se codea con la alta sociedad neoyorkina y se viste con elegancia y distinción; Therese trabaja como empleada, apenas llega a fin de mes y vive en un departamento modesto y sin calefacción. Las separan más de diez años de edad; Carol está atravesando un conflictivo proceso de divorcio, pelea por la tenencia de su pequeña hija e intenta encauzar su vida adulta ahora sin la presencia de su marido y el dinero de sus suegros; Therese es más joven e intenta definir su propia vida, aquello que le gusta, su relación con un novio del que no parece muy enamorada, un viaje del que no está muy convencida, un fututo que apenas se vislumbra. Sin embargo, el mayor obstáculo es que son dos mujeres que se enamoran en un tiempo en el que la homosexualidad representa algo prohibido, rayano en lo perverso y objeto de ocultamiento y corrección. Y nadie mejor que Todd Haynes –figura clave del New Queer Cinema de los 90 luego del estreno de su opera prima Poison- para mostrarlo, con ese talento único para dar vida a un mundo de tenues matices y frágiles identidades, un mundo en el que los sentimientos están siempre amenazados, en el que la felicidad es un estado precario. Nadie como él ha entendido el alma de la novela de Highsmith, en la que el amor no tiene refugio en el músculo cardíaco sino en el terreno de la mente y el pensamiento, en el de las aspiraciones y los ideales, en el que la zozobra y la inquietud son más dueñas que la certeza y el éxtasis.
“Sus ojos se encontraron en el mismo instante”. Así describe Patricia Highsmith el encuentro entre Carol y Therese en la sección de juguetes de la tienda Frankenberg en los días previos a la Navidad. Según ella cuenta en el prólogo de la reedición de El precio de la sal de 1989 –ahora ya con su firma–, la inspiración del libro surgió a finales de 1948 cuando vivía en Nueva York y esperaba la publicación de Extraños en un tren. Como estaba algo deprimida y sin plata en el bolsillo, decidió emplearse en unas grandes tiendas durante la fiebre de compras de las semanas previas a las fiestas. “Una mañana, en aquel caos de ruido y compras, apareció una mujer rubia con un abrigo de piel. Se acercó al mostrador de muñecas con algo de incertidumbre –¿debía comprar una muñeca u otra cosa?– y creo recordar que se golpeaba la mano con un par de guantes, con aire ausente. Quizá me fijé en ella porque iba sola, o porque un abrigo de visón no era algo habitual, y porque era rubia y parecía irradiar luz”. Ese destello de inspiración alimentó varios años de creatividad hasta que el libro estuvo terminado, su editorial rechazó la publicación por la temática gay y decidió buscar otro editor. El precio de la sal se convirtió en un éxito de culto, casi como un camino alternativo a la carrera exitosa –y visible– de Highsmith: su atractivo era que eludía la tragedia que en aquella época sobrevolaba los destinos de ficción de los romances homosexuales. Y si efectivamente comparte con el resto de su obra ese estilo enigmático, cargado de maquinaciones y riesgos, de una tensión subyacente que se origina en el deseo y la consistente postergación, El precio de la sal no tiene crímenes ni castigos, se nutre de las experiencias lésbicas de la propia Highsmith, de su estado de ánimo incierto y contradictorio, y posee una ternura inusual en su literatura, contenida sí, pero presente con una fuerza inocultable.
El proyecto de llevar El precio de la sal a la pantalla tiene larga data. Llegó a oídos de Haynes por iniciativa de las productoras Elizabeth Karlsen y Christine Vachon –esta última colaboradora y amiga desde los tiempos de Poison–, y ya contaba con el primer guion de Phyllis Nagy y la participación de Cate Blanchett como Carol. Como el mismo Haynes cuenta en una entrevista con el portal Indiewire, “el proceso para obtener financiación para la película tuvo un lógico impacto en la adaptación y si bien me sentí conforme con el primer borrador, pensaba que algo de la fuerza de la novela, de ese encierro en un punto de vista, podía ser aprovechado”. El libro está construido enteramente desde el punto de vista de Therese, por lo que solo accedemos a Carol a través de su mirada. Si bien Patricia Highsmith no utiliza la primera persona y eso ofrece cierta ambigüedad, cierta distancia con el interior de Therese, con sus miedos e incertidumbres (distancia que se torna moral en personajes como Tom Ripley o muchos de los que pueblan su narrativa), todo el universo del relato está teñido de esa inquietud que proyecta una mente enamorada. La decisión de abrir la perspectiva y dar entidad independiente al mundo de Carol era algo definido en el borrador inicial del guion de Nagy y que Haynes matizó haciendo algunos cambios claves en la estructura de la historia.
La influencia más importante es la película Breve encuentro del inglés David Lean, que comienza y termina con la misma escena en un bar, estructura que Carol adapta. Mucho antes de Lawrence de Arabia y Doctor Zhivago, Lean dirigió aquella obra maestra sobre un amor repentino e interrumpido, prisionero de las convenciones sociales, de las lealtades familiares y del momento inoportuno. No hay escena con mayor violencia contenida como esa despedida que se repite en Breve encuentro en el bar de la estación de tren, mientras una intrusa habla sin parar y los dos enamorados renuncian a la sal de sus vidas para seguir siendo los que eran antes de conocerse. Haynes realiza una operación extraordinaria con aquel recuerdo: lo toma como modelo para alterar la linealidad original de El precio de la sal y ofrece la circularidad que le autoriza el flashback para proyectar una emoción compleja, nacida no tanto de la empatía como de la genuina comprensión. Entonces asistimos dos veces a ese encuentro entre Carol y Therese apenas visible detrás de aquella columna: primero como algo casual, luego como algo profundo y significativo. Las posiciones de ellas ya no son las mismas después de haber visto toda la historia, cada gesto adquiere la reverberación del tiempo pasado y la omnipresencia del recuerdo vivido. Las vulnerabilidades se invierten, los roles se intercambian.
“A vos te gustan más las cosas reflejadas en un cristal, ¿no?”, le pregunta Carol a Therese en un arrebato de frontalidad brutal, casi rayana en la crueldad, en las extensas páginas que Highsmith dedica al viaje de la pareja a lo largo de Estados Unidos. Ese tiempo que Haynes abre con una escena de villancicos y paisajes nevados se interna decididamente en esas dos soledades que se encuentran de manera imprevista aunque inevitable. La soledad de Carol es fruto de su incomodidad, de esa presión que restringe su vida, que la atenaza a convencionalidades ajenas a su intimidad y su deseo; y la de Therese es casi existencial, propia de la tardía adolescencia, contenida en su mirada extraviada en un mundo de reflejos y apariciones –no es casual que aquí sea fotógrafa mientras en la novela es escenógrafa–, de interrogantes silenciados y certezas elusivas. Haynes ha querido darle a su película la apariencia de esos tiempos de la inmediata posguerra, de la suciedad que regresaba a las calles con las tropas que volvían del frente de batalla, de un color ocre y difuso, heredero de la fotografía de los corresponsales y el verismo de un sueño americano en ciernes. No son los tardíos 50 de Lejos del paraíso, esos años del gobierno de Eisenhower reconstruidos por los melodramas de Douglas Sirk de la Universal, con sus colores brillantes y sus superficies pulidas como espejos. Allí la mirada era la del género, la del leguaje cinematográfico que representa y desdobla un mundo en lo visto y lo negado, sin perder la autenticidad de la emoción pero sin abandonar del todo el artificio. En Carol el velo es apenas perceptible, fruto de esa incertidumbre que atañe a toda identidad, a los confines de la marginación y la imposibilidad de la pertenencia.
Uno de los temas centrales en el cine de Todd Haynes ha sido el misterio de la configuración de la identidad. Todos sus personajes ensayan estrategias diversas en un proceso que se revela complejo e inevitablemente asediado: por la enfermedad en Safe, por la crisis de la Depresión en Mildred Pierce, por las modas artísticas en Velvet Goldmine. En Carol las restricciones a la libertad son evidentes y abren múltiples interrogantes: respecto a lo que significa ser mujer y lesbiana en un mundo represivo, respecto a las posibles grietas en las que se materializa ese deseo mal visto, respecto a los desafíos que implica ser fiel a sí misma en una sociedad que demanda etiquetas y representaciones. Por eso Carol es algo más que una historia de amor entre mujeres, es algo más que una gesta de resistencia a destinos trágicos y finales amargos. Todd Haynes comprende la importancia y la transitoriedad de las circunstancias históricas, comprende que los tiempos cambian y las injusticias sobreviven, que vivir un romance homosexual en los ’50 significa estar prisionero de un encierro profundo y existencial, que definir quiénes somos y qué queremos puede ser un proceso arduo y doloroso. Pero también es capaz de dar luz, tibia pero inesperada, a ese estado de eterna inconformidad que es el destino irreverente de todo deseo de libertad.
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