Domingo, 14 de febrero de 2016 | Hoy
Por Sergio Pujol
En uno de sus cuentos más famosos, Julio Cortázar relaciona dos espacios urbanos extensamente separados entre sí: la galería Güemes, en Buenos Aires, y La Galerie Vivienne, en París. “El otro cielo”, amén de testimoniar la fascinación del escritor por las dos ciudades de su vida, invita a repensar los ritos de pasaje que, aun en la circunstancia menos aventurera (el personaje es empleado de Bolsa), podemos experimentar. Al sincronizar lugares entrañables y a la vez distantes, se disuelve el tiempo. Todo es contemporáneo de todo. Como cuando escuchamos música.
Quienes el pasado miércoles pudimos ver a los Rolling Stones sin salir de la ciudad en que nacimos y vivimos, experimentamos algo similar a lo del cuento. En este caso, las realidades conectadas fueron la propia ciudad como reservorio de recuerdos adolescentes y, ahí nomás, a veinte cuadras de nuestra casa, como un súbito insert de otra dimensión, un conjunto de canciones atendidas por sus propios dueños. Cuando las descubrimos, en los inicios de los años 70, esas canciones tenían un enorme poder de transmigración. Al escuchar aquellos riffs embebidos de blues y distorsión, marcados por un gesto disruptivo inaceptable para nuestros mayores, nos fugábamos de una realidad cotidiana que creíamos opaca o excesivamente convulsionada, en una ciclotimia que también definía “los setenta” argentinos. Asimismo, los pocos kilómetros que nos separaban de la gran capital nos resultaban intolerables, y el corpus de Jagger-Richards nos daba envión para caer de pronto en Carnaby Street. Había veces en que Londres estaba más cerca que Buenos Aires.
Volver a esas canciones liberadoras, ya no en el torpe wincofón ni en el último sistema de audio sino en su temporalidad performativa, significó mucho más que una revancha naif de hombre de provincia. Finalmente los Stones estuvieron a nuestra altura, podría decirse. A la altura de una ciudad concebida a escala humana, al ras de la calle. En el siglo que se propone terminar la tarea de liquidación del espacio iniciada por la centuria anterior, en el que todo vuela a través de la comunicación virtual, aquella noche el mundo globalizado se redujo a la medida de una ciudad ni muy grande ni muy pequeña: sí señores, fuimos caminando a ver a los Stones. Para llegar a esa nave espacial madre que corona el cruce entre las avenidas 32 y 25, debimos franquear una vez más las calles de la ciudad. Fue lindo verlos en Núñez, una, dos, tres veces. Pero esto fue diferente: ir en busca de los Rolling Stones sobre terreno conocido, por calles que alguna vez nos sorprendieron tarareando “Under my thumb”, poniendo en valor el arte de entrar y salir de una diagonal sin extraviar los puntos cardinales –el mayor capital simbólico de un platense– tuvo un sabor especial.
En las proximidades del estadio, una tropilla dispersa de vecinos abría las puertas de sus casas para vender cerveza, remeras hechas a mano o sandwichs de longaniza. Y uno avanzaba sin detenerse, entre la ansiedad por llegar y cierto pudor pequeñoburgués de saber que, imposibilitados de regalarse un tiempo de alto costo, muchos intentaban hacerse el veranito rolinga antes de que las invasiones porteñas abandonaran la ciudad. Adentro, una tropilla diferente. Una masa difícil de desagregar, eufórica ante el rito sacrificial de la repetición musical. (Si sonaba algún tema poco conocido –el delicioso “Splipping away”, de Richards, por ejemplo, al que se aplaudió más que a su canción– se lo tomaba casi como un intervalo). La primera de las varias lecciones Stone: tocarás aquellas canciones que todos quieren oír, pero no por ello dejarás de gozar al hacerlo. Leves cambios nos advertían que, más allá de la recriminación por falta de novedades, la interpretación nunca sería idéntica. La tremenda base invisible en la progresión descendente de “Gimme Shelter”, mientras Jagger parecía absorber la energía vocal de su corista Sasha Allen; el final con ritmo shuffle de “You can’t always get what you want”(el “Hey Jude” de Jagger-Richards, en cierto modo); el suspenso cada vez más ominoso de “Sympathy for the devil”; la potente reversión de “Midnight rambler”, con un Ron Wood encendido, o la brillante ejecución de “(I cant get no) Satisfaction”: las canciones podrán ser siempre las mismas, pero los conciertos no.
Cabe preguntarse, a trasluz de los clisés periodísticos y el consabido amor argentino por la banda, ¿cuántos públicos diferentes conviven bajo la lengua voraz? Si algo sorprendente sigue teniendo el fenómeno stone, eso es justamente su capacidad para adicionar capas de edades a ese poderoso imaginario llamado público. Al principio de su carrera empleaban su talento para mestizar la tradición de la música negra con el estilo pop del Londres de los 60. Hoy la combinación se opera en el plano de la recepción, entre distintos grupos etarios que conforman su audiencia. A alguna gente le molesta esto. Le molesta que la banda siga activa cantando siempre lo mismo, como perpetradores de la mayor traición al mandato innovador de la época que los vio nacer. Incluso les molesta el modo en que Mick Jagger envejece (se trata de uno de los tópicos favoritos del periodismo costumbrista del siglo XXI). Preferirían verlo desmemoriado, como Chuck Berry, o sentado como el gran B.B. King en sus últimos años. Se preguntan: ¿cuándo parará?, ¿cuándo su cuerpo dirá basta ya? Pero antes de que llegue ese momento –la inexorabilidad del fin es el drama latente que subyace en la supervivencia de los Stones–, ellos seguirán habilitando el juego de los pasajes. Pronto sucederá en Montevideo. Y quién sabe dónde más. “Una estúpida esperanza quisiera creer que acaso ha de ocurrirme todavía”, escribió Cortázar en el inicio de “El otro cielo”.
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