Domingo, 14 de febrero de 2016 | Hoy
ENTREVISTA > RAúL BARBOZA
Tiene 78 años y toca desde los 6, cuando su padre, un cantor correntino, le regaló un acordeón roto, encontrado en la calle. De forma casi imparable, Raúl Barboza convirtió al chamamé en un estilo reconocido internacionalmente y, al mismo tiempo, por personalidad, lo sacó del rancio nicho de “música del mundo”. A punto de terminar un ciclo en Café Vinilo con su trío, Barboza habló con Radar de su vida en Francia, de cómo fue fundamental para su carrera Astor Piazzolla, de ese semillero de músicos que es hoy el litoral y de los silencios que sabía compartir con Cesaria Evora.
Por Mariano Del Mazo
Hay algo místico en las maneras de expresión de Raúl Barboza. En esas maneras confluye su origen guaraní con una vida peregrina que lo llevó de Rusia a Japón, que lo tuvo durante décadas anclado en París, y que logró una síntesis de campo y ciudad, sofisticación y olor a tierra. Barboza habla como toca: con silencios y claridad. Sacó al chamamé de su región, lo vareó por el mundo y en ese tránsito lo volvió una música tan internacional como propia. El chamamé en el exterior se disuelve en eso que se llama “músicas del mundo”. Barboza dignifica esa rancia categoría.
Acaba de hacer una serie de conciertos en el Café Vinilo de chamamé y musette junto con el acordeonista francés Francis Varis, una versión reducida del extraordinario disco editado en Europa titulado Chamamemusette que completa el percusionista brasileño Ze Luis Nascimento. Sigue tocando en Vinilo al frente de su trío. Va y viene de sus dos domicilios –Once porteño, Barrio latino parisino– en un puente intercontinental el que intenta eludir a su principal enemigo: el frío. A bordo de su acordeón cromático Raúl Barboza es –simple y finalmente– un hombre que vive huyendo de los inviernos.
Hijo de un guitarrista y cantor correntino de Curuzú Cuatiá, porteño y tanguero, tiene 78 años, toca desde los seis y recién a los 60 aprendió a escribir música. Debutó con su padre cuando en un baldío cercano a su casa se instaló el Circo Sarrasqueta. “Tenía un camello, un burro, una llama y un mono. Se les enfermó el músico, y fuimos con mi papá para reemplazarlo”. Le hubiese gustado ser bandoneonista, pero su infancia pobre determinó el instrumento. “El bandoneón es mucho más caro. Mi papá un día fue a comprar leche a lo de un tambero vasco que tenía dos vacas y vio sobre el fardo de pasto seco un acordeón arrumbado. Lo compró y me lo dio. Así, siempre con pocas palabras. Lo siguiente fue conseguir cinta adhesiva para arreglarlo. Empecé a tocar y no paré. Al poco tiempo me di cuenta de que me faltaban notas. La verdulera tiene posibilidades limitadas. Mi papá, al ver que tenía condiciones, se comunicó con los Anconetani, una familia de italianos que construían acordeones cromáticos. Eso me cambió la vida: era casi como tener un bandoneón”. En el conventillo de la Boca donde vivía lo empezaron a llamar Raulito El Mago.
El Mago está ahora en una confitería de Palermo tomando un jugo de pomelo. Habla de música francesa y escribe con una redonda caligrafía de maestra una lista de nombres de acordeonistas que admira: Gus Viser, Jo Privat, Tony Murena. Él, que se construyó a sí mismo escuchando al viejo Tarragó Ros, a Ernesto Montiel, a Ramón Estigarribia, plantea la belleza del vals musette y lo contrapone a la riqueza agreste de la música del Litoral, en definitiva otro folklore de matriz europea. “El chamamé es una mezcla de formas europeas, como la polca, que es en dos tiempos, y la mazurca, que es en tres. Tiene su complejidad, porque es una polirritmia de dos contra tres. La mano derecha toca en dos, la izquierda en tres y el bailarín va en dos. El paisaje también es determinante. El río, claro, pero también la selva. Esta riqueza tiene un grave problema, que lentamente se va resolviendo”.
¿Cuál es el problema?
–Que el chamamé no está escrito. Y el que está escrito está mal escrito. El tango no tiene ese problema. De alguna manera es una ventaja para nosotros. Yo ahora puedo tocar tango, y lo hago. Dino Saluzzi toca el tango bárbaro. Un europeo puede tocar tango. Está bien escrito y el ritmo es más claro. ¿Pero quién puede tocar un chamamé, con sus acentuaciones, con sus matices? El chamamé tiene misterios, secretos.
¿Imposible escribirlo bien?
–No, pero hay que tener en cuenta que el paisano no sabía música. La mayoría de los chamamés de los años 40 y 50 fueron escritos por gente que no era de la región. Los que tenían conocimiento no eran criollos. Vos leés “Merceditas” y parece hecha por un tano. Está mal acentuada. Yo soy autodidacta, arranqué orejero. El único profesor que existe, para mí, es Ildo Patriarca. Y el primero que me enseñó música fue Adolfo Abalos, cuando tocábamos en La Tribu. Era un boliche de la calle Charcas, propiedad de los padres de los Farías Gómez. Algo raro, porque el chamamé siempre anduvo por otro andarivel, un tanto relegado. Cuando yo era chico los carteles de los bailes decían: ‘Típica, jazz, folklore y chamamé’”. La Tribu fue el primer local no chamamecero donde toqué. Yo siempre andaba por las bailantas. Actuaba con cantores como Julio Luján y Roberto Galarza. Y al final me cansé, no quería tocar más solamente para que la gente bailara… Una vez me ofrecieron mucha plata para formar grupos fantasmas, en los que yo figuraría con otro nombre. No quise.
“Yo no sé absolutamente nada del chamamé, solamente he escuchado a Raúl Barboza tocarlo y uno llega a la conclusión, como en toda la música, que cuando está bien tocada no hace falta conocerlo. Yo sería incapaz de tocar un chamamé. Primero hay que nacer en ese territorio argentino y después hay que nacer Barboza para tener ese swing correntino, que es también el swing de Cocomarola y de Ernesto Montiel y el Cuarteto Santa Ana. Raúl no es comerciante como la mayoría de los que tocan un chamamé antiguo y mediocre. Es un luchador y merece mi estima y admiración”. La declaración pertenece a Astor Piazzolla y fue hecha en Nueva York a mediados de los 80. Esta palmada en el hombro fue clave para que Barboza fuera invitado al templo de tango en París en aquellos años, fogoneado por una bohemia encabezada por Julio Cortazar: Trottoirs de Buenos Aires. “Les aclaré que lo mío no era el tango. Y me dijeron que lo único que querían era que hiciese mi música. Yo tenía poco trabajo en la Argentina. Había vivido un tiempo en Rio Grande do Sul, en Brasil, hacía giras por lo que era la Unión Soviética y por Japón con artistas diversos, como Los Manseros Santiagueños, Los Olimareños, Salgán-De Lío... Me la pasé viajando, buscando el mango. Eran viajes largos. Aunque en esa época uno tardaba treinta horas para llegar al Chaco. La cosa que había vuelto a Buenos Aires, en la lona. Estaba trabajando de taxista. Y de pronto me encuentro en París, sin que nadie me conociera, sin discos editados, haciendo mis cosas. Fue inesperado. Como a cualquier argentino, me entusiasmaba Francia. Lo consulté con mi esposa Olga, y probamos”.
Entre la temporada en Troittoirs en 1987 y el premio que le otorgó el Ministerio de Cultura de Francia de Chevalier de l’ Ordre des Arts et des Lettres (Caballero de las Artes y de las Letras) en el 2000, la pasó bien, muy bien y pésimo. Pasó hambre, y era una postal repetida salir a buscar trabajo con su acordeón. Sonaba exótico un argentino con un fueye que no tocara tango. “El chamamé era completamente desconocido, te imaginás. Me salían trabajos para reemplazar a bandoneonistas, pero como no sabía leer no me animaba. Un día me crucé con un guitarrista gallego, un seminarista que había dejado la sotana. Conseguimos trabajo en una pizzería de las afueras de París. Era invierno, quince grados bajo cero. Después de la actuación le pedíamos al dueño si nos podíamos quedar hasta las cinco de la mañana, que era la hora en que salía el primer tren a París. Terrible. Caminábamos hacia la estación, por calles desiertas, con esa neblina de frío… Esperábamos el tren envuelto en cartón de embalaje que encontrábamos por ahí. Después también conseguí trabajo en un lugar llamado Au Limonaire. Pero no era fácil.
¿Y qué hizo?
–No sabía bien qué rumbo tomar. Yo alquilaba en el barrio 19, donde queda la sede del Partido Comunista. Un barrio muy colorido, con muchos inmigrantes: árabes, judíos, sudamericanos. Me encantaban los olores, las comidas, la gente gritando. La estación de metro del barrio era Colonel Fabien. Un día que estaba medio desesperado agarré el acordeón y bajé al metro. Me dije: ‘Me pongo a tocar acá, a ver qué pasa’. Pero dudaba. Tenía miedo que me deportaran, o que los otros músicos que tocaban ahí me marcaran el territorio. Pensaba, cavilaba, iban pasando los trenes. Y cuando iba a desenfundar el instrumento justo viene un subte, se abren las puertas y bajan dos músicos a los que conocía. Un argentino llamado Nelson Giles y un brasileño. Me invitaron a la casa donde estaban parando, y a través de ellos empecé a tener trabajo.
Con su voz de locutor antiguo dice que acaba de comprar por tercera vez el libro El Profeta, de Kalil Jibran Kalil. “Siempre lo regalo. Lo vivo comprando. Me gusta ese tipo de filosofía. Es la historia de un profeta al que le hacen preguntas. La gente lo ama. Le preguntan: ¿qué es la muerte?, ¿qué es la enfermedad? ¿qué son los hijos? De los hijos dice: ‘Los hijos no son tuyos, son de la vida. Vos sos el arco, los hijos son flechas disparadas’. Vos me señalaste hace un rato que parezco un místico. No creo serlo. Me siento identificado más con los indios, con los guaraníes. Una vez me encontré con Cesaria Evora. Yo era telonero de ella, en el sur de Francia. Me preguntó si hablaba portugués, le dije que sí; me preguntó si era indio; le dije que era mestizo, que provenía de los guaraníes. Se sentó al lado mío, bajo la sombra, siempre descalza… Estuvimos una hora sin hablarnos, uno al lado del otro. Después me enteré que ella era india. Los indios sabemos compartir los silencios”.
Del 1 al 8 de cada mes no prueba alcohol: hace un ayuno en recuerdo de su padre Adolfo. Dice que no tiene un lugar en el mundo, aunque es más feliz en las provincias, donde la gente todavía tiene tiempo para perder. Está asombrado de la cantidad de músicos que hay en el Litoral. “Me sorprende la cantidad de jovencitas. Muchas chicas. Me piden consejos. Yo les digo que estudien, que aprendan a escribir música. No tienen nada, algunos ni siquiera tienen acordeón. Solo el deseo. Con eso basta”.
¿Da clases?
–No puedo porque me la paso entre Argentina y Francia. Pero hablo con los chicos, hablo mucho. Yo cuando era pibe quería tocar como Montiel, como Cocomorola… Después crecí, y también aprendí escuchando a Gardel, a Ella Fitzgerald, a Troilo, a Oscar Peterson. Al final encontré mi música. Estaba dentro de mí. Lo importante es la continuidad. Una vez que se encuentra la punta del ovillo, sólo hay que seguir. Porque uno no toca música. Uno es la música.
Raulito el Mago se queda acariciando con sus dedos finos el borde del vaso. No dice nada más. Sonríe como un buda de rasgos guaraníes. Parece cómodo: comparte, entonces, el silencio.
Raúl Barboza se despide con su trío el jueves 18 y el sábado 20 de febrero, a las 21.30, en el Café Vinilo, Gorriti 3780. El trío lo completan Nardo González en guitarra y Roy Valenzuela en contrabajo.
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