Domingo, 8 de mayo de 2016 | Hoy
Por Fernanda García Lao
A propósito de las efemérides ilustres de los últimos días, en séptimo grado, en la nada glamorosa Villa de Móstoles donde vivimos con mi familia algunos años del exilio, tenía un compañero de apellido Cervantes. El más burro, a decir de los bellacos que hacían las veces de profesores. El tal Cervantes recibía con indiferencia las comparaciones y los chascarrillos que su noble apellido suscitaba. Era un repetidor serial que miraba con abulia desde arriba. Consciente del oxímoron.
Busco en internet el viejo colegio, sito en la ilustre calle Velázquez de la Villa, y encuentro que ahora es bilingüe. No puedo menos que evocar al profesor de inglés de aquellos intempestivos días, de cuyo nombre no quiero acordarme, etc. Una especie de matarife de los buenos modales y de la fonética que escupía un frenético Jau ar yú? mientras controlaba desde la ventana su Fiat 600.
Su método educativo era casi de vanguardia. Simple, pero efectivo. Cuando alguien se equivocaba o respondía con burlas a sus cuestiones, el profesor brindaba dos alternativas. La pregunta que nos hacía era en castellano: ¿copia o capón? Es decir, nos dejaba optar por el tipo de castigo y cada cual resolvía en libertad, según sus prioridades, semejante disyuntiva.
La primera vez que fui merecedora de sanción no tenía idea de qué significaba aquello. Pero, por fortuna, tenía a Cervantes de mi lado, para graficarlo. A pesar de su mirada perdida.
El profesor nos había encontrado distraídos a ambos. Cada uno en su cápsula de despiste. Se nos acercó amenazante, pero se detuvo frente a la mesa del oxímoron, primero. Tú, bájate del molino, Cervantes. Qué prefieres, le dijo con voz salvaje. Copia o capón. Capón, respondió sin dudar mi compañero. Y enseguida recibió un golpe de puño seco en la cabeza. Yo estaba horrorizada. La bestia enfiló hacia mí. Ahora tú, Dulcinea. Qué eliges. Ni lo dudé: copia. Muy bien, entonces escribe I ‘m stupid, cien veces en la pizarra.
Ya se habían ido todos cuando terminé con el último stupid. Gran lección del Cervantes moderno: la escritura es un trabajo lento, mejor poner el cuerpo.
No recuerdo cuántos días pasaron, pero era de noche aunque fueran las cinco de la tarde. Pleno invierno. Repasábamos los verbos irregulares con la voz monocorde y las estufas encendidas. Pay, paid, paid. De pronto, el profesor se detuvo junto a la ventana. Y se quedó mudo. Parecía hechizado. Inmediatamente, se puso a llorar, a tocarse la frente. Salió del aula poseído.
Vimos el desastre desde la ventana. Alguien había destrozado su Fiat 600. Alguien había roto con furia los vidrios. Todos celebramos con risas la tragedia. El único que se mantuvo en su lugar fue Cervantes. Una mueca torcida por todo gesto. Antes de salir, nos revisaron a todos. A él le encontraron una enorme llave inglesa oculta en su campera. Fue expulsado al día siguiente.
El asunto de la llave inglesa me pareció poco sutil pero de lo más aleccionador. El profesor había sido castigado por su mal manejo de la lengua con la mejor herramienta: la metáfora.
A menudo me pregunto qué habrá sido de aquel Cervantes sin obra, de aquel incomprendido. Nunca lo volví a ver. Tal vez haya recurrido a un juez, maldiciendo su genealogía.
Le ruego a su Señoría me ahorre la gloria de mi pariente manco. Prefiero ser un Sánchez, un García. Yo aspiro a la modestia de los nadies.
No lloréis, caballero. Enjugad vuestras lágrimas y os haré justicia. Desplegad la idea.
No soporto las comparaciones y reniego de la lírica, señor Juez. Una égloga me suena a dolor de garganta. Los entremeses me gustan con mahonesa.
Pues para la ley vuestro caso viene siendo bastante endeble, jovenzuelo. Ahondad en la desgracia, que estoy escaso de tiempo.
Aspiro a ser fontanero, su Señoría. Cómo arreglar un grifo me parece más interesante que firmar comedietas, darle voz a desvaríos, besar las espigas de los Condes o engañar a las vejetas.
Denegado. No hagáis lugar a la necedad ajena. Que un Cervantes técnico no es menos que un poeta. De hecho, lo prefiero mil veces. Que de palabras está el mundo lleno. Y os digo más. Que de aquel noble sofista se haya destilado este pariente sin pretensiones, nos da la pauta de que el ADN es inútil en cuanto a trasladar talentos. No se amedrente y tenga hijos, señor Cervantes. Por número superaremos los males que el exceso de pensamiento nos causa. A base de licuados genéticos seremos en breve idiotas y ya nadie recordará al Cervantes primero. Que no hay memoria que dure tanto. Haced oídos sordos y compraos una llave inglesa.
Ya tengo.
Pues aquí os espero. Y que sea mañana mismo, que tenemos las cañerías del baño de damas a la miseria.
Gracias, su Señoría.
Resucita en ti el honor perdido, muchacho. Y el gusto, que estaba muerto. ¡Que pase el que sigue!
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