Domingo, 8 de mayo de 2016 | Hoy
TEATRO > LISANDRO RODRíGUEZ
No es fácil tener un espacio propio y usarlo para hacer teatro: los ejemplos no abundan, se pueden citar el Sportivo de Bartis, Timbre 4 de Tolcachir y pocos más. Entre esos pocos está Elefante Club, de Lisandro Rodríguez, que alberga la inmensa inquietud y creatividad de su dueño, que suele trabajar en colaboración –con Maruja Bustamente, con Santiago Loza, con Martín Seijó– y que se atreve a casi todo: ser director, dramaturgo, actor, diseñador, iluminador, trabajar en cine, hasta ser músico. Ahora mismo está presentando en Elefante dos obras muy distintas Hamlet está muerto. Sin fuerza de gravedad y Duros, montada en un enorme pozo cavado para la ocasión, una experiencia con influencias de Beckett y que reafirma la idea de Rodríguez de que es necesario tener convicciones en la vida, pero no en el arte.
Por Mercedes Halfon
Lisandro Rodríguez cuenta que a los catorce años, con sus amigos de Quilmes, alquilaron entre todos una sala para ir a tocar todo el año. Habían hecho números y el valor del alquiler mensual estaba muy por debajo de lo que le salía a cada uno pagar la sala por hora, además de la ventaja de poder dejar los instrumentos ahí y tocar cada vez que se les diera la gana. Desde ese momento, la autogestión y la idea de un cuarto propio determinó su relación con la creación. Cuando se mudó a vivir a Buenos Aires para estudiar y ver qué iba a hacer de su vida, alquiló un casa con un ambiente de más para poder hacer ahí todas “sus cosas”. Fue en ese otro cuarto, donde entraban sentadas máximo ocho personas, que estrenó Felicidad doméstica, su primer trabajo. El rock había dejado lugar al teatro y la sala de ensayo había mutado en su propia casa, la Casa del Hombre Elefante, como bautizó en un principio a ese lugar.
Diez años más tarde algunas palabras se perdieron del nombre original, el teatro pasó a llamarse solo Elefante, pero ahí se encontraron algunas obras brillantes, trabajos que dejaron su marca. Es en ese mismo lugar donde se pueden ver hoy sus últimas obras: Hamlet está muerto. Sin fuerza de gravedad –del austríaco Ewald Palmetshofer– y Duros, donde Rodríguez también hizo la dramaturgia. Él abre la puerta de su casa cada vez que hace una función. Y algo de ese circuito eléctrico y reconducente como un moebius se puede ver en todo su trabajo.
No son muchos los directores argentinos que hacen teatro en su teatro, pura y exclusivamente. El emblema de la cuestión es Ricardo Bartis con el Sportivo teatral, pero también podemos mencionar a Claudio Tolcachir con Timbre 4 –si bien luego se lanzó a dirigir en otros sitios– y hasta hace algún tiempo se destacaba Alberto Ajaka con Escalada que por problemas económicos tuvo que cerrar. No es fácil sostener esta ambición, se necesita tiempo, dedicación y buenos socios como encontró Rodríguez en Mariano Villamarín y Natalia Fernández Acquier. Él cuenta: “Lo que más me gusta de hacer mi obra en mi espacio es cierta tranquilidad en relación a lo que se ofrece. No es un teatro, es más un ‘te invito a mi casa a mostrarte lo que estoy haciendo’. Y esa situación me da la calma para producir un lenguaje con ciertas licencias que en otros espacios, con otras convenciones, no tendría.”
Esa informalidad bien entendida quedó demostrada por primera vez con el ciclo Suiza. Después de estudiar actuación con Agustín Alezzo y mientras cursaba dramaturgia en la EMAD, Lisandro se volcó a producir, junto a su por entonces compañerita de estudios Maruja Bustamante, un ciclo de obras brevísimas. Los pautas formales para cada pieza eran estrictas: 15 minutos de duración, dos sillas, dos personajes y una tira de bombitas de colores. “Suiza me dio la posibilidad de probar muchas cosas. Siempre se bajaba alguien y con Maruja teníamos que salir a cubrir los agujeros…era un muy buen ejercicio, un intercambio, una forma de que El Elefante que recién se estaba gestando tuviera una visibilidad y se convirtiera en un espacio de experimentación.” Por otro lado, ahí también se colaba algo de la proveniencia rockera del director en el horario trasnoche en que empezaba todo, la venta de cerveza durante, la idea de un continuado de bandas en formación. “Ver el trabajo de los otros era muy estimulante, algunos por muy buenos, ¡otros por muy malos!”.
Si algo tiene en común Lisandro Rodríguez con Maruja Bustamante es precisamente esa pulsión por el hacer, producir un trabajo atrás del otro casi sin respiro, estar listos para salir al ruedo en cualquier momento, como Supermans/girls del teatro. Ambos tienen en su haber más de treinta obras en las que de algún modo –como actores, o directores, o dramaturgos, o voces en off, o diseñadores gráficos, o iluminadores, o músicos y la lista de posibles roles continúa– participaron. En el caso de Lisandro da la sensación de que ensayos y obras se superpusieran, a veces confundiéndose, como una continuidad en perpetua contaminación. “Los ensayos para mi son una forma del hacer. Y estrenar es un momento más de ese hacer. Tener un espacio te permite la libertad de perderle el miedo a esas instancias. Obviamente quiero que las obras gusten, pero hay un punto donde lo que me importa es probar, estar probando. El trabajo tiene que ver con una búsqueda permanente. Y trato de ser consecuente con esa manera mía. Ensayo todo el tiempo y si bien las obras aparecen y van cerrando ciclos, me cuesta verlas como cosas separadas de ese gran proceso. Creo que es parte de la experimentación y que, con todos los problemas que puede traer eso, es una forma de vida.” Lo dice de la forma más literal posible: “Yo vivo en la sala, en el piso de arriba, con mi pareja que es actriz y mi hijito. Es difícil separar la vida personal del laburo. Aunque eso también tiene su gracia.”
La inseparabilidad de cada uno de estos elementos arma un sentido: en las obras de Lisandro Rodríguez el espacio es crucial, siempre hay lugar para la indeterminación como en un ensayo, el director se cuela como un titiritero que se muestra mientras da vida a sus muñecos, siendo él también uno que mientras ensaya vive y cría a su hijo seis metros más arriba de donde luego se verá una obra terminada. Como si todo eso fuera en realidad la obra, más que cada obra con un nombre que se estrena en una fecha puntual.
De toda la yunta de talentos en ciernes que se congregaba en Suiza surgió el tándem que sería clave en los años porvenir: el binomio que Rodríguez como director hizo con el dramaturgo Santiago Loza. Juntos hicieron siete obras y dos películas. Nada menos. Entre ellas Sencilla que fue una parte de la obra Díptico, el primer trabajo importante de Rodríguez como director, el monólogo La vida terrenal con Verónica Hassan, las piezas He nacido para verte sonreír, Pudor en animales de invierno, entre otras. Lisandro además protagonizó el premiado filme de Loza La Paz.
Todo este proceso de enorme crecimiento tuvo su punto más alto en la La mujer puerca, una obra con la que llamaron la atención de la prensa masiva, las escuelas de espectadores, estuvieron tres años en cartel y recorrieron festivales. “Yo venía trabajando con monólogos y a la vez con obras de Santiago y creo que en esa obra se condensaron ambas cosas. Hubo otras variables: el espacio que armaba El Elefante nuevo de paredes blancas, el trabajo de Matías Sendón, el protagónico de Valeria Lois. También hubo algo interesante en trabajar con una gran actriz que si bien está ante un material textual que la conmueve, desconfía ´¿este boludo me va a dirigir?´ Ese trabajo de conquista fue lindo. En un momento ella puso todo en duda. Fue Santiago el que salvó el estreno. Estábamos tomando un café, Valeria se iba de gira y nos propuso posponerlo. Yo ya estaba cansado y le dije que sí, pero Santiago se impuso. Estrenamos al mes. Hasta que no vio lo que pasaba con la gente, que se volvía loca, no pudo confiar. Pero para mi lo que hacía era precioso desde el primer momento.” La mujer puerca era una especie de Contra viento y marea de Lars Von Trier pero local y sintetizada en el monólogo de una mujer que –con una puesta austera e inquietante– alcanzaba lo más parecido a la electricidad natural que se puede ver en un escenario. La actuación de Valeria Lois bordeaba lo sobrenatural. Realmente parecía que un dios estaba diciéndole (o negándole) algo a esa mujer creyente y de dolorosa vida disipada. “¡Levitaba!” dice riendo Rodríguez y parece cierto. Misterios del teatro. Una mano –que no era la de Dios, tan argentina– puede salir del escenario y llevarte de viaje hasta el cielo.
Pero todo concluye al fin y así sucedió también con el matrimonio artístico con Loza. Como Rodríguez es dado a la complementariedad, algún tiempo después de la separación con el dramaturgo exquisito se lanzó a buscar otro tipo de experiencias teatrales. Así fue que inició la cofradía con Martín Seijó, también director y dramaturgo de corte más teórico y experimental, con el que llevaron a cabo La parodia está de moda y las salas alternativas fomentan el amateurismo. El narra así esa nueva aventura: “Martín me propuso dar un curso de teatro político en El Elefante. Por alguna razón el taller no prosperó pero nosotros empezamos a juntarnos y generar un corpus de preguntas de ese orden: ¿Si el público es tan necesario para el teatro por qué no se lo considera autor de la obra? Y si se lo considera autor de la obra, ¿por qué no se le pagan regalías? Paralelamente él quería regalar los derechos de sus obras. Yo también estaba agotado del trabajo con textos dramáticos. La idea era soltar y eso nos unía. Soltar lo ligamos a una limpieza, a una depuración de nuestras ideas teatrales y ahí apareció la idea del agua, en vez de cobrar una entrada, que nos trajeran una botella de agua. Porque también nos preguntábamos ¿por qué cobrar, cómo determinar el valor de lo que hacemos? Una botella de agua nos parecía bien. Eran preguntas y preguntas que se iban comiendo la cola. ¿Viste Las ideas de Federico León? Bueno, era algo así, pero al estilo Seijó y mío: lánguido, performático, poco atravesado por la idea de hacer ‘una obra’ y convertirla en una mercancía artística.”
Pero lo más interesante ocurrió después. Estrenada ya la pieza, llegó una intimación de Argentores para cobrar el famoso 10 por ciento de la recaudación que se lleva dicha institución para derechos de autor. Los directores fueron con el 10 por ciento de las botellas de agua que habían recibido. Todavía hay un tribunal que debe dirimir qué se hace con todo este asunto.
Se están cumpliendo diez años de una forma de trabajo. Lisandro Rodríguez dice que así como siempre renovó su apuesta, ahora quizás esa renovación sea la última de un ciclo. Vine de hacer Un trabajo con Elisa Carricajo y Hamlet está muerto. Sin fuerza de gravedad que se montó como parte del ciclo Dramaturgia Europa + América y continúa con Sofía Brito, Claudio Da Passano, Paco Gorriz, Claudio Mattos, Vanina Montes y Andrea Strenitz. En ella una familia recibe visitas en una mezcla de cumpleaños y funeral. La obra transcurre en la cocina de El Elefante, mientras los actores toman algo fuerte en vasos pequeños, a escasos centímetros del público. El clima es de incomodidad, de hastío de vínculos demasiado cargados, algo parece permanentemente a punto de explotar. Quizás esa sea la razón de que al finalizar la pieza, todos cantan acompañados por el propio Rodríguez en guitarra Mi próximo movimiento, el hit de El mató a un policía motorizado, con su ya famoso estribillo “Voy a subir al techo de mi casa con un rifle”.
Este año Lisandro Rodríguez estrenó una nueva obra, Duros. Es de ella que dice que quizás sea “la que vaya a cerrar un ciclo”. Protagonizada por Edgardo Castro, Enrique Biondini, Mariano Gonzalez y Martín Tchira, la obra es probablemente la más radical que haya hecho hasta ahora. Para hacerla cavó un enorme pozo en su espacio –en su cuarto propio– y es allí donde transcurre la acción. Gracias al diseño y la realización escénica de Norberto Laino, la obra es el sótano más literal y profundo que haya tenido la escena independiente.
¿Qué ocurre? ¿quiénes son ellos? ¿por qué se predica que están como una piedra? No es tan fácil de dilucidar. “Es un sinsentido. Y tiene que ver con nuestro vínculo diario con el sinsentido. Remite a las cosas que generamos para sobrevivir. Cada uno desde su lugar. Cada uno necesita llenarse de algo para subsistir. Y la obra sintetiza ese accionar, ese pulso vital que tenemos pero que no va para ningún lado. Es medio becketteana la idea, no estoy descubriendo nada nuevo, lo se. Pero quería probar teatralizar esa sensación sin contar una historia.” Lo que se ve es algo totalmente imperfecto, inacabado, en cierto modo decepcionante. Hay gente que sale muy enojada, aunque a la vez sea difícil encontrar un director que arriesgue tanto. Es una inmolación en términos de lo que se supone que es una obra de teatro bien realizada, de calidad. “Hay ciertas cosas que se avisan en el programa de mano. A mi no me interesa ser provocador con el público, al contrario, me interesa lograr tener una comunión, ‘te estoy invitando a ver esto, por favor, leelo desde este lugar conmigo’. De todos modos se que es una obra difícil, pero de verdad no me interesa ser molesto. Sí pensar que se puede hacer teatro desde otros lugares y abrir la mirada. Es algo que me abre, incluso para volver a hacer teatro de living pero con otras licencias”, se ríe.
Es difícil pensar que Lisandro Rodríguez vaya a hacer alguna vez teatro de living, pero quizás nos equivoquemos y sí se pueda. Un elefante en un living. O al revés. Todo es posible. “Yo creo que puedo tener convicciones en la vida, pero en el arte no. Estoy abierto al cambio. Prefiero no estar seguro de nada. Hay una frase de un amigo que cito siempre que es ´La casa se reserva el derecho de contradicción´. No por decir cualquier cosa, sino porque el manifiesto de uno se va modificando, se va reescribiendo cada día.”
Hamlet está muerto. Sin fuerza de gravedad, se puede ver los miércoles a las 21 y Duros los viernes a las 21.30 en Elefante club de teatro, Guardia Vieja 4257.
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