Domingo, 8 de mayo de 2016 | Hoy
TELEVISIóN > FREAKS AND GEEKS
Se puede decir que, hace casi veinte años, la nueva comedia norteamericana se fundó con Freaks and Geeks, la serie de Paul Feig y Judd Apatow, nombres que apenas necesitan presentación. Fueron dieciocho capítulos –protagonizados entre otros por James Franco, Jason Segel y Seth Rogen, aunque la serie podría definirse como coral– pero al principio, por falta de rating, se vieron sólo trece y la insistencia de los fans logró llevar la cifra hasta cinco más. Ahora, después de años de pasos esporádicos por el cable por fin se puede ver completa por Netflix: la gran serie de culto que transcurre en 1980, en una secundaria de Michigan, y que se resiste, a puro corazón e inteligencia, a dejarse llevar por los lugares comunes o por una comicidad obvia y facilista. Una serie sobre adolescentes donde, como en la vida, conviven la liviandad y el dolor.
Por Diego Brodersen
A diecisiete años de su emisión original en la cadena norteamericana NBC, Freaks and Geeks es algo así como el origen del universo de la Nueva Comedia Americana, un big bang de talentos recién salidos de la crisálida, el texto seminal del cual beberán decenas de evangelios –tanto canónicos como apócrifos– producidos durante los siguientes tres lustros. “De culto”. Si a una serie televisiva le corresponde esa etiqueta usada y abusada hasta el vómito, es a la creación de Paul Feig y Judd Apatow. Actor, productor y realizador, a Feig le corresponde en gran medida la paternidad de la criatura; de su curriculum vitae detrás de las cámaras se hace indispensable mencionar la reciente Damas en guerra y la remake femenina de Los cazafantasmas, próxima a estrenarse. De Apatow –que hizo las veces de productor ejecutivo de la serie–, resulta casi insultante destacar apenas un par de títulos, pero baste decir que su Virgen a los 40 (2005) dio un nuevo impulso a una carrera que tiene su último eslabón en la reciente tira Love, y que sólo puede ser definida como Mundo Apatow. En la pantalla, por otro lado, los dieciocho únicos capítulos de Freaks and Geeks presentaron al mundo, más allá de algunos bolos y pequeños papeles previos, a James Franco, Jason Segel y Seth Rogen, cuyas carreras posteriores (en particular las de los dos últimos) resultan imprescindibles a la hora de hablar de la comedia estadounidense contemporánea. Como corresponde a su condición de culto, la transmisión original fue interrumpida luego de trece episodios, cancelada por la falta de una respuesta masiva de la audiencia. La leyenda dice (y la realidad histórica lo confirma) que luego de miles de cartas de admiradores quejosos, la emisora decidió lanzar los seis capítulos restantes –que ya habían sido producidos–, en dos tandas consecutivas. Fin de la historia, cuyo capítulo argentino incluye algunas pasadas esporádicas en una señal de cable, allá por comienzos de milenio, con el ridículo título Jóvenes y rebeldes. Luego de muchos años fuera de circulación televisiva, con sus más orgullosos fanáticos dueños de una de las dos mitológicas ediciones en dvd, la plataforma Netflix acaba de poner a disposición de todo el mundo la serie completa, en copias restauradas (las mismas que se editaron por allá en bluray hace poco más de un mes) y con los temas originales de la banda de sonido en su justo y preciso lugar.
Ni Franco, ni Segel ni Rogen son los verdaderos protagonistas de la serie, aunque su estructura puede ser definida superficialmente como coral. Esos roles les corresponden, sin dudas, a Lindsay Weir (Linda Cardellini) y Sam Weir (John Francis Daley), hermanos en la ficción que atraviesan diferentes etapas de su vida y que confirman la impresión de que Freaks and Geeks es, esencialmente, un doble y paralelo coming of age: mientras Sam sufre algunos (muchos, en realidad) de los problemas que trae aparejado el paso de la infancia a la pubertad, su hermana Lindsay no la pasa mucho mejor al enfrentar las primeras decisiones de una inminente adultez. Corre el año 1980, Ronald Reagan aún no ha sido electo como presidente de los Estados Unidos y los celulares y redes sociales forman parte de la ciencia ficción más pura y dura. El centro de la acción es la escuela secundaria William McKinley de la ficticia ciudad de Chippewa, en Michigan, donde ambos son alumnos. Lindsay es una estudiante aplicada, aunque su aspecto y actitud está a años luz de ser el de la de la típica “traga”, y al comienzo del capítulo piloto (dirigido por Jake Kasdan, el hijo de Lawrence Kasdan y futuro director de La historia de Dewey Cox y Malas enseñanzas) se la ve menos interesada en seguir formando parte de las maratones de matemática que de hacer migas con un grupito de chicos (y una chica), definidos genéricamente por el resto del alumnado como freaks. Ellos son los más rebeldes, los menos esforzados, los que fuman en los recreos y toman cerveza de barril, tan poco interesados en el estudio como en el deporte, inevitables escalones para el ascenso social dentro del microcosmos estudiantil. Es allí donde habría que preguntarse, más allá de la obvia influencia del cine de John Hughes y aledaños, hasta qué punto llega el influjo de Rebeldes y confundidos (Dazed and Confused), la película de Richard Linklater de 1993 que retrataba el fin de año en una típica high school a mediados de los años 70. Sam, por su lado, es encasillado por propios y ajenos como un geek, versión tecnologizada del tradicional nerd que sus compadres Bill (Martin Starr) y Neal (Samm Levine) parecen encarnar a la perfección, el primero físicamente y el segundo gracias a su evidente madurez intelectual y emocional. A ese mundo de “fenómenos” y “nerdos”, un universo estereotipado por el cine y por la vida real, Feig, Apatow y colaboradores lo dan vuelta como una media: si hay algo que llama poderosamente la atención en Freaks and Geeks es la irrestricta negación a dejarse llevar por los lugares comunes, por hacer de los clichés la base del drama o de una comicidad obvia y facilista. O, si se quiere, por utilizar esos casos y cosas ya vistos en cientos, miles, millones de ocasiones como punto de partida para inventar algo absolutamente novedoso, de un enorme corazón e inteligencia.
El piloto arranca con un largo movimiento de grúa que desembarca, luego de varios desplazamientos horizontales y verticales, en la base de las gradas del estadio (¿la base de la pirámide social de la escuela?), afirmando desde un primer momento que nada de lo vaya a ocurrir a continuación tiene mucho que ver con la por entonces muy exitosa serie Dawson’s Creek, habitada por jóvenes luchadores y populares. De hecho, la única chica rubia y de ojos claros que aquí importa es Kim (Busy Philipps), la eterna novia de Daniel, el personaje encarnado con un dejo jamesdeaneano por Franco. Y su porte la ubica bastante más cerca del casillero white trash que de la bella y simpática cheerleader. Lindsay no anda atrás de Daniel. O sí lo hace, pero no de la manera en la que el guionista estándar lo daría a entender. Con el correr de los capítulos, Lindsay demostrará también algún interés por Nick (Segel), cuyo sueño de toda la vida es ser baterista profesional; una pena que su talento para los palitos y parches no supere el de un mono con navaja. Lindsey intentará, genuinamente, ayudar a sus nuevos amigos con algunos de sus problemas, encontrándose usualmente en un callejón sin salida. Resulta notable que en una historia plena de momentos hilarantes y/o entrañables –en el sentido menos ñoño y más hermoso de la palabra– haya un sitio tan importante para la crueldad y el dolor. En varios episodios, un tono definidamente dramático interrumpe una mentirosa liviandad para hacerse carne en la narración. El final de la entrega en la cual Lindsay ayuda a Daniel a machetearse en un examen es ejemplar: luego de las mentiras del muchacho frente a un reducido comité de conducta –una actuación para el Oscar absolutamente típica de la adolescencia–, Lindsay entra en un estado de risa histérica incontenible, casi de loquero. Momento sumamente incómodo que dura un par de minutos y que sólo llega a su fin con el fundido a negro del cierre del capítulo. No hay moralejas, no hay equilibrio narrativo, no hay cierre. Sólo los títulos del final y la espera del próximo segmento de 44 exactos minutos.
Sam sufre el bullying de manera cotidiana y constante y lo asume casi como una condición metafísica de su ser. Pero más allá del miedo a ducharse colectivamente luego de la clase de gimnasia o de no saber cómo hablarle o cómo pararse o cómo sonreír o siquiera cómo pestañear frente a la chica que le gusta –miedos comunes y silvestres a los catorce años–, es cuando Lindsey le revienta un huevo en la cabeza en plena recorrida de Halloween, sin saber que se trata de su hermano, cuando todo el dolor del mundo puede adivinarse en su rostro. En ese mismo episodio, su madre, vestida con un ridículo traje de vaquera, ansiosa por entregar sus galletitas caseras a cuanto niño toque el timbre de casa, cae rendida y deprimida ante la evidencia de que el mundo ya no es el mismo, de que la obsesión por la “seguridad” de los niños ha avanzado hacia terrenos antes sagrados. La situación es imposiblemente ridícula, pero Freaks and Geeks huye de la posibilidad del escarnio o la burla; por el contrario, propone y sostiene una empatía que se choca de bruces con el esperpento de la realidad presentada en pantalla. Y gana la batalla, con creces. Ese concepto, tomar puntos de partida reconocibles y utilizarlos como plataforma de lanzamiento para viajar hacia territorios insospechados, puede hacerse extensivo a la misma estructura de la serie. Hay algo (bastante) de sitcom en las escenas cotidianas en lo de los Weir, particularmente durante los desayunos, almuerzos y cenas, con su iluminación directa y sus cortes de montaje que remedan al pase de cámaras en vivo, tan típico de las ficciones televisivas producidas en cadena de montaje. Pero las situaciones y diálogos escapan de los tópicos con los cuales usualmente se los suele vincular. Algunos momentos son cortados de cuajo antes de que tengan un mínimo desarrollo, o el mismo es llevado a situaciones casi surrealistas (el decir o no decir “tenés un cuerpo hermoso”, en el capítulo “I’m With the Band”, es un ejemplo perfecto). Finalmente, como en las series más tradicionales, cada episodio encierra un relato cerrado sobre sí mismo; aunque en el siguiente no se vuelva realmente a fojas cero, varios controles son reseteados casi por completo, de manera que el universo de la serie pueda girar sobre sí mismo indefinidamente: Lindsay puede estar verdaderamente frustrada por su relación con los freaks, pero al siguiente capítulo estará allí, buscándolos en el patio del colegio. Y la serie pudo haber seguido durante varias temporadas más, pero...
...la cancelación llegó antes de lo esperado, aunque los mismos Feig y Apatow confesaron tiempo después que se la veían venir. Tal vez por ello, en los últimos episodios decidieron llevar al límite algunos temas relativamente delicados de poner en pantalla en la televisión de aire de los EE.UU., como el debut de Lindsay con el consumo de marihuana justo, justo antes de tener que cumplir con una changa como niñera. O el descubrimiento de Ken (Rogen), el personaje más afectuosamente desagradable de la saga, puro one-liner disparado para ofender y lastimar, de que una persona muy cercana es dueña de una identidad sexual dudosa. Por esa misma razón, también, los creadores decidieron producir un último episodio que le diera algo parecido a un cierre a esa breve etapa de la vida de los personajes, a sabiendas quizás de que se trataba de una despedida definitiva.
Freaks and Geeks es famosa por la utilización en su banda de sonido de temas e intérpretes muy reconocidos, de The Who a Cheap Trick y de Bowie a Curtis Mayfield, por citar apenas un puñado, y ese también fue un punto de conflicto con la cadena. “Limpiar” los derechos para la utilización de esas canciones era (lo sigue siendo) muy costoso, y una parte sustancial del presupuesto de la serie se iba en ese “capricho” de sus creadores. A la distancia, queda claro que ese elemento distintivo es otra de sus virtudes. ¿O acaso es posible imaginarse los febriles deseos musicales de Nick sin “The Spirit of Radio”, de Rush, sonando en sus auriculares? ¿O repetir en la memoria la escena del descubrimiento sexual teórico de Sam con una banda musical diferente al “Love`s Theme” de Love Unlimited Orchestra? ¿O suponer que hay otro posible fondo para una declaración amorosa que “Love”, la no tan famosa balada de Styx? La otra pregunta, “¿Qué habrá sido de todos ellos?”, puede ser respondida siguiendo una de las lógicas consecuencias de la teoría de autor. Los freaks y geeks de esta serie seminal habitan en otras series y películas, muy en particular en las de Judd Apatow. ¿O acaso el protagonista de Virgen a los 40 no es un geek adulto, con su colección de muñequitos ocupando gran parte del espacio de su libido? ¿Qué es sino un freak grandulón el protagonista masculino de Ligeramente embarazada, aferrado todavía a una adolescencia que hace rato abandonó el nido? Aunque, al fin y al cabo, ¿acaso no somos todos un poco freaks y un poco geeks? Ese sea tal vez el mayor legado de la serie: encarnar en espejo y devolver un reflejo más amable, menos doloroso, más humano de nosotros mismos.
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