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Domingo, 4 de septiembre de 2016

MúSICA > LET’S EAT GRANDMA

LAS VÍRGENES SUICIDAS

Son amigas inseparables desde que tienen 4 años. Juntas construyeron casas en los árboles, ensayaron coreografías de baile y filmaron películas de acción caseras. Pero ahora que dejaron la adolescencia, y con apenas 16 y 17 años, Rosa Walton y Jenny Hollingsworth han llamado la atención con su dúo Let’s Eat Grandma, tan colorido como inquietante, a la manera de las niñitas de El resplandor. Desde Norwich, estas falsas gemelas británicas explican por qué I, Gemini ya es una de las sorpresas del año pop.

 Por Andrea Guzmán

Las chicas cuentan que se hicieron amigas a los 4 años, porque a ambas les gustaban “las cosas extrañas”. Algunas cosas, explican ellas, que sin duda harían sentir incómodos a otros chicos de su edad. Es decir, brujería y esoterismo. Cuentos de hadas y fantasía. Películas de espías. Los misterios del océano. O así lo afirman del otro lado de la línea, desde su casa en Norwich, Inglaterra. Rosa Walton y Jenny Hollingsworth, de 16 y 17 años, ahora son compañeras de departamento. Primero fueron inseparables amigas de infancia, luego cómplices de algunas travesuras como filmar películas de acción caseras, hacer coreografías de baile y construir casas en los árboles. Finalmente, como parte de un dúo pop tan colorido como inquietante, que resulta ser una de las propuestas más inusuales y encantadoras del año y que sin embargo, para ellas, parece ser solo uno más de los proyectos que han tramado durante una larga y activa amistad. Ahora que entraron juntas a su primer año de facultad, y están estudiando música con un poco de desgano (“Amamos la educación, solamente odiamos la escuela”, aclaran), este par de adolescentes prodigio y multi instrumentistas charla atropelladamente y con un acento bastante cerrado mientras insisten prácticamente al unísono: “¡Pero contanos algo más sobre vos!”.

Falsas gemelas, cuasi idénticas, las chicas parecen recién salidas de una escena de El Resplandor, enfundadas en vestidos composé y desgarbo juvenil. Con el lanzamiento de su primer disco I, Gemini, llevan lo que va del año dando dolores de cabeza a una prensa musical que se interesa cada vez más en ellas, pero que aun no decide del todo con quién compararlas o en qué género musical concreto encasillarlas. Tarea que las chicas claramente no están demasiado interesadas en facilitar, calificando lo que hacen simplemente como sludge pop experimental, algo así como pop viscoso o pop sucio. E incluso cuentan que, más que por otros músicos -y mucho menos los que les nombran constantemente como posibles influencias-, se sienten inspiradas por las historietas o los cuentos, o incluso por Harry Potter. De Cocteau Twins a Kate Bush, de The Knife a Bjork o, por supuesto, CocoRosie son algunas de las misceláneas que podrían saltar a una primera oída, aunque ellas no se den por enteradas (no es tan fácil aceptar que existe gente nacida en el año 2000). Con un pop climático e imaginativo, y una composición disparatada que puede ondular en un vals de lo más críptico a un himno pop total, o de un beat súper bailable a una canción de cuna pesadillesca dentro de la misma canción de apenas tres minutos. Con sintetizadores como protagonistas, pero también cuerdas exóticas, voces fantasmales y prácticamente cualquier instrumento que se les ocurra explorar, las chicas juegan con la consigna de indagar y pervertir las reglas del pop. Es su tipo de música favorita, dicen ellas, pero también, o por eso mismo, contra la que más les interesa rebelarse.

Así, con sus números inolvidables en vivo, los rulos salvajes y colorados cubriéndoles completamente la cara hasta la cintura, o jugando con las palmas en medio del escenario para crear una inquietante base de percusión física, llamaron la atención de Trangressive Records, el sello londinense donde comparten hogar con Neon Indian, Alvvays y Foals. Son las más jóvenes del sello y ni se inmutan en decir que, primero que nada, hay que intentar descifrar cuál es cuál. Y, también, descubrir en qué momento es que están hablando en serio o burlándose de uno con algún chiste interno que solo ellas entienden. Como cantar sobre gatos muertos con carita de ternura, por ejemplo. O meter un rap desconcertante y de golpe en medio de una climática canción de sintetizadores y xilofones. Con historias fantásticas, o violentas, o simplemente, sin ningún mensaje oculto, sobre qué sabor de pastel elegir. Al final del día, las chicas son adolescentes y sorprende que hayan empezado a componer este disco cuando tenían apenas 14 años.

Con las clásicas inclemencias de la juventud, como la desazón existencial, las frustración ante la incomprensión de los adultos, o la indecisión entre vainilla o chocolate. “Creemos que la gente se pregunta ¿es esto muy bueno o solo es una mierda?”, dice Rosa. Pero eso solo parece divertirlas más. No se sentían identificadas con la música que escuchaban y que tocaban sus pares, los adolescentes en Norwich, más copados con las guitarras eléctricas y los caminos más tradicionales del indie. Ni tampoco con la docilidad que se espera de las chicas que hacen música: “Piensan que como somos chicas y jóvenes también somos dulces y acústicas. Esperan que nos paremos en el escenario y hagamos un poco de folk, entonces les lanzamos unos buenos sintes”, dice Jenny. O quizás sea Rosa la que habla, difícil saberlo a esta altura.

Las Let’s Eat Grandma –cuyo nombre significa “Comámonos a la abuela”, y aunque parece un desafío espeluznante, sin embargo, es sólo un chiste respecto al correcto uso de las comas y la gramática– grabaron su disco en el estudio Old School. Ubicado en su misma ciudad, parecía el lugar de trabajo soñado para el par: un antiguo bunker antinuclear convertido en un paraíso de la producción analógica. Y ahí mismo, con la paciencia de Hill Twynham, un productor benevolente, se hicieron cargo de absolutamente todos los instrumentos. Sintetizadores, ukeleles y kazoos. Y también cellos, mandolinas, xilófonos y triángulos. “¡Y gritos!”, se apuran a aclarar. Canciones con un imaginario propio y extraño, que capturan el lado más pesadillesco del pop y lo más oscuro de la niñez, bien montado por las adolescentes raras y listas de la clase que, lejos de padecerlo, se apropian de su estilo. El video de su canción “Deep Six Texbook”, su primer corte, donde aparecen vestidas como dos huerfanitas abrazadas y fantasmales rondando a un costado de una playa invernal, podría resumir su estética. “Quería pararme en una mesa y gritar/ pero yo era una niña tan callada”, cantan las chicas. El título lo sacaron del término Deep Six, un antiguo uso náutico que las hacía sentir identificadas en el vertiginoso viaje de crecer. La palabra indica algo que se ha caído por la borda a una distancia que sería imposible o demasiado peligroso salir a recuperar.

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