Domingo, 18 de septiembre de 2016 | Hoy
CINE > EL CINE VITAL E INAGOTABLE DE SHOHEI IMAMURA, RETRATO SUCIO Y APASIONADO DEL JAPóN COTIDIANO.
Por Paula Vazquez Prieto
“Me interesa la relación entre la parte baja del cuerpo humano y la parte baja de la estructura social sobre la que se apoya la realidad de la vida diaria de Japón”. Así definía Shohei Imamura una de las constantes de su cine. Figura clave de la renovación del cine japonés de los tardíos 50, amalgama entre los últimos estertores de una industria herida de muerte por la televisión y el impacto de los modernos cines europeos, Imamura hizo de su personalidad una marca de autor, de sus personajes vitales e irascibles un vendaval incontrolable y del deseo un motor incansable para la resistencia.
Si bien fue discípulo de Yasujiro Ozu y fue a su lado donde aprendió casi todo lo referente a hacer películas, también fue de él de quien se distanció a la hora de definir qué cine quería hacer. Fue su maestro Yuzo Kawashima, en el renovado estudio Nikkatsu de la posguerra, quien le marcó el camino. Como señala Donald Richie en su libro Cine años de cine japonés, tanto Kawashima como Imamura sostuvieron desde sus películas que existían dos Japones. La versión oficial ofrecida por el teatro Noh, por la ceremonia del té, por el cine de mujeres tristemente sumisas y víctimas del patriarcado; versión que fascinaba a la mayoría de los occidentales y que al mismo tiempo era el espejo en el que la sociedad japonesa le gustaba reflejarse. Pero también otro Japón, el real, el que Imamura desnudó en cada una de sus imágenes, el que se resistía a las normas del orden y el decoro. Los hombres y mujeres del cine de Imamura son lo más alejado de esa civilización milenaria construida en años de ceremonias y renunciamientos. Sus personajes laten en su animalidad, son ambiciosos, egoístas y amorales, y es justamente esa vitalidad inagotable la que ofrece el verdadero rostro del Japón oculto entre los velos de la civilidad y las buenas costumbres.
El ciclo que organiza la Sala Leopoldo Lugones, en el marco de sus actividades extramuros y gracias a las copias en 35mm enviadas desde Tokio por The Japan Foundation, presenta ocho películas claves del director japonés, la mayoría inéditas en nuestro país, que celebran el 90 aniversario de su nacimiento como él lo hubiera imaginado. Nacido en Tokio en 1926, en el seno de una familia de clase media, Imamura vivió la devastadora experiencia de la posguerra, la destrucción de Hiroshima y Nagasaki, las turbias aguas del mercado negro y el compromiso político desde los territorios más sumergidos. Su inicio en el cine también fue en el último escalón, y aprendió de todos: de Kawashima –a quien le dedicó un ensayo titulado Mi profesor, en el que afirmaba su espíritu rebelde y contestatario–, de Akira Kurosawa , cuya película El ángel ebrio fue la que más lo conmocionó (“el gángster interpretado por Toshiro Mifune me hacía recordar a la gente que yo me encontraba en el mercado negro”), y la maestría de Ozu en la composición, su disciplina en el rodaje de Historia de Tokio en 1953 y su humor taciturno y algo cruel. Pero el cine de Imamura tomó un rumbo diferente del de sus antecesores en la alicaída industria de mitad de siglo, un rumbo que ya había insinuado en sus tempranas colaboraciones como guionista. “Mis protagonistas son de la vida real”, afirmaba con una convicción que trasladaría luego a sus mujeres regordetas y rebosantes de energía, que luchaban por el lugar que la sociedad les negaba, no con paciencia y sacrificio, sino con fiereza y determinación. Así lo hizo el ama de casa de Intenciones de asesinato (1964), cuando enfrenta la servidumbre del hogar y la violación de un extraño con una fortaleza inimaginable que la impulsa hacia la supervivencia, y también la Tomé de La mujer insecto (1963) que atraviesa la historia japonesa sobreponiéndose a maltratos y servidumbres, a bombas y desamor con la fortaleza que le provee su enérgica sexualidad. El cine de Imamura conmociona para siempre ese mundo sereno de la afable tradición japonesa e instala, en cambio, el caos de la violencia, el incesto y la anormalidad para dar cuerpo a una obra lúcida como pocas.
A la manera de Luis Buñuel, fue a contrapelo de la idealización de los sectores marginales, retratando en imágenes inolvidables los destinos de los sectores olvidados del Japón virtuoso. En su primera etapa, evocadora de la impronta documental de los tiempos neorrealistas pero con el halo fantástico que se vislumbraba en los sueños del autor de Los olvidados, Imamura mostró el Japón que no había sido visto hasta entonces. En una se sus películas más tempranas, Mi segundo hermano (1959), retrata la vida de una familia de mineros, huérfanos de padre y librados a los males modernos del hambre y el desempleo, que subsisten los coletazos de la decadencia de posguerra, la miseria y el abandono sin perder el espíritu aguerrido. El hermano del título, visto desde los ojos de su hermana menor –y narradora– se revuelve contra la opresión sin nunca agachar la cabeza, viajando a Tokio a buscar trabajo, atravesando el campo en la noche, enfrentando a sus compañeros de clase que lo burlan por ser pobre. Imamura ofrece una mirada siempre atenta a las contradicciones que ofrecen sus criaturas, que no ocultan su animalidad sino que hacen de esa cercanía con el mundo natural la llave de su libertad.
A medida que avanza su obra, no solo se acumulan títulos de películas que recuerdan su preferencia por el animal que todos llevamos dentro (Cerdos y acorazados, La mujer insecto), por sentimientos y deseos que a menudo se consideran inconfesables (Intenciones de asesinato, La venganza es mía), sino que el sexo se hace cada vez más brutal, la ambición más desmedida, las relaciones más mediadas por el dinero y el interés, y las voluntades más inquebrantables. Así como la protagonista La mujer insecto sigue resistiendo hasta el final como las hormigas del principio, y los huérfanos de Mi segundo hermano van de casa en casa intentando llegar a la vida adulta antes de perecer en el intento, Imamura define su estilo desde el caos y el desorden original hacia la progresiva tensión y el cataclismo final. “Si mis películas son desordenadas, es probablemente porque no me gusta un cine demasiado perfecto”. La realidad en el cine de Imamura nunca es un reflejo de lo visible, sino que va adquiriendo la consistencia de la creación a medida que avanza su diseño. Sus películas tienen imágenes viscerales, plenas de brutalidad y emoción, que retratan la furia de quienes se resisten a su desaparición, que acumulan violencia en encuadres ceñidos y llenos de acción. Los finales explosivos, los ambientes de pesadilla, los congelados imprevisibles, los trenes humeantes, todos son recuerdos imborrables de un cineasta que hizo de su obra la desenfrenada celebración de una incorrección que el cine japonés no se había permitido hasta su fulgurante aparición.
El ciclo La ley del deseo comienza este martes en el Centro Cultural San Martín, Sarmiento 1551. Se exhiben Mi segundo hermano, Cerdos y acorazados (1961), La mujer insecto, Intenciones de asesinato, El profundo deseo de los dioses (1968), La venganza es mía (1979), Eijanaika (1981) y Lluvia negra (1989). Mas información en complejoteatral.gob.ar
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina | Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux.