Domingo, 30 de mayo de 2004 | Hoy
ARTE
A primera vista, la obra de Karin Schneider parece hecha para sacrificar las vacas sagradas de la arquitectura modernista y postmodernista en el altar de la cultura de masas y mostrar cómo esos restos terminan sus días convertidos en objetos de cuarta categoría. Pero debajo asoma una aguda disección de aquel utópico proyecto urbanístico de principio de siglo que intentó transformar las ciudades en algo mejor y acabó hundido en todo eso de lo que intentaba escapar.
I
Más de cincuenta años después algo quedó claro:
la utopía está siempre en otro lugar. Tal vez porque su poder
resida forzosamente en su condición de posibilidad más que en
su concreción. Además, la palabra utopía encierra desde
el vamos connotación negativa en el sentido que las cosas se vuelven
utópicas en el momento en que dejamos de tener fe en un paraíso
alcanzable. La utopía se vuelve lo mejor que nos podría pasar,
pero visto desde un mundo caído.
La lógica de Schneider -.que vive desde hace años en la jungla
de asfalto neoyorquina– es precisa: toma monumentos cumbres de la arquitectura
modernista y posmodernista, los recrea en maquetas a escala y los transforma
en muebles y artefactos electrodomésticos. Y así, realiza su lectura
personal y delirante de qué se hizo de todos esos sueños que la
arquitectura del siglo XX presintió tan cerca. Mirá cómo
empezaron y a dónde terminaron.
Entonces la casa de vidrio de Philip Johnson (que dicho sea de paso fue un ladrón
de guante blanco descarado que robó alevosamente de Van der Rohe y no
le tembló el pulso) se vuelve una miniheladera de Coca-Colas. El público
toma y repone su bebida convirtiendo a las latitas en módulo, en medida
de todas las cosas: la Coca-Cola como el paradigma de una cultura de masas que
absorbe y repone productos con endiablada autosuficiencia y de paso un cachetazo
a este Johnson que mucho modernismo pero terminó construyendo ese inefable
edificio de la AT&T con frontón Chippendale quehoy es sede de la
Sony. Después, a nuestros pies, la Suschindler House: un homenaje a Rudolph
Schindler que llegó a los Estados Unidos años antes que los ideólogos
del modernismo y libre de dogmatismos construyó su King’s Road
House. Una casa abierta, de grandes vistas, ahora convertida por la brasileña
en una mesita para comer sushi con cactus y palitos y su hincapié en
la forma banal en que Occidente incorporó la influencia japonesa. Además,
la casa es hoy propiedad del gobierno austríaco, que cobra entradas carísimas
a quienes desean visitarla, destino que la ha terminado de vaciar del espíritu
de Schindler y convertido en un museo puro cascarón. Y su lógica
inversa: el Museo Guggenheim de Frank Lloyd Wright, esa nave espiralada aterrizada
sobre Manhattan que se vuelve inodoro en una crítica al autocolonialismo
patético con que la muestra Brasil 500 años embaló la diversidad
y riqueza de un país dentro de un container y la mandó, con moño
y todo, para el deleite estadounidense. Después, la Villa Planchart de
Gio Ponti en Caracas transformada, en brazos de una modelo, en caja de bombones,
cigarrillos y habanos, una representación de las pretensiones de una
burguesía latinoamericana que se siente espléndida pavoneándose
con sus Gauloises. Y la terminal de T.W.A. en el aeropuerto Ildewild (hoy Kennedy)
de Eero Saarinen como sombrero-visor, simulador de vuelo, antiparras antiterroristas.
Vacas sagradas de la arquitectura que en manos de Schneider terminan sus días
como objetos de cuarta categoría. De lo más alto cayeron las aspiraciones
artísticas en picada y correrse porque a su paso barrieron con todo.
II
Lewis Mumford solía decir que no valía la pena mirar un mapa del
mundo que no incluyera a Utopía. Una ciudad utópica imaginaba
su éxito en la configuración de un espacio colectivo y Platón,
Tommaso Campanella, Robert Owen, por nombrar algunos que se han desvelado con
el tema, promovieron este tipo de sociedad comunal. Y sin embargo, cuando Piero
della Francesca imaginó su Ciudad Ideal con templo circular, ésta
se hallaba curiosamente vacía. Después Fourier dividió
a la gente en 810 tipos de personalidades combinando lo que el consideraba 12
pasiones esenciales. Una comunidad fourierista debía contener un hombre
y una mujer de cada tipo: 1620 personas caminando por ahí en uniformes
que designaban su tipo, interactuando en un estado de constante estímulo
sexual. Porque la utopía siempre supone un deseo de algún tipo.
Y las casas de Schneider son esos paraísos terrenales, objetos del deseo,
que una vez materializados se autodestruyen en segundos. Por eso la artista
nos invita a participar: a probarnos la terminal de aviones como sombrero, a
comer sobre la casa sushi, a refrigerar nuestras latitas de Coca-Cola, y así
intentar reactivar estos espacios muertos y de paso, crear una comunidad postutópica
a pequeña escala.
“El mercado no está detrás de nada, más bien está
dentro de todo”, escribió Victor Burgin en 1978. Como si el modernismo
hubiera existido como un pelotón de avanzada que buscó áreas
impolutas, manipuladas deficientemente, para que más tarde la industria
cultural arrasara con todo. Lo que recuerda que Baudrillard describió
el centro Pompidou como una máquina centrípeta y diabólica
que chupaba la cultura hacia el vacío de un supermercado para el arte.
Algo así pasó con el modernismo arquitectónico y sus teorías
para la vivienda obrera que sin previo aviso un buen día pasaron a ser
el nec plus ultra de lo burgués: el edificio contiguo a la galería
de arte, el museo que alberga la colección del empresario, la casa de
fin de semana del magnate, la nueva sede de IBM. Arquitecturas que sirven para
todo menos como hogar de la clase trabajadora. Y a nadie se le contrajo ni un
solo músculo de la cara.
III
La primera vez que expone en una galería de arte: el periplo de Schneider
hasta ahora había evitado las galerías como quien evita a unmalo
conocido. Pensó en Argentina para hacer su presentación en sociedad
comercial creyendo ver en este país tambaleante que nunca termina de
insertarse en el mercado internacional un espacio más espontáneo,
menos consolidado dentro de los engranajes de aquella maquinaria llamada “arte
contemporáneo”.
La necesidad de encontrar canales periféricos de distribución
del arte, un off off-Broadway donde los objetos puedan circular menos infectados,
preocupa a la artista. También la idea de extorsión como mecanismo
fundacional del mercado del arte (obsesionada, un día ató de pies
y manos al norteamericano Dan Graham y lo amenazó con una rata pequeña
y blancuzca hasta que éste, a grito pelado, aceptó firmar un cheque
para solventar un proyecto artístico) y la necesidad de desaprender,
no en el sentido de Le Corbusier que quería tirar toda Europa abajo y
reconstruirla de cero, sino en un sentido que se aleja de las ínfulas
de poder autoritario para recomponer los saberes de una manera imprevisible
(hace tres años convocó a artistas argentinos para registrar sus
efectos creativos bajo el efecto de marihuana, cocaína, LSD, etc.).
El efecto Bilbao, el “hazlo y ellos vendrán”, no sólo
describió a escala pública el fenómeno de economías
regionales que de la noche a la mañana reflotan gracias a tremendo museo
(y a una euforia de globo al que se lo ha inflado un poco demasiado) sino también
al cambio de visión: museos que ya no se reconocen por la colección
que albergan sino por quién los hizo, espacios donde el contenedor no
sólo es más importante sino que también define el contenido:
y de ahí la importancia del formato como un vehículo de producción
de significados. Schneider trabaja a partir de estas ideas y nos vuelve conscientes
de cómo ese maldito objeto “galería” nos atrapa o
dicho de otra manera, cómo somos presas de lo que Robert Smithson llamó
“confinamiento cultural”. La claustrofobia de esos espacios aparentemente
neutrales –como cuartos de hospital– que nos obligan a reformatear
nuestra cabeza cada vez que ingresamos. Los cubos blancos que encierran las
maquetas de Schneider o la luz roja que inunda la sala son sus llamados de atención.
La utopía arquitectónica se imaginó como el instrumento
de un cambio social: cambiemos las condiciones físicas de una ciudad
y la haremos un lugar mejor. Fue un proyecto político que condenó
a la ciudad industrial como un espacio enfermo, caótico y de injusticia
social y que buscó definir una estructura urbana racional, que el nuevo
mundo pudiera integrar armónicamente. Pero la utopía inevitablemente
tendió hacia la distopía. Lo que empezó como el jardín
del Edén terminó en colonialismo. La tabula rasa se convirtió
en paraíso para la explotación. Ya lo había dicho Dorothy
en El Mago de Oz, después de soñar con grandes cielos azules y
lugares más allá del arco iris: no hay como volver a casa, aunque
la nuestra tenga techo a dos aguas y molduras como merengue de torta.
Hasta el 26 de junio
Dabbah-Torrejón Arte Contemporáneo
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