EL CATADOR CATADO
Los amantes del crimen imperfecto
La idea sonaba arriesgada: filmar la remake de El quinteto de la muerte, aquella cumbre del humor inglés dirigida por el escocés Alexander Mackendrick y protagonizada por Alec Guinness. Pero en manos de los hermanos Coen –grandes y expertos filmadores de pequeños e ineptos delincuentes–, el proyecto parecía posible y hasta tentador. Por eso nuestro héroe se adentró en la sala con la guardia baja y fuera de servicio. Y salió con el alma por el piso para confesar, envuelto en tristeza, que los Coen han perdido la brújula.
POR RODRIGO FRESAN
O, mejor dicho, los adoradores del crimen inapelablemente tarado. Porque ése es, sin duda alguna, la motivación recurrente y la ley inquebrantable en todas y cada una de las películas de los Coen: el delito o la trampa padecido u orquestada por soberanos imbéciles que se creen infalibles para, casi enseguida, descubrirse ineptos cum laude. Piénsenlo, recuerden: los amantes infieles de Simplemente sangre, los ex presidiarios ladrones de bebés en Educando a Arizona, los gangsters románticos de De paseo a la muerte, el viajante y asesino serial de la habitación de al lado torturando al escritor bloqueado en Barton Fink, el magnate corrupto que atormenta al buenazo de El gran salto, la casi avasalladora proliferación de tontos peligrosos en Fargo, los freaks ahumados y alucinatorios de El gran Lebowski extraviados en una trama muy por encima del alcance de sus coeficientes intelectuales, los odiséicos truhanes cantarines de ¿Dónde estás, hermano?, el peluquero casi zombi y existencialista de El hombre que nunca estuvo, y los abogados amorales y amorosos de El amor cuesta caro. Sólo así puede comprenderse y justificarse –apenas, con lo justo, sin pensarlo demasiado– esta caprichosa deconstrucción del perfecto clásico británico The Ladykillers (El quinteto de la muerte), filmado por el escocés Alexander Mackendrick, en 1955, en los legendarios y venerables Ealing Studios de Londres: ese casi galpón del que surgieron perfectas y puntuales y tan inglesas social–comedies en las que hombres de indestructibles trajes blancos corrían por las calles del West End mientras una familia de ocho herederos –todos con la misma cara y el mismo actor– era prolijamente eliminada de maneras tan intrincadas como desopilantes.
Y –créase o no– en todas y cada una de las entrevistas que ha dado Tom Hanks para promocionar la versión 2004 de The Ladykillers, el actor norteamericano repite una y otra vez que nunca vio la versión original y que seguramente, de haberla visto, jamás hubiera consentido en participar de esta remake.
Y lo bien que hubiera hecho.
IMPOSTORES
Los Coen, claro, no tienen tan buena coartada. Joel y Ethan Coen –quienes, misteriosamente, por primera vez firman aquí los dos como directores y productores además de guionistas, dejando de lado el simbólico reparto de actividades de costumbre– decidieron hacerse cargo de algo que no se les había ocurrido a ellos. Porque este The Ladykillers era en principio un proyecto de la Disney y de Barry Sonnenfeld, director de fotografía de las tres primeras películas de los Coen y responsable de las franquicias Los locos Addams y Hombres de negro. (La filiación Disney es el porqué de que, por lo menos en España, The Ladykillers venga condimentada con el vomitivo cortometraje frustrado por entonces pero ahora realizado de aquel proyecto de Dalí & Walt.) Y la pregunta sin respuesta es por qué –luego de la muy ligera El amor cuesta caro y siendo de público conocimiento que les sobran proyectos en carpeta, entre ellos el film de guerra “casi mudo” To The White Sea y Old Barton Fink, donde se cuenta lo que fue y en lo que se convirtió el sufrido escritor durante los años sesenta– estos dos se pusieron a toquetear una obra maestra para llenarla de dedos. Tal vez se haya tratado de la infantil tentación de tocar lo intocable, lo perfecto, lo definitivo, la invaluable pieza de museo.
Y la historia de la joya aparece claramente recapitulada en Lethal Innocence: The Cinema of Alexander Mackendrick de Peter Kemp. Allí se cuenta que el guionista William Rose tuvo uno de esos sueños. Uno de esos sueños con algo de lotería triunfante. Rose vio la película completa con los ojos cerrados. Vio la historia de cinco ladrones torpes haciéndose pasar por quinteto de cuerdas mientras preparan el asalto perfecto y acaban siendo doblegados por una anciana invulnerable. Y hasta vio el casting ideal que incluiría a Peter Sellers (un Alec Guinness proletario) y a Alec Guinness (un Peter Sellers aristocrático). Y no olvidemos a Herbert Lom. Recuerden: esa estética postvictoriana y decadente, la ejecución in aeternum del enervante Minuet de Boccherini, los dientes de Guinness, y un Londres que ya no era imperial y que no había accedido aún a la redención pop del té de las cinco de la tarde endulzado con ácido lisérgico.
CRIMEN Y CASTIGO Y MáS CASTIGO
¿Qué hacen los Coen con todo eso? Mucho y nada. Trasladan la acción junto al Mississippi. Convierten al Profesor Marcus de Guinness en el Profesor Dorr de Hanks (un típico granuja sureño y afrancesado poseído por el espectro perdedor de Edgar Allan Poe). Proponen una banda muy coenizada, sí, pero sin gracia: un jugador de fútbol americano opa, un japonés con bigote hitleriano, un pseudo explorador de bigote manubrio, un rapper que no para de decir “mothafucka”. La delicada ancianita británica Mrs. Wilberforce muta aquí a la contundente y negra Marva Munson: una viuda adicta a los spirituals y escandalizada por “esa música hippity-hop”; punta que los Coen –en esta película por momentos casi racista en su retrato de los negros– no aprovechan porque, sí, respetan el hipnótico Minuet de Boccherini cuando podrían haber explotado el costado minstrel-show y convertir a estos supuestos músicos de cámara en falsos practicantes del gospel.
El tren que se lleva a los muertos es aquí un barco basurero. Y el loro es suplantado por un gato. Y algún otro cambio que no cambia sino que empeora. Todo con poco gracia, con subjetivas gratuitas, con chistes tontos y anticuados (ay, ese retrato que va cambiando de expresión a lo largo de la película) y con, sí, un soundtrack de spirituals recopilado por T-Bone Burnett que va a vender muchísimo.
Duele escribirlo; pero aquí y ahora, los Coen –responsables de por lo menos tres obras maestras como De paseo a la muerte, Barton Fink y Fargo– nos dan gato por loro. Y, de acuerdo, el cine de los Coen siempre tuvo un poderoso rasgo derivativo: Welles, Hammett, Polanski, Cain, Homero, Capra y los dibujos animados del Pájaro Loco. Pero esto no es un homenaje: es un ultraje. Y, si se lo piensa un poco, Woody Allen lo hizo mucho mejor a la hora de su propia comedia-de-robo en Ladrones de medio pelo, donde la pantalla del quinteto de cuerdas era reemplazada por la de los fabricantes de galletitas.
Y tiene su gracia ir a ver esta película en España, al día siguiente de la gran boda real, y con todos los medios despellejando viva a la flamante Lady Le: la acusan de impostora, de haber querido ser demasiado profesional, de haberse escondido o haber sido traicionada por una tara profesional que la mostró “profesional” y “fría” y “como dando la noticia de su propia boda”; y, horror de horrores, de no haber llorado y besado “como Dios manda” al príncipe en el balcón para el pueblo consumidor de estos panes y de estos circos. Y ocurre que, con ciertas cosas, no se jode: la democracia será el menos imperfecto de los sistemas políticos, pero la monarquía da mucho mejor en televisión. Y no se aceptan bruscos cambios de guión y, mucho menos, la “modernización” de los eternamente eficaces gestos y actitudes.
El mismo desconcierto y la misma indignación me producen a mí esta nueva e innecesaria, irrespetuosa y desabrida encarnación de The Ladykillers.
Veredicto final: estos hermanos de Minneapolis, a la Torre de Londres. Los que no vieron la versión de Mackendrick –quien fue mucho más respetuoso e igualmente genial a la hora de filmar su versión de “lo americano” en Sweet Smell of Success (1957), donde nos convence de que el infierno queda en Broadway y Satanás tiene el rostro de un cronista de chimentos con el rostro de Burt Lancaster– a verla ya, ya mismo, a correr a los videoclubes. (Y se hace imposible evitar un escalofrío al pensar que la razón de ser de todas estas remakes americanas de clásicos extranjeros es la de invadir primero su país y luego el mundo con clones que suplanten al original en las biografías de los jóvenes que sonreirán con la falsificación en lugar de reírse con el original.)
Y todos nosotros de rodillas y rezando porque a Eddie Murphy no, por favor, nunca se le ocurra revisitar Los ocho sentenciados cualquier día de éstos.