LOS 12 FALSARIOS DE LA LITERATURA
Cenizas del Paraíso
Capítulo 5 Estaba a punto de hacerse rico con una antología de salmos bíblicos. Pero una guerra de traducciones torció su vida y lo convirtió en un obsesivo resentido dedicado a una tarea tan titánica como inútil: desprestigiar a Milton y su Paraíso Perdido. Como todos sabemos, William Lauder fracasó.
POR ARIEL MAGNUS
Difícil decidir dónde comienza la historia del escocés William Lauder, el falsario más desgraciado de la historia de la literatura. De joven fue golpeado en la rodilla por una pelotita de golf, accidente que le costó una pierna y lo obligó a sufrir la interpolación de una pata de palo; ése, dicen los biógrafos psicologistas a falta de fecha de nacimiento, marca el principio de su lamentable carrera. Pero tratándose de un hombre de letras, sería más atinado ubicar esta aurora con la publicación de su Poetarum Scotorum (1739), compilado que algún crítico calificó como “la última publicación seria de poesía escocesa en latín”. Por aquella época, los salmos bíblicos eran de lectura obligatoria en los colegios. La antología albergaba la traducción de los mismos realizada por Arthur Johnston, a quien Lauder quería imponer en desmedro de la ya canonizada de Buchanan. Haciéndose eco de sus razones, la Asamblea General de Escocia recomendó los salmos de Johnston en todas las escuelas de gramática. El seguro rédito económico que Lauder podía esperar de este repentino padrinazgo se vio sin embargo entorpecido por la furiosa reacción de los seguidores de Buchanan; en menos de lo que se canta un salmo, el mundillo intelectual escocés se vio dividido entre johnstonianos y buchanianos. Durante esta guerra gramatical, Lauder le dirige una carta a Alexander Pope con la esperanza de que el renombrado traductor de Homero, al inclinarse por Johnston, la dirimiese en su favor. Pero Pope, ebrio de poesía, se despachó con una ininteligible sátira en verso acerca de la estupidez contemporánea: Sostenido por dos desiguales muletas Benson vino/ El nombre de Milton en ésta, el de Johnston en aquélla. Si Lauder (que había prologado al mencionado William Benson) leyó en “muletas” una alusión (de muy mal gusto) a su mermada persona, es algo que cabe sospechar. Feroz, oblicuo, el resentimiento de Lauder no se dirigió a Pope sino a Milton, muerto hacía medio siglo y ya considerado el Homero de Inglaterra. Decidido a invertir toda su erudición en destruir la figura del divinizado poeta, Lauder partió hacia Londres.
El ladrón de ladrillos
En la capital, Lauder fue presentado al Dr. Johnson, el literato más reputado de su tiempo, a través del cual accedió a las páginas de la Gentleman’s Magazine, otra autoridad en materia de letras. Allí, en una serie de artículos publicados entre 1747 y 1748, Lauder fue desplegando su audaz tesis en contra del Paraíso Perdido, obra venerada por entonces como un himno nacional. Según su tesis, blasfema como pocas en la historia de la literatura, el libro de Milton era un plagio. Lauder no se limitaba a demostrar las semejanzas estructurales entre el poema mayor y otros menores que trataban la misma temática (la caída del hombre al comienzo de su historia), sino que denunciaba el robo puntual de varios trozos a autores desconocidos. Cartas a favor y en contra encendieron la controversia; poco tiempo bastó para que Lauder fuera centro de una nueva guerra gramatical. Para saciar la creciente curiosidad del público por aquellos inconseguibles autores plagiados por Milton, Lauder propuso traducir algunos al inglés, a fin de demostrar que Milton “demolió otros edificios para embellecer el suyo propio”. El proyecto, con todo, no pasó de esta etapa de planeamiento, reemplazado muy pronto por el opus magnum de Lauder.
Nuestro héroe dio a luz su capital Ensayo sobre el uso y la imitación de los modernos por parte de Milton en su Paraíso Perdido (1749). El libro repite las denuncias ya publicadas en la Magazine y agrega otras, a cual más estremecedora. Aprovechando el escándalo, Lauder propuso publicar cuatro volúmenes con las obras de los 26 autores (antes eran 18) plagiados por Milton. Pero la mentira, como propone el saber popular, y aunque en este caso sea de bastante mal gusto decirlo, tuvo patas cortas.
El azote El agente del bien fue John Douglas, más tarde conocido como “el azote de los impostores”, aunque también de él se malicia que no hizo más que reproducir descubrimientos ajenos. En un panfleto publicado en 1750, Douglas demostró que los versos miltonianos encontrados por Lauder en oscuros autores del siglo XVI y XVII eran en verdad interpolaciones perpetradas por el mismo Lauder. Para ello se había valido, no de sus habilidades como versificador latino, lo que al menos le hubiese conferido cierta elegancia a su fechoría, sino de una traducción al latín del Paraíso Perdido. De los pretendidos latrocinios de Milton la única víctima había sido Milton, a través de uno de sus traductores.
Por esto, por aquello,
por lo otro
¿Por qué hizo Lauder lo que hizo? La razón más convincente dice que era un fanático jacobino luchando por la restauración; las más divertidas son las que dio él mismo. Dijo que su tesis era correcta pero que se vio obligado a cometer algunas interpolaciones para hacerla más espectacular; dijo que la culpa era de Johnson, quien lo había instigado a presentar todo el Ensayo como una mentira; dijo que los editores eliminaron un prólogo en el que todo quedaba explicado; dijo, al fin, que cometió la felonía con el solo objeto de que fuera descubierta.
La lógica de Lauder sería la siguiente: si yo me valgo de textos fraguados para denostar a un autor, cualquiera que denosta a un autor se está valiendo de textos fraguados. En un libro siguiente, la nómina de los autores supuestamente plagiados por Milton asciende a 97; la trascendencia de semejante acusación, demás esta decirlo, fue nula. Arrancado de las dichosas sendas de los hombres, Lauder abraza el exilio: exhausto, exánime, desolado, caído.
El fin de la historia lo atrapa en Barbados, donde quiso fundar una Escuela de Gramática pero fracasó, y donde tuvo una hija de la que abusaba. “Llevaba el infierno dentro de sí –se lee en el Paraíso Perdido- y a su alrededor, y cambiando de lugar no podía huir de este infierno ni un paso más que de su propio ser”. Murió en 1771, miserablemente.