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Domingo, 25 de julio de 2004

Castillo de hielo

Por Matías Capelli

Tres amigos se mueven a los tumbos. Les habían dicho que era como con la bicicleta, que nunca se olvidaba. Pero uno se agarra de la baranda, mientras sus pies siguen de largo y se arrastra, tal vez recordando aquellos años en los que cruzaba la pista veloz, bajo la mirada atenta de su madre. Ahora, por pudor, prefiere reírse de su torpeza y la de sus amigos en vez de gritar “¡Ma, mirame!”, como hacía quince años atrás. A su lado, haciendo alarde de su habilidad sobre el hielo, dos expertos patinan de espaldas, dibujando complicadas figuras imaginarias con las cuchillas de sus patines fluorescentes.
Es sábado 4 a. m. y el contraste no podría ser mayor. La escena, con distintos protagonistas, se repite cada fin de semana en My Way, una de las pocas pistas de patinaje sobre hielo que aún sobrevive en Buenos Aires. Pero no siempre fue así. Todo aquel que haya sido padre o hijo a fines de los ochenta recordará que en casi cada barrio había al menos uno de esos enormes freezers llenos de niños con camperas multicolores dando vueltas. Y el hielo. Mucho hielo que, podríamos decir, abusando de la imagen obvia, terminó derritiéndose para formar parte hoy del nostálgico panteón de los entretenimientos olvidados, junto con las canchas de paddle y los peloteros, entre otros (tantos otros) emprendimientos tan frenéticos como fugaces que caracterizan a la ciudad. “El ‘88 fue el año del boom”, explica la encargada del local. Se llama Marilina y hasta su nombre parece fechado dos décadas atrás. “Después, continúa, se mantuvo por algunos años, pero el nivel de actividad empezó a disminuir.” Además de tener que hacer frente al fin de la era del hielo, en My Way (que ya lleva más de dieciséis años en actividad) padecieron durante mucho tiempo la obra del viaducto Carranza, ahí donde ahora Cabildo se hunde debajo de las vías de la ex línea Mitre para resurgir llamándose Santa Fe. Como para la mayoría de los negocios de la zona, la obra interminable fue un golpe casi mortal. Frente a esta situación, adoptaron varias estrategias de supervivencia que dieron resultado. A los clásicos cumpleaños infantiles, agregaron almuerzos para ejecutivos en un salón comedor estilo retro de la serie Beverly Hills y una propuesta atractiva: abrir la pista los viernes hasta las 3 de la mañana y los sábados hasta las 5, creando el after hours del patinaje sobre hielo. Después de medianoche, desaparece la multitud de niños y el cambio de panorama es radical. Por un lado, fanáticos fervorosos del deporte: chicas de patinaje artístico, chicos de hockey sobre hielo y aspirantes a actores de espectáculos “on ice”. Por otro lado, decenas de nostálgicos que decidieron romper por una noche la típica rutina de salidas de fin de semana y darle un gusto al niño interior. Y si no se tuvo esa infancia, ver de qué se trata. Porque no es sólo patinar un rato, una hora es suficiente para el patinador furtivo; es, sobre todo, revivir la sensación del frío en los cachetes, los dedos irremediablemente congelados después de la segunda caída, poder explayarse despreocupado en la torpeza propia con porrazos que calan hasta los huesos cada vez que las rodillas tocan la superficie congelada. Y la baranda salvadora, desde donde se puede mirar con envidia el movimiento cadencioso y preciso de aquellos que nunca perdieron el hábito.

My Way está en Av. Cabildo 20. Abre de lunes a jueves de 10 a 24, los viernes de 10 a 3 y los sábados de 10 a 5. El precio por hora es de $ 7 y tiempo libre por $ 9. Tel. 4773-0236, www.myway-online.com.ar

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