RESCATES
El Río de la Plata según Copi
En agosto de 1984, ya consagrado en París como escritor, dramaturgo y humorista gráfico, Copi planea una novela, Río de la Plata, en la que reinventa desde su largo exilio una Argentina imaginaria, improbable y seguramente desopilante. La novela nunca apareció. Quedó este prólogo bello y sentimental, suerte de boceto autobiográfico que Radar publica por primera vez “en argentino”.
Por Copi
Me expreso a veces en mi lengua materna, la argentina, a menudo en mi lengua amante, la francesa. Para escribir este libro, mi imaginación vacila entre mi madre y mi amante. Cualquiera sea la lengua que elija, la imaginación me viene de esa parte de la memoria que es blanda y particularmente sensible a las flechas que se esconden en las frases anónimas. Viajero y voyeur, mi expresión adopta la forma de escenas fugaces: el amor bajo un farol o la muerte fatal; nutrido de la sensibilidad del Río de la Plata, de ella conservo la exigüidad de los decorados; los viajes me han enseñado que poca ropa bien surtida hace a la seguridad y al crédito del exiliado. ¿Exiliado? Esa palabra salió sola de mi lapicera, seguida de un signo de interrogación. Si alguna vez tuviera que decir cualquier cosa sobre el exilio, me cuidaría muy bien de escribirlo en primera persona. Y aunque es cierto que desde 1969 he tenido miedo de poner un pie en la Argentina, ya no es el caso. Estamos en agosto de 1984, el doctor Alfonsín es el presidente constitucional de la actual república, puedo volver a Buenos Aires cuando quiera. Pero aparte de mi madre, que me visita a menudo en París, me quedan tan pocos amigos. Viví en Buenos Aires de 1955 a 1962, entre los 15 y los 22 años; en mí, el recuerdo de esa ciudad ha quedado estrechamente ligado al de mi padre, muerto allá hace tres años. Tengo miedo de sentir una nostalgia demasiado dolorosa, demasiado argentina, que me arruinaría la estadía. Creo haber ahogado todos mis tangos en las arenas movedizas del olvido durante los quince años en que fui bastante mal visto en los medios intelectuales, por un lado por culpa de una obra de teatro representada en París en 1969, en la que la prensa argentina creyó apropiado y útil leer un insulto a la memoria de la señora Eva Perón, mal visto, por otra parte, por el poder de aquel momento, como todos mis hermanos, dos de los cuales viven hoy en París y otro en México. Mis libros (me entero por los diarios) tienen autorización para venderse en las librerías de Buenos Aires, para gran alegría de mi editor español.
Pasé casi toda mi infancia en Uruguay, vine a París por primera vez en 1952, a los doce años. Hice primer año en el Cours Chauvot, en la calle Louis David. Mi padre, aunque argentino, era el cónsul uruguayo en Reims. Era un título honorífico que el presidente colorado de aquella época, Don Luis Battle Berres, concedía a los exiliados políticos de las dictaduras militares latinoamericanas. ¡Cuánto menos numerosos eran los exiliados de aquel entonces! Maravillados por la cultura, los exiliados se volvían pintores o escritores, era una manera de cantarle al país que los medios cultivados del mundo entero suelen preferir a los modales de los terroristas. O incluso a los buenos modales del exiliado “de guantes blancos”, el que fue perseguido en su país sólo por pertenecer a una profesión liberal y que no sueña más que con volver a la Argentina. No se mezcla con la gente del país donde reside, y es tan simpático a los ojos de los españoles como una lady inglesa. Aquéllos, a partir de la democracia, están empezando a volver poco a poco; temen encontrarse allá con una situación económica catastrófica, pero sin el terror del pasado. Se ha dado vuelta una página, me digo, pero mi trabajo consiste principalmente en dar vuelta páginas, no será la primera ni la última página que se dé vuelta ante mis ojos. Por una vez, yo no soy el que las da vuelta sino la Historia.
El Argentino, cuya Historia es contemporánea de la novela, se complace recortándola en capítulos precisos de títulos redundantes como Eva Perón, las Madres de los desaparecidos, la Guerra de las Malvinas, que siempre les deparan un lugar respetable en los periódicos del mundo entero. El desapego y la ironía con los que pienso en el Río de la Plata, que después de todo es mi cuna, son recientes. Fue durante mis años de prohibido cuando más escribí en argentino, y siempre grandes dramas. La persecución de mis hermanos, la muerte violenta de alguna gente cercana a mi familia,habían hecho que me imaginara el Río de la Plata como un purgatorio del que todavía hoy siento la vaga culpa de haber escapado. Sin un rasguño, salvo los del alma. Me pregunto cuál habría sido mi vida allá si el azar no hubiese hecho que a los veintidós años, mientras pasaba mis vacaciones en París, mi padre no hubiese pedido asilo a la embajada de Uruguay en Argentina, perseguido por ya no sé qué régimen. Encontró un buen pretexto para cortarme los víveres. Era el verano de 1963, me puse a vender bocetos en el Pont des Arts, no lejos de lo del editor Jean-Jacques Pauvert, por donde pasé un día a mostrarle mis dibujos a Jean-Pierre Castelnau. Castelnau llamó por teléfono a Serge Lafaurie, que bocetaba el diseño del Nouvel Observateur. Me quedé allí diez años, dibujando una mujer sentada por semana.
París me recibió bien, al mismo tiempo mis obras de teatro se representaban. Mi padre se alegró mucho de haberme obligado a hacer algo para ganarme la vida en el extranjero. Su ilusión de ayudarme a emprender a su imagen una carrera política en Argentina (eso para lo cual me habían concebido) había fracasado al primer intento, como sucedió también con mis dos hermanos. La suerte quedó echada cuando nació mi hermano menor Juan Carlos: el día mismo en que llegó de la clínica en brazos de mi madre, la policía invadió la casa y mi padre logró huir. Yo tenía seis años. Mi madre, mis dos hermanitos y yo nos exiliamos en Montevideo pocos días antes del 17 de octubre de 1945, fecha de la Revolución Peronista, cuya violencia se desató en parte contra el diario radical de mi familia, Crítica. Mi padre se nos unió unos diez días más tarde, después de haber cruzado el Río de la Plata tendido en el fondo de un barco de contrabandistas. Durante el viaje había cambiado varias veces de pasaporte. Tenía un bigote falso que guardaba en el bolsillito del saco y que se ponía según el personaje que quisiera componer ante los oficiales de aduana, que conocían bien su fotografía. Estaba contento de haberse quedado durante la aventura con una corbata que le había regalado mi madre. Lo vi más distendido que nunca, casi triunfal.
Mi padre, que tenía la costumbre del exilio, lo consideraba como el período de la vida en que los hombres se abren a la libertad. Pero mi madre y nosotros, aun cuando comprendíamos que habíamos escapado de la muerte o de algo parecido, sabíamos también que una vida –la que hubiéramos vivido en Argentina– se nos escaparía para siempre. He experimentado con frecuencia esa sensación, a veces de manera dolorosa y en circunstancias muy distintas, como la que se siente en el escenario de un teatro en el momento de los aplausos. La partida de un barco es triste para el que se queda en el muelle; para el que se va es un poco la muerte, como dice el refrán. Mis padres, bien apoyados por la inteligencia uruguaya, compraron en Montevideo una casa de dos pisos con techo de caña al lado del Hotel Carrasco, frente al mar. Nos pasábamos seis meses por año corriendo entre las olas con una familia de perros. Para compensar la educación más bien campesina que nos daban las mucamas uruguayas, nuestros padres nos estimulaban a practicar oficios artísticos. En casa había una biblioteca importante, un taller de pintura y escultura, un horno para cerámica. La plata para mis gastos dependía de mis proezas literarias, aunque yo prefería el dibujo humorístico, que mi padre aborrecía. Un soneto bien pulido me deparó una bicicleta a los diez años, antes de que mi hermano Jorge descubriera que había plagiado dos versos de García Lorca. Mientras mi madre esculpía marcos de espejos en arcilla y mi padre pintaba al óleo con espátula, yo escribía laboriosas obras de teatro inspiradas en Eugene O’Neill (a quien mi padre veneraba) y mi hermano Juan Carlos, rodeado de nuestros perros, dibujaba recostado en la larga vereda que había frente a la casa. Eran días de una tranquilidad extraordinaria, se oía el ruido de las olas. En casa jamás se escuchaba música. Los discos eran raros, llegaban de Brasil combados después de un viaje de dos milkilómetros. La radio argentina, donde no pasaban más que música folclórica del norte, la única de la que disfrutaba el general Perón, estaba prohibida. En la biblioteca jamás entró una novela argentina, nuestros ojos estaban clavados en los escritores europeos y norteamericanos. Nos dábamos cuenta de que el peronismo no terminaría de la noche a la mañana, así que nuestras posibilidades de volver a Argentina se volvían quiméricas. Con la seguridad de nuestro consulado uruguayo en Reims, emigramos a Montparnasse a principios de los años ‘50. París era, o eso creíamos, la capital artística de la época. Mi padre, que firmaba sus cuadros Taborda (era el apellido de su madre), tuvo un relativo éxito. Hizo dos exposiciones y uno de sus retratos fue comprado por el Museo de Arte Moderno de París... Yo ya adoraba París, pero el placer duró poco. Demasiado nostálgico, mi padre decidió un buen día dejar de lado su carrera de pintor y volver al Río de la Plata para hacer la revolución contra Perón con toda la familia.
Después de haber usado jeans negros y camisas a cuadros compradas en el negocio “A la toile d’avion” de Champs Elysées, me encontré a los quince años transportando armas con mi padre en el río Uruguay, que en una buena parte de su recorrido forma la frontera entre Argentina y Brasil. De ese año en que me tocó asistir a varios hechos políticos de mi padre no diré nada que pueda comprometer a los que aún están vivos, y menos todavía a los muertos. Con el triunfo de nuestra Revolución Libertadora, en 1955, volvimos a instalarnos en Buenos Aires. Mis padres se separaron enseguida. Mi madre, atea e hija de anarquistas, se hizo militante católica con los Peregrinos de Emaús. Mi padre fundó un semanario político de tendencia radical que apoyó al doctor Frondizi en las elecciones presidenciales de 1957. Mis dos hermanos, más jóvenes que yo, fueron enviados a estudiar con los Jesuitas. A los dieciséis años, me descubrí libre de unos y de otros en la inmensa ciudad de Buenos Aires. Como había aprendido algunas finezas de parisino, me dediqué mucho a las aventuras sentimentales y al voyeurismo social. La represión era (¿sigue siendo?) similar para los machos y los putos, y más fuerte incluso para las mujeres. La prostitución, aunque erradicada de las costumbres, está sin embargo prohibida, y a veces severamente castigada. El sexo cobra las mil formas de la imaginación y de la astucia. Todo el tiempo hay levante, las calles están tan pobladas de noche como de día, los medios de transporte van repletos y son muy propicios para los toqueteos. Las vibraciones de esos pequeños ómnibus pintados de todos colores que se llaman colectivos estremecen las nalgas de todo el mundo, y se diría que han sido inventados para excitar a la gente. Todo el mundo conoce las escasas salas de cine en cuyos palcos no se hace el amor: son las cinematecas. Si la pornografía nunca pudo penetrar es porque está en todas partes.
Cada familia es un templo erigido en honor de la diosa familia. El poder de turno no hace más que perpetuar ese exilio. Hay dos exilios, el interior y el exterior. El tercero es la muerte. Y además de la muerte hay también dos enemigos: el interior y el exterior. Cuando se habla de enemigo interior no se sabe si se trata del diablo que te posee, de un opositor político o de una lombriz solitaria. El enemigo exterior es mucho más temible porque nunca se lo ha visto. Es raro ver a un imperialista en el Río de la Plata, donde los rubios son descendientes de gringos; en cuanto a los rubios de los países del Este, ni siquiera se ven en las películas. Las rubias francesas y suecas nos gustan gracias al cine; no nos gusta la rubia norteamericana, demasiado corpulenta, demasiado vulgar. El político del Río de la Plata se vale de todos sus atributos viriles para llevar a buen puerto sus campañas: gomina, poncho, bigote bien tupido y una panza que se deja adivinar, como un pecho de mujer cuya punta fuera el ombligo, cuando desborda un poco el cinturón. Le gusta aparecer en público chupando un cigarro, un mate o un whisky. En política, la mujer debe conformarse con un atuendo más sajón y llevar en la mano la cartera,los anteojos o las anotaciones. Marioneta eterna, canta en alabanza de su amo. En Argentina se considera que toda mujer comparte las opiniones de su marido o más bien las exalta, nunca que tiene su propia opinión. Las virtudes que se le reconocen a la mujer política son la arrogancia y la temeridad del macho, nunca la inteligencia. La sensibilidad sólo es un atributo de las madres, y depende de la cantidad de hijos desaparecidos que tengan. Todo ser vivo debe probar incesantemente que no es un hijo de puta en los dos sentidos: interior y exterior. El tercero es la muerte. ¡Beata Argentina! Esta novela no tiene nada de autobiográfico, pero es en las ondas del Río de la Plata donde mi imaginación se dispone a navegar, en el período que va de 1950 y 1960 después de Cristo, casi cinco siglos después de que lo descubriera el navegante portugués Magallanes, de cuyo diario me vienen a la memoria algunas frases que escribió el día mismo en que abandonó el golfo de..., en el Atlántico Sur, para internarse en las suaves curvas del río de los mil reflejos: “Siguiendo los hemisferios veo la luna de una cara y de la otra, pero siempre rodando en la misma dirección. Para seguir su trayectoria sobre el mar sería preciso que las tierras dejaran de existir”.