FOTOGRAFíA
Cortina rasgada
Durante los dos últimos años, Tony Valdez se ha dedicado a espiar, cámara al cuello, entre bambalinas de los teatros Colón y San Martín. El resultado es Entretelones, una muestra que pone la lente donde nadie, ni arriba ni abajo del escenario, está poniendo el ojo.
Por Diego Fischerman
Atila juega al ajedrez. “... ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza...”, escribía Borges. Es un juego, en este caso, dentro de un juego, dentro de un juego. El cantante que remeda guerras y señores y barbaries, en escena, y que, fuera de ella, representa otra lucha, otra fantasía, otras distancias. Verdi, alguna vez, se apropió de sonidos; intentó, más bien, apropiarse, a través de ellos, de lo que estaba más allá de los sonidos. Atila, como Violeta o Rigoletto, fueron sus instrumentos. Sus formas de intentar hablar de aquella parte del mundo de la que las palabras no podían hablar.
Como el pintor frente a ese árbol inclinado sobre el río; como el pintor ante una locomotora sumergida en vapor; como el pintor, el artista mira, se asombra, sabe que hay algo que no puede poseer en aquello que mira; que hay algo más allá de la mirada, e intenta, por supuesto, poseerlo. Y la fotografía, el arte más cercano al objeto, aparentemente el más realista, precisamente por eso no hace otra cosa que mostrar al sujeto. Si en la pintura, si en la música, el propio lenguaje parece estar hecho de rasgos personales –la armonía, la orquestación, la pincelada–, si allí el propio objeto ya es parte del sujeto, en la fotografía, donde el objeto está tan presente, no hay otra que cosa que mirada y recorte. No hay otra cosa que sujeto.
Si la ópera de Verdi es una visión de un fragmento del universo, la fotografía de esa ópera o, mejor, de un momento que forma parte de ella sin estar en ella –ese intervalo en que Atila juega al ajedrez– duplica el artificio. Si la fotografía pone en escena la mirada del fotógrafo, estas miradas sobre miradas son, además, miradas de espía. Intentan encontrar el significado de la magia justo antes o justo después de la magia, y mostrarla en un lenguaje que ya no es el de esa magia. Si hubo un sortilegio en ese salto en el aire, en ese torbellino que cortó el aliento, o en esa nota imposible, aquí aparece en las piernas estirándose sobre una escalera, en la máscara puesta a destiempo, en el maquillaje absurdo, en las caras de aburrimiento o de espera. El arte de estas fotografías es el de encontrar el Big Bang en el segundo anterior a la explosión de la materia. El arte de mostrar aquello que el arte –esa imperfecta manera de mostrar lo que no puede mostrarse– jamás mostraría.
En tiempos de reality shows, de cámaras ocultas, de privacidades devenidas públicas, estas fotos sacadas en el Teatro Colón y en el San Martín evitan, como un credo, el momento de la función o el lugar del espectador frente al escenario. Una o ambas de las dos variables que constituyen el espectáculo aparecen subvertidas. Si el momento es el de la función, la mirada estará situada donde el público nunca podría estar. Si la mirada es la del público, nunca estará posada, de manera frontal, en el escenario. Esos desplazamientos despojan de ciertos significados y confieren otros. De la misma manera en que un beso, descripto desde afuera de la pasión como “dos peces chocándose de frente”, cobra el sentido de un gesto diferente –visto como por primera vez–, estas máscaras, los disfraces, los ejercicios musculares, fuera de las escenas que les dan significado, se llenan de otros contenidos. No se trata sólo de lo que el espía deja ver. Se trata, sobre todo, de una pregunta. Se trata de espiar en las razones del espía. De inquirir en qué es lo que el espía quería que fuera mirado. O, como en la prestidigitación y en las viejas novelas policiales de John Dickson Carr, qué es lo que quería ocultar cada vez que revelaba algo que, supuestamente, no debía ser sabido.