El tío TOM
Hizo de estudiante con acné, de niño-grande, de aspirante a actor cómico, de enfermo de sida, de viudo romántico, de náufrago, de padre con secretos, de policía tenaz... Clásico total, Tom Hanks puede ser todo para todos. ¿Por qué no iba a hacer de inmigrante balcánico varado en el aeropuerto Kennedy de Nueva York?
Por Rodrigo Fresán
La última vez que vimos a Tom Hanks fue en El quinteto de la muerte –una impertinente y torpe remake del clásico de los Ealing Studios, una pésima película de los hermanos Coen–, y lo cierto es que la experiencia fue por lo menos inquietante. Allí Hanks regresaba a la comedia –el territorio en el que comenzó y en el que lo hizo con gracia y talento, más allá de que aquéllos no fueran grandes films–, y allí se asistía a una extraña situación: Hanks no era gracioso. Porque Hanks parecía estar abordando los gags como si descendiera desde las alturas para rebajarse y diluirse, como uno de esos grandes actores –Olivier, por ejemplo– que prueban por una vez qué es eso de decir chistes y hablar raro para ver lo que se siente. En El quinteto de la muerte Hanks era, sí, un comediante menos preocupado por las risas y más preocupado porque el público nunca olvidara que había ganado dos Oscar, esos premios que los comediantes jamás reciben. Y si no me creen, pregúntenle a Bill Murray qué piensa del asunto.
UNO Lo que no impide que Tom Hanks (California, 1956) ya sea un clásico en tiempos donde abundan las falsificaciones. ¿Cómo saber si un actor ha accedido a semejante categoría? Fácil: un actor se convierte en clásico cuando se convierte en un género en sí mismo y su nombre se las arregla para eclipsar a todos los otros nombres. De ahí que haya películas “de Cary Grant”, películas “de Bette Davis”, etc. Yo me di cuenta casi enseguida: cuando en el mismo año –1984– vi Despedida de soltero y vi Splash y vi la remake de El hombre del zapato rojo (nunca vi la original francesa) sólo porque ahí actuaba Hanks, que me había parecido muy divertido y, al mismo tiempo, dotado de una sutileza especial. Hanks estuvo todavía mejor en Nada en común (una tragicomedia de padre-hijo de 1986).
1988 fue, para los que aún no habían reparado en él, el año en que Hanks se convirtió en un nombre reconocible. Dos actuaciones diametralmente opuestas pero portentosas: el hombre-niño de Quisiera ser grande (que le valió su primera candidatura al Oscar y que, ay, es culpable de ese subgénero de films donde los grandes se vuelven chicos y los chicos se vuelven grandes); y, sobre todo –si me lo preguntan, su más grande actuación hasta la fecha–, el casi psicótico y frágil aspirante a standup comedian de La última carcajada. Recordar ese instante en que Steven Gold (Hanks) pierde los papeles al ser rechazado por Sally Field y sale a la tormenta y se pone a cantar una desgarrada versión de “Singing in the Rain”.
Después –como ocurrió con Peter Sellers– hubo más películas tontas, aunque a veces redimidas por su inteligencia. Alguna rareza (SOS Vecinos al ataque y Joe contra el volcán), algún mega-fracaso (La hoguera de las vanidades), algún gran éxito (Sintonía de amor), la inevitable película deportiva (Un equipo muy especial), y en 1993 Hanks decide hacer lo que hay que hacer si se quiere ganar una estatuilla dorada: enfermarse. El abogado con sida de Filadelfia (1993) le permite agradecer a la Academia y a un maestro gay de su adolescencia (lo que generó la idea para la comedia Es o se hace con Kevin Kline), y al año siguiente vuelve a agradecer a la Academia con su interpretación del idiota aforístico de Forrest Gump. Es entonces cuando le ponen la etiqueta; porque el uno-dos de emotivo monólogo en los tribunales sumado a la inocencia sabia de alguien que podría ser el mejor amigo de quien ve conejos gigantes invisibles sólo puede significar una cosa: Hanks es el nuevo James Stewart. El primer dramático/gracioso en muchos, muchos años. Un buen tipo que –si se ejerce cierta presión– presenta grietas y claroscuros. Y además –como Stewart-, Hanks también tiene una voz rara, reconocible, única.
dos Y Tom Hanks es un patriota: ese nombre tan inequívocamente made in USA y –detalle interesante– ese lejano pero probado vínculo de sangre con Abraham Lincoln. Y también, claro, esa definitiva preocupación por la mitología de lo american: la voz del cowboy Woody en las Toy Story; el cariño que puso al actuar, escribir –guión y canción– y dirigir ese entrañable e inteligente artefacto pop que es Eso que tú haces; el astronauta jovial pero responsable de Apolo 13; el magnate sensible, convencido de que El padrino es el libro más sabio de la Historia, de Tienes un e-mail (otra vez junto a Meg Ryan, una posible Tom Hanks femenina a la que todavía le falta Oscar, pero que ya recibirá un guión con un personaje enfermo de esclerosis múltiple o de Alzheimer precoz); y no olvidar que Hanks fue el primer candidato a interpretar el protagónico de Jerry Maguire.
Y, por supuesto, ahí está el capitán John Miller, tembloroso pero firme maestro de escuela en Normandía y alrededores en Rescatando al soldado Ryan. James Stewart hubiera estado muy orgulloso: las asociaciones de veteranos lo cubrieron de medallas, y el hecho de que ésta sea la película favorita de George W. Bush no es culpa de Hanks. Ni de Spielberg, director con el que enseguida produce la miniserie y pseudo-secuela Band of Brothers. Después de Ryan, poco importa lo que haga Hanks: su sitio está asegurado. Apenas inquieta que no haya protagonizado The Truman Show, film inequívocamente hanksiano del que La Terminal es una suerte de gemelo diferente. Y el hecho de que suba y baje de peso con el patrocinio de Federal Express en Náufrago, o que haga “de malo” en Camino a la perdición, de policía con problemas para mear en Milagros inesperados y de obseso en Atrápame si puedes, que aparezca en versión digitalizada y animada en la próxima The Polar Express o –seguramente– vuelva a ser nominado a un Oscar por su interpretación de padre canallita pero querible en The Risk Pool (basada en la formidable novela de Richard Russo)... Nada de eso importa demasiado. En el 2002 Hanks fue distinguido con el Life Achievement Award; fue el actor más joven que haya merecido el galardón. Y nada impide pensar que en un par de décadas le den uno de esos Oscar geriátricos y finales por los servicios prestados. Es lo que sucede con los clásicos: lo difícil es llegar, lo fácil es quedarse.
TRES Dicho esto –habiendo afirmado que Tom Hanks es un gran actor, en el sentido más poderoso e inquietante del término– podemos pensar y preguntarnos otras cosas. Si el aura de clásico que rodea y barniza a Hanks, por ejemplo, no tendrá que ver también con esa facilidad de –como en los años más dorados de Hollywood– hacer siempre de sí mismo y de su cara, tan reconocible, tan imposible de confundir. ¿Variaciones desprendiéndose de una misma aria? ¿Aquello que ejecutaban, en un lombrosiano Hollywood construido a base de rostros, Cagney, Gable y Tracy y Bogart y Wayne y, sí, Stewart, que de tanto en tanto sacudían con disonancias más del guión que de sus rostros y cuerpos? ¿No habrá sido por eso que el “querible” Hanks era el único candidato posible, el único a quien el “gran público” podía aceptar en el rol por entonces risqué de Filadelfia?
En su muy subjetivo pero siempre iluminador The New Biographical Dictionary of Film, el malvado pero inteligente Dave Thompson dice y escribe: “Hanks es ese tipo de actor que, más que interpretar, parece estar presidiendo y pasando revista al desfile de las películas que marchan frente a él. Seamos sinceros: más allá de poner su voz a las dos partes de Toy Story: ¿qué otros desafíos ha enfrentado como actor?” Semejante interrogante propone, a su vez, una nueva pregunta: ¿no será que, como sus antepasados en el oficio, Hanks –hijo de matrimonio disfuncional, protagonista de una infancia movida que lo obligaba a cambiar de casa como de camisa, fan de Elvis Presley y de la serie Viaje alas estrellas– ya era un buen personaje al que sólo le quedó convertirse en actor para así poder actuarlo y actuarse y triunfar y ser feliz? Quién sabe.
En lo que a mí respecta, sólo espero que un día de estos vuelva a ser el orgulloso y desacomplejado buen comediante que alguna vez fue.