Internet: Nace una estrella
Por Federico Kukso
Nadie la vio venir. Ni Philip K. Dick, que estaba perdido en su mundo de telépatas y precognitores (Ubik, 1969), ni Arthur C. Clarke, absorto por la fama que arrastraba desde la publicación de 2001: Odisea del espacio (1960), que nueve años después estallaría en las salas de cine. Por eso la sorpresiva irrupción de Internet causa tan profunda congoja entre los eufóricos profetas tecnológicos de ayer y hoy. Al fin y al cabo, los artilugios que deberían abarrotar el telón de fondo son coches voladores, tostadoras atómicas, comida en píldoras y androides-mucamas. No Internet. Pero la cosa es así. Internet está, existe y, según se especula, existirá muchos años más, recordando una y otra vez el poder de irrupción de aquellos inventos colosales que silenciosamente –sin alharaca ni agentes de prensa– aparecen un día y, así, de una, transforman el mundo. En el caso de la descomunal red de redes de computadoras, ese día fue el 2 de septiembre de 1969. Desde entonces, nada fue igual.
EN EL PRINCIPIO
La historia empieza así: el jueves 4 de octubre de 1957, cuando Neil McElroy, secretario de Defensa de Eisenhower, recibió una de esas noticias que ningún norteamericano de entonces quería recibir: por primera vez en la historia, los rusos acababan de poner en órbita un satélite artificial, el Sputnik 1 (algo así como una baliza de 70 kg). El soberbio anhelo de supremacía espacial norteamericana se cortaba antes de cuajar, y la opinión pública clamaba venganza. Así que las autoridades norteamericanas reordenaron sus fichas y lanzaron una agresiva campaña militar que llevaba como estandarte la creación de ARPA (la Agencia de Proyectos Avanzados de Investigación) y la fundación de la NASA.
La versión popular que hizo correr la revista Time cuenta que el mayor éxito de la organización castrense fue Arpanet, la primera red mundial de computadoras (que luego se transformaría en Internet), y que por ende todo el mundo debería venerar el ingenio militar norteamericano, capaz de concebir un sistema de comunicaciones en forma de rizoma y apto para sobrevivir a una hecatombe nuclear. Lamentablemente (para el ego militar norteamericano) no fue tan así: en verdad, la idea salió de las cabezas de un grupejo de ingenieros de la Universidad de California, que conjuraron su enfermizo fanatismo informático con una visión descentralizada y no lineal del mundo. ARPA sólo ponía el combustible, o sea, los billetes.
A fines de los ‘60, todo daba para intentar por primera vez una especie de “apretón de manos” entre dos computadoras: el hippismo, la onda de “paz y amor”, la resaca de Woodstock, las melodías de Space Oddity (David Bowie) o In the Year 2525 (Zager & Evans), y sobre todo, el aturdimiento colectivo provocado por la llegada del hombre a la Luna el 20 de julio de 1969.
Y la fecha llegó: el 2 de septiembre de 1969, Stephen Crocker y Vinton Cerf presenciaron cómo el profesor Len Kleinrock conectaba con cinco metros de cable gris dos computadoras jurásicas (Sigma 7, el primer nodo de Internet, e IMP, Internet Message Processor) y cómo de una a otra fluían silenciosamente los primeros paquetes de señales. No hubo grandes discursos ni frases históricas. Y fuera de la intimidad del laboratorio de Kleinrock, nadie se dio por enterado.
HABLEMOS CLARO
Casi dos meses después, el 20 de octubre, las computadoras dialogaron por primera vez: entre las universidades de Los Angeles y Standford, separadas por 200 kilómetros de distancia, circuló una palabra (logwin, de log –conexión– y win –victoria–). O casi: porque al llegar a la “g”, el servidor de Los Angeles se colgó. Daba igual: la comunicación entre máquinas era posible. Arpanet había despegado.
De ahí en más, los adelantos y cambios se acumularon en tropel: Arpanet mudó varias veces de nombre (Ethernet, Csnet y, por fin, Internet); en1971 nació el correo electrónico (y la ARROBA se volvió famosa); en 1983 se estableció una lingua franca (el protocolo TCP/IP) y finalmente, en 1990, vio la luz la World Wide Web, obra del inglés Tim Berners Lee. Los cuatro nodos que había a fines de 1969 se convirtieron en 2 millones de servidores en 1993, en 16 millones en 1997 y en unos 80 millones en el 2002, de los que se conectan alrededor de 600 millones de internautas noche y día.
Hoy, la megamáquina creada por Kleinrock & Cía. –emblema técnico moderno que exalta la velocidad, la distancia, la inmediatez, y quizá sea una nueva Babel– se difunde como un ensamblaje de poderosas metáforas primero y como chiche electrónico después. No deja de ser curiosa la facilidad con la que prenden entre los usuarios aquellas díscolas palabras usadas para codearse con lo virtual: “red”, “autopista de la información” (apelación al movimiento, circulación, tráfico, embotellamientos), “navegar” (aventura y misterio), “mercado” (vidriera, ostentación), o las más cotidianas “entrar a un buscador”, “bajar una canción al escritorio”, “conectarse con un servidor”, “comprar dominios”; por no decir los “virus” (veneno en latín) que corren por sus venas y arterias al fin visibles gracias al proyecto “Opte” (plan de mapear la distribución de acceso a Internet en los distintos lugares del mundo).
Como sucedió primero con la radio y luego con la televisión, ya la realidad no pudo seguir corriendo al margen del candor informático. Eso no quiere decir, por supuesto, que Internet, en sus 35 años de vida –o desde hace poco más de una década, cuando la red finalmente fue “blanqueada”–, haya cambiado por igual a todo el mundo (si es que debía hacerlo). Kleinrock, por ejemplo, no patentó el invento y se perdió la oportunidad de figurar anualmente en la lista Fortune 500 de ricachones y compañías de punta. Y ahora, para colmo, su ex colega Vinton Cerf le quiere arrebatar la poca gloria cosechada y trasladar el acta de nacimiento “internética” al 20 de octubre: “Lo hecho el 2 de septiembre de 1969 no constituye un nacimiento; no había nadie conectado –rezongó Cerf–. Es como si uno tuviera teléfono, pero nadie con quien comunicarse”. A Kleinrock no le importa. Al fin y al cabo, había visto el Aleph.