FENóMENOS - KICK BOXING EN HOTELES 5 ESTRELLAS Y CON PERFUME FRANCéS
Retroceder, nunca Rendirse, jamás
Más salvaje que el karate, más brutal que el box, el kick boxing empieza a pegar fuerte en Buenos Aires. La práctica popularizada por Chuck Norris y Jean-Claude Van Damme tiene un campeón mundial argentino, Jorge Cali, y peleas a muerte que enfervorizan a miles de mujeres de clase alta en escenarios de lujo como el Hotel Hilton.
Por Paloma Fabrykant
“Nunca me gustó la joda, ni la noche, ni el alcohol. Siempre me gustó laburar, desde guachito. Vendía alfajores en los trenes. Los pibes de la villa me respetaban porque yo no tomaba drogas ni me metía en quilombos pero pegaba duro. Y las mamás de ellos les decían: ¿Por qué no sos trabajador como Fosforito?”
Mirando los 85 fibrosos kilos de Jorge “Acero” Cali, campeón del mundo de kick boxing, es difícil imaginarlo respondiendo al mote de “Fosforito”. Hace falta escucharlo un rato, dejarlo relajarse y observarlo mejor para distinguir, debajo de tanta hipertrofia muscular, al muchacho flaquito, de hombros angostos, que apenas supera el metro setenta y calza 38 pero carga una cabezota enorme, desmedida para su cuerpo adolescente. Y por absurdo que parezca, insiste en que va a ser campeón del mundo. Y de los pesados.
Algo huele raro alrededor del ring. Un aroma ajeno, chocante, lo invade todo. Las primeras peleas de la noche ya comenzaron, pero el aire tiene otra densidad: la atmósfera habitual, mezcla de sudor encerrado y testosterona liberada, está cortada con ese perfume extraño, artificial. Perfume francés. Y del caro.
Arriba del ring los hombres saltan, transpiran y se golpean como era de esperar. Pero abajo, los que vitorean desde las dos mil sillas colocadas para la ocasión no son los aficionados de siempre. Porque esto no es un club de barrio, ni una federación, ni siquiera el Luna Park. Esto es el Hotel Hilton, pleno Puerto Madero, y lo que está pasando es un fenómeno inédito: nunca una pelea de kick boxing había convocado tal cantidad de público, menos de clase alta y mucho menos mayoritariamente femenino. Acero Cali va a defender su título ante el Tigre Rosiuk, y las chicas se han producido en grande. Los escotes generosos, los tacos aguja y el brillo de las alhajas distraen la atención de muchos durante las peleas de semifondo.
“El público es otro porque el espectáculo es otro”, explicará Cali después. “Esto no es box. Ver patadas a la cabeza es más lindo que ver trompadas, y las mujeres se enfervorizan más. Ellas quieren ver gladiadores sobre el ring.”
Desde su aparición, en 1963, este deporte ha reclutado más mujeres que el box en todo un siglo. Y no sólo como espectadoras. Los gimnasios de todo el país programan cada vez más clases mixtas. Las disciplinas de contacto ya no son privativas del sexo “fuerte”: la imagen de la mujer ruda está pesando tanto que hasta los avisos de champú muestran a jovencitas sexies de largos cabellos pegándole duro a la bolsa.
Terminó el turno de los ligeros y los medianos. Todo está listo para la gran pelea de la noche. La música suena con todo y las luces intermitentes preparan al público para el gran momento. Una lluvia de papel picado cae sobre el ring mientras una pantalla gigante escribe en letras doradas la palabra kick boxing. La proyección encadena con una transmisión –en directo para Fox– del victorioso arribo en helicóptero del campeón, seguido del proverbial cruce de ferocidades entre los contendientes. El Tigre promete noquear a Acero, Acero promete noquear al Tigre.
Pero campeón y retador no están en estricta igualdad de condiciones. La organización, la publicidad y la prensa del evento corren por cuenta de Megaboxing, una empresa de Jorge Cali. Y el reglamento, las pautas y los jueces que rigen el combate obedecen a la PKA, una organización que preside... Jorge Cali.
Cali nació en 1971 en Ciudadela, muy cerca de Fuerte Apache, y pasó los primeros años de vida en el hospital donde nació porque su madre no podía hacerse cargo de él. A la edad en que algunos chicos empiezan a leer, otros a trabajar y otros a aspirar solventes, Fosforito Cali se puso a aprender tae kwon do. Al poco tiempo destacó entre sus compañeros y se convirtió en el discípulo mimado del maestro Chang Jong Hee. Pronto la sutileza oriental dejó de satisfacerlo. Quería desplegar toda la potencia de sus golpes, y las ganas de pelear hasta el KO fueron más fuertes que todas las enseñanzas impartidas por el coreano. Así que se apartó de las artes marciales para dedicarse a un deporte que recién nacía: el full contact.
A muchos les pasaba lo mismo: querían probar sus técnicas con definiciones claras, liberarse de la puntuación y la miopía de los árbitros. Los atraían el choque y el ring. La solución: el kick boxing, donde confluyen las patadas más efectivas de karate, tae kwon do, kung fu, muay thay o sipalky, con los puñetazos certeros y las reglas despiadadas del boxeo. Se pelea con guantes y por puntos; los rounds son largos y los nocauts frecuentes. Esa letal combinación de brazos y piernas es la que hizo famoso a Chuck Norris, cuyo karate full contact deslumbró a Hollywood, sembró curiosidad en miles de espectadores de todo el mundo y abrió el camino para sucesores como Benny “The Jet” Urquídez, Don “The Dragon” Wilson y Jean Claude Van Damme.
“Esto es un deporte y tiene reglas; no es pura violencia. Para mí, la práctica es un hábito, una constante meditación. Que después, en vez de agarrar una raqueta y pegarle a una pelota, me ponga los guantes y le pegue a otro tipo es una circunstancia del reglamento. Y decime qué tenista no tuvo alguna vez ganas de pegarle un raquetazo a otro.”
Cali se consagró campeón de kick boxing en 1999 y fundó su propia asociación, donde hoy se forman nuevos deportistas. El Tigre Rosiuk, en cambio, no es un artista marcial: comenzó como boxeador y aprendió a patear más tarde, lo que lo ubica en una categoría filosófica y materialmente distinta.
“Los deportistas que hacen kick boxing no son personas sin recursos como los boxeadores”, comenta Cali. “Todos pasaron por las artes marciales y llegaron acá porque querían más, ¿entendés? El boxeador pelea para ganarse el pan. En cambio el kick boxista pelea por...
¿Por amor al arte?
–Por el honor. Un artista marcial siempre pelea por el honor.
Esta noche, en el Hilton, los luchadores prometieron espectáculo y el público está dispuesto a exigirlo. Acero y el Tigre están frente a frente; los hombres gritan, las mujeres se paran sobre sus sillas. La señorita de los carteles se desliza entre las cuerdas ostentando el número uno y el árbitro da inicio al primer episodio. Los contendientes se miran fijo y se miden. Ninguno quiere quemar sus armas: saben que el combate es a ocho rounds y tienen que guardar energía. Saben también que el ambiente está caldeado: si la pelea se define en los primeros minutos, toda la gente decente que pagó 25 pesos para ver un show de media hora se sentirá en legítimo derecho de cruzar las cuerdas y abalanzarse sobre el aguafiestas que tuvo el descaro de ganar tan rápido.
El segundo round también pasa sin pena ni gloria. La tregua pactada llega a su fin recién en el tercero, cuando los dos hombres emprenden el proceso de mutua destrucción. Acero –taekwondista– conecta varias patadas sobre el cuerpo de su rival, que las soporta de pie, evidentemente mareado. El Tigre –boxeador– prefiere pegar, pero el reglamento lo obliga a usar las piernas y ésa es su condena: intenta entrar con una patada circular pero su técnica es pobre y deja la cabeza adelante, al alcance de los puños de Acero. Impacto. La trompada hace caer al piso al Tigre y saltar sobre sustacos a toda la tribuna. “¡Levantate, cagón!”, grita una voz aguda. El Tigre se levanta, tambaleándose. El resto del round es para Acero. Su contrincante apenas logra mantenerse erguido, borracho sobre la lona mojada, hasta que lo salva la campana.
El cuarto y el quinto round suman puntos para el campeón. El retador está cada vez más shockeado. Cali, que ya se siente ganador, evita presionar demasiado: renguea un poco del pie derecho y sobre el séptimo asalto empieza a bajar la guardia. El Tigre ve su oportunidad, despierta de su embotamiento y dispara sus puños con agónico furor. Sorprendido por un jab en plena cara, el campeón cae estrepitosamente sobre la lona. El público enmudece, expectante. Acero se para. Se lo ve mal: ha logrado levantarse por reflejo, pero está en estado de knock out vertical. El retador no tendría problemas en rematarlo si él mismo no estuviera en condiciones parecidas.
El octavo round es lastimoso. Los dos hombres están fuera de combate y se mueven como sonámbulos. Como se sabrá después, las patadas de Acero han fracturado seis costillas del Tigre, y un codo del Tigre ha roto el tobillo de Acero. El retador tira manos sin ver, sabiendo que el tiempo se agota. El campeón esquiva con lo justo y cobra más de lo esperado. Sólo quiere una cosa: oír el sonido de la campana. Están quebrados, sucios de sudor y saliva, sangre y vaselina. A las chicas del público, en cambio, apenas se les corrió el maquillaje. Por una noche se dejaron llevar por la euforia y no quieren que el encuentro termine. Se incorporan en sus sillas y, gritando como camioneros picados de histeria, piden más.
“Cuando recibo ese zapallazo a la mandíbula, en el séptimo”, dirá Cali más tarde, “empiezo a ver estrellas y triangulitos. Pierdo la noción de tiempo y espacio, mi conciencia se va a la estratosfera”.
Quizás, a fin de cuentas, lo que buscaba Fosforito era lo mismo que los demás pibes de Fuerte Apache. Algo que pegue. Que pegue bien, que te haga ver estrellitas y te vuele la conciencia.
El campeón ha ganado por puntos, ajustadamente. El reglamento le proporcionó la ayuda que necesitaba: no hay que olvidar que, además de competidor, Jorge Cali es productor de su propia empresa y maneja su imagen con una precisión quirúrgica. Mayor, incluso, que la que exhiben sus puños. Le sale al cruce Juan Ramón Corrales, campeón nacional según la Federación Argentina de Kick Boxing: “Cali no sabe boxear, no sabe patear, no es campeón de nada. No está reconocido por ninguna entidad. Para competir por un título mundial, primero hay que ser campeón argentino, después sudamericano... Él tiene marketing, nada más. Es un Martín Karadagian”.
Según Claudio Badenas, director de la Escuela Superior de Full Contact y Kick Boxing Argentina, “las asociaciones son como la quinta de cada uno. Como el deporte no está regulado legalmente, cualquiera puede decir que es campeón. En la pelea del Hilton fue lastimosa la falta de técnica. Eran dos tipos pegándose como podían. Una cosa horrible.
¿Y cómo sería una cosa linda?
–Poder distinguir los movimientos bien ejecutados, que muestran que una persona practicó y se sacrificó mucho. La potencia sale de la técnica, no de la fuerza bruta.
Técnica o brutalidad. Honor o dinero. Sacrificio o marketing. Belleza o espanto. ¿Quién es el campeón y quién el farsante? ¿Hasta dónde llega el arte y dónde empieza el morbo? ¿Quiénes están peor, los de arriba del ring o los de abajo? Tantas preguntas dejan mareado, como Acero en el Hilton. Así que mejor preguntarle a él, que ya está recuperado:
Jorge, ¿qué es lo importante?
–Para mí, primero está Dios y después mi familia. Yo siempre quise ser un líder. Siempre quise ser el mejor. Sabía que iba a llegar y elegí el camino del esfuerzo. Lo que no te mata te hace más duro, ¿viste? Así que yo empecé siendo aluminio, después chapa, después hierro, y ahora soy acero. Soy así. Si en vez de ser deportista hubiera sido barrendero, me gustaría que mi cuadra fuera la más limpia.
El campeón habla sin vacilar, apuntando con sus ojos directo a los míos. La mirada de un luchador se entrena tanto como sus brazos o sus piernas. Pero hay en sus ojos algo más que lo que se gana en el gimnasio: un dejo de candor infantil, una chispa de sinceridad e inocencia que delata, bajo la armadura de músculos, al chico abandonado, flaquito y cabezón que quería ser bueno, muy bueno, el mejor del mundo.
Y cuando eras chiquito, muy chiquito, ¿qué te imaginabas?
–De guachito quería ser un superhéroe. Spiderman, que era el Hombre Araña, o Superman, que era el Hombre de Acero. Y como vi que no tenía los aparatitos para tirar telarañas...