Domingo, 22 de mayo de 2005 | Hoy
INéDITOS > PUBLICAN QUINCE FáBULAS DE BRECHT
No es Kirchner. No es Kafka. No es Kuitca. Es el señor Keuner, mezcla de rabino, pedagogo zen y diligente aforista bolchevique creado por Bertolt Brecht en 1930 y cuyas fábulas, hasta ahora, parecían reducirse a las publicadas en el libro Historias del señor K. Hasta que encontraron una carpeta olvidada por Brecht en Suiza y salieron a la luz quince nuevas andanzas de esta criatura astuta y cortés, que sólo palidecía cuando le decían que no había cambiado. Algunas se reproducen a continuación.
Por Ariel Magnus
El señor Keuner, de Bertolt Brecht, es un personaje progre in progress: apareció por primera vez hace ya 75 años, en el cuaderno número uno de los Versuche (Pruebas) de 1930; reapareció con nuevas historias dos años más tarde, en el quinto cuaderno de la misma serie, en 1949 formó parte de las Historias de Calendario, y así siguió anunciándose a intervalos más o menos regulares en distintas publicaciones, incluso después de la muerte de su autor. Cuando ya se creía tener el corpus completo de sus historias y sentencias, pícaramente volvió a asomar dentro de una carpeta que Brecht olvidó en Suiza, donde vivió entre fines de 1947 –llegó de EE.UU. huyendo del FBI– y fines de 1948, cuando se mudó a Berlín oriental para hacerse cargo del Berliner Ensemble. Quince nuevos fragmentos se agregaron entonces a los 106 ya existentes, pero el interrogante sigue en pie: ¿quién es el señor Keuner?
Inasible y misterioso como el K. de Kafka y todos los personajes sin atributos que con tanta unción creó el siglo XX –figuras despojadas que, al contrario del sólido y total Karamazov que anhelaba el espíritu decimonónico, nacen y mueren en cada una de sus palabras o son construidas exclusivamente por sus circunstancias–, del señor Keuner sólo conocemos epigramas aislados, anécdotas inconexas que aparecen con su nombre (o simplemente con la inicial K. o bajo el apodo “el pensante”) en distintos contextos, incluso como seudónimo de Brecht en una versión de Arturo Ui con el subtítulo “(Poema dramático) de K. Keuner”. Se le atribuyeron rasgos jesuitas, el tono de las enseñanzas rabínicas, un cierto parentesco con el K. de Kafka y el Monsieur Teste de Paul Valéry. De Teste y Keuner escribió Walter Benjamin que ambos tienen un no sé qué chino: “infinitamente astutos, infinitamente discretos, infinitamente corteses, infinitamente viejos, infinitamente adaptables”.
Benjamin es también el que da una etimología del nombre distinta de la que lo emparienta con el inglés coiner (monedero, falsificador de monedas). Como informa Erdmut Wizisla, editor de las nuevas historias del señor Keuner (Geschichten vom Herrn Keuner) y autor de Benjamin y Brecht, historia de una amistad (ambos publicados por Suhrkamp), el filósofo rastreaba el origen del sr. K. en un profesor de secundaria de Brecht, “el único con el que aprendió algo, aunque no le enseñó nada”. Este profesor era “el enemigo”; con él se ejercitó Brecht en “el arte que más tarde, en la vida, tan necesario es para enfrentar adversarios”. Este hombre poco querido confundía al parecer la pronunciación de la eu y la ei, por lo que palabras como Keiner (“nadie”) se convertían en su boca en Keuner. Keiner/Nadie, en griego, se pronuncia utis, nombre original del “pensante” en Brecht; Keuner, que se pronuncia coiner, “suena curiosamente como el griego koiné (la lengua común)”, lo cual también sería “apropiado, pues el pensar es algo común” a todos. Y en efecto, anota Benjamin, el señor Keuner “es el que concierne a todos, el que pertenece a todos, lo contrario del Nadie griego, Ulises”.
El hallazgo de los manuscritos –refugiados en una carpeta en cuya solapa se leía La verdad, mi casa y mi auto, alusión a todo lo que los nazis le habían robado– fue una pequeña sensación. Incluso se hizo una muestra en el centro de Berlín con buena parte del nuevo material, que incluía fotos del exilio en Suiza. Lo único que despertó alguna (razonable) suspicacia fue la nueva edición lanzada por Suhrkamp, que compila en 128 páginas lo que bien podría entrar en 28 (y costar 4 euros en lugar de 14). Pero el latrocinio perpetrado por estos ladrones de hoja blanca responde también a cierta genuina alegría: la última vez que los textos de Brecht fueron noticia, lo que se alegó fue que quizá no le pertenecían del todo. Sucedió hace diez años, cuando el profesor John Fuegi de la Universidad de Maryland publicó Brecht y Cía.: Sexo, política y la formación del drama moderno. En 700 páginas (1100 en la edición alemana), Fuegi desarrolla la escandalosa tesis de que la autoría de buena parte de la producción brechtiana correspondería en realidad a sus amantes mujeres. El pacto, según la formulación de Fuegi, era “sexo por texto”. La Opera de los tres centavos, por ejemplo, sería de punta a punta creación de su colaboradora Elisabeth Hauptmann, que luego sufrió varios intentos de suicidio. Al parecer, el fogoso Eugen Berthold Friedrich –cuya frialdad en otros menesteres Fuegi llega a parangonar con la de Hitler y Stalin– no sólo robaba entre sábanas el material que luego vendía como suyo, sino que más tarde no hacía participar a sus víctimas ni de la gloria ni del dinero. Oro por baratijas, nomás.
El libro de Fuegi fue rechazado con entusiasmo. Incluso por las feministas. Mucho de lo que dice ya era sabido, mucho es hiperbólico y mucho es falso, adujeron. Seiscientos pifies le detectó la Sociedad Brechtiana de Alemania, que Fuegi mismo había ayudado a fundar. Pero el punto principal de la crítica es lo que podríamos llamar el Copyleft, o sea el Copyright de la izquierda. Por esos años –cuentan los que los vivieron– se hacía teatro por la causa, de modo que robar era siempre robar contra la corona. En “Originalidad”, una de las “viejas” historias del señor Keuner, Brecht se mofa de los que “se jactan públicamente de haber escrito solos grandes libros”. Para él, eso no tiene ningún valor: “Un portaplumas y un poco de papel es lo único que tienen para mostrar. Y sin ayuda de nadie, únicamente con el mísero material que uno sólo puede transportar en sus brazos, arman sus cabañas. ¡No conocen edificios más grandes que los que puede construir una sola persona!”.
A la pregunta casi obligada de por qué Brecht –conocido por ser muy celoso de lo que destinaba o no a la imprenta– desistió de publicar (o de quemar) estas historias del señor Keuner, algunos se contestaron más o menos explícitamente que porque no son de las mejores. Puede ser. Más simpático, sin embargo, es pensar que Brecht intuyó secretamente que dejando en Suiza la carpeta, las historias saldrían a la luz cuando nadie las esperara. Eso le daría a Herr Keuner la oportunidad de reencontrarse con el público y comprobar si el paso del tiempo ha dejado o no sus huellas. Que los textos hayan perdido algún vigor o causen algún extrañamiento significa que cambiaron, o que cambiamos nosotros, lo cual es siempre un buen signo. Se lee en “El Reencuentro”, una de las historias más célebres del señor Keuner: “Un hombre a quien el señor Keuner no veía hacía mucho lo saludó con las siguientes palabras: ‘Usted no ha cambiado en nada’. ‘Oh’, dijo el señor Keuner y palideció”.
por B. B.
Al señor Keuner lo irritaba de tal forma cuando la gente se ocupaba de sí misma que llegó a proponer que se reprimiera en lo posible cualquier expresión de tristeza o de alegría, de modo que no se diera la impresión de que la persona en cuestión se ocupaba indecorosamente de sí misma. “¿Cómo podría contarle a cada uno la misma historia? ¿Cómo ser el mismo para todos?”, decía él. “No estoy triste o alegre para todo el mundo.”
Cuando estoy de acuerdo con las cosas –dijo el señor Keuner–, no es que entiendo a las cosas, es que las cosas me entienden a mí.
por B. B.
El señor Keuner evitaba los entierros.
por B. B.
El S. K. nunca entablaba una relación con las personas en sí mismas, sino que siempre se valía de una tercera cosa. La relación entre el señor K. y su amigo se establecía a través de esa tercera cosa. “¿Cómo ha de terminar la relación, si no?”, decía el sr. K. “La tercera cosa puede terminar. De eso vive la relación.”
por Bertolt Brecht
Un día el señor Keuner cantó ante un pequeño grupo de gente dos canciones que tenían más o menos la misma melodía. Se lo criticó por eso. O bien la melodía corresponde a la primera canción y entonces no corresponde a la segunda –le reprocharon– o bien al revés. Sólo podría corresponder a las dos si con uno de los poemas fuera suficiente y el otro estuviera de más. El señor Keuner se defendió y dijo: “Mis dos canciones pueden ser cantadas aproximadamente con el mismo gesto (sin que por eso se sustituyan mutuamente, ya que el gesto no es lo principal o, si lo es, necesita varias canciones), de modo que también la misma melodía o una parecida son oportunas. Se puede confeccionar ropa que le quede a un hombre como no le quedaría a otro, pero ese tipo de ropa me disgusta. A lo sumo puede tratarse de ropa de domingo. La ropa de trabajo puede hacerse en serie”.
por B. B.
Al señor Keuner se le fue un alumno. Le gustaba tratar con él: refutaba sus opiniones con mayor placer que las de cualquier otro. Sin embargo, el señor Keuner no estaba deprimido. “Era un buen alumno –decía–. ¡Uno de los mejores! Es una lástima que se haya ido, pero no es grave. Lo grave sería que ustedes dos se fueran –y señaló desinhibidamente a dos por los que no sentía demasiada estima–. ¡Ustedes no han aprendido nada!”
“¿Quiénes son los mejores hijos?
¡Aquellos que hacen olvidar a sus padres!”
Historias del Señor Keuner
por A. M.
El Berliner Ensemble, el teatro de Brecht a orillas del Spree, en el corazón de Berlín oriental, un martes de verano al atardecer. Para hoy se anuncia El resistible ascenso de Arturo Ui, en la ya legendaria puesta de Heiner Müller que también pudo verse en Buenos Aires. Antes de la función –el invierno es crudo en Berlín, crudísimo, pero el verano da revancha: las tardes se estiran suaves, infinitas, y no hay como estar al aire libre tomando una copa–, los espectadores charlan, beben y fuman en la placita Bertolt Brecht que está delante del teatro. Se trata, en su mayoría, de gente elegante; es fuerte el contraste con las ropas de trabajo que porta la estatua sedente del prócer. En eso, una voz aguda interrumpe el small talk. Las cabezas giran hacia el balcón que asoma sobre la izquierda, a la altura del primer piso. Desde allí, un hombre elegante, que bien podría ser un espectador desorientado, declama frente a un micrófono. Los altoparlantes distorsionan su voz; la textura del sonido corresponde a la de una grabación de hace décadas. Y lo que dice es igual de anacrónico: llama a despertar el espíritu del pueblo alemán, a resistir el ataque extranjerizante de los enemigos, a edificar un imperio milenario. Cuando queda claro que el hombre elegante está reproduciendo un discurso de Hitler, la gente vuelve al small talk. Lo que perora el de ahí arriba ya es conocido; esto otro, aunque tal vez menos trascendente, seguro que esconde alguna novedad.
Así transcurren varios minutos. Para cuando ya dan ganas de decirle que entendimos el mensaje, que por favor deje de aturdirnos con sus necedades nazis, hacen su aparición en escena dos punks. El vestuario es convincente: borcegos, tatuajes y piercings, botellas de Berliner Pilsner, cara de haber dormido poco y en cualquier lado, suciedad, perros. La caracterización tampoco está mal: uno es morrudo y retacón, el otro alto y desgarbado. Cuando llegan a una distancia propicia para el diálogo y el entendimiento entre los hombres, el petiso grita: “¡Hijo de puta, callate o te parto la boca!”.
Tímidas risas entre el público. Las miradas se buscan, dudosas. ¿Esto también es parte de la obra?, parecen preguntarse. Hitler, inalterable, sigue con su discurso; el petiso, cada vez más alterado, vuelve a repasar su parentela y a cuestionar su futuro físico sobre este mundo. No hay razón para alarmarse: en el Parlamento alemán, los intercambios de ideas entre el que tiene la palabra y los que deberían prestarle oído son igual de efusivos. Hasta que vuela la primera piedra.
El actor que hace de Hitler le debe su vida a la Berliner Pilsner: la piedra, que de haber estado sobria se hubiera incrustado en su cabeza, no lo golpea por centímetros. Las risas se diluyen y las miradas se buscan, consternadas. ¿Este tipo es boludo o se hace?, flota la pregunta. Hitler sigue irrefrenable con su discurso. Entonces el petiso, que además de morrudo es muy musculoso y tiene cara de malo, se mete dentro del edificio. Sigue un intervalo de calma al mejor estilo Hollywood. Luego el petiso aparece en el balcón y empieza a boxear a Hitler.
Tal vez no esté de más aclararlo: esta anécdota es verídica. Tan verídica como los bifes que repartió el petiso. Dos cosas para destacar: la profesionalidad temeraria del actor y la obstinación quijotesca del punk. Entre ambas le dieron a la escena el aire de un gag de dibujito animado: el petiso lo trompeaba, salían de escena, el actor entraba y seguía hablando como si tal cosa, el petiso volvía a salir y a ponerlo. Así tres o cuatro veces.
Al final se ve que pudieron reducir –valga la redundancia– al petiso. Hitler salió al balcón, se quejó de “esos antialemanes que querían derrocarlo” y siguió con su discurso. Los punks continuaron dándole pelea desde abajo. “Perdón, ¿ustedes no se dan cuenta de que es una obra de teatro?”, se acercó a preguntarles una señora, entre ofuscada y compadecida. “Me chupa un huevo –contestó el alto–. Nunca nadie volverá a decir en este país las cosas que dice el forro ése. Para eso estamos nosotros. A cualquiera que diga algo así, vamos y le rompemos la cara.”
Los punks recién hicieron mutis por el foro cuando apareció la policía. Y un cuarto de hora más tarde empezó la otra obra.
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