Domingo, 24 de julio de 2005 | Hoy
Hace tiempo que el aterrador siglo XXI que estamos viviendo puede leerse en las más de veinte novelas de ciencia ficción de J.G. Ballard: de la televisión y el consumo a la droga y la pornografía, pasando por el terrorismo, tanto islámico como occidental. En esta entrevista exclusiva dada en Londres después de los atentados, Ballard indaga en el vacío que late en el corazón de Occidente, la desesperación en la que se encuentra sumergido el Islam, los problemas de integración y los motivos y consecuencias de la peligrosa cotidianeidad en la que vivimos.
Por Agnes Ortega y Andrés Criscaut
desde Londres
Ballard no es un especialista en terrorismo, pero bien podría serlo: “Nadie estaba a salvo del psicópata sin causa que rondaba los estacionamientos y las cintas de equipajes de nuestra vida diaria. Un aburrimiento feroz dominaba el mundo, por primera vez en la historia de la humanidad, interrumpido por actos de violencia sin sentido. El avión volaba sobre Twickenham con el tren de aterrizaje bajo, seguro de que lo esperaba tierra firme en Heathrow. Imaginé que una bomba estallaba en el compartimiento de carga, esparciendo las chamuscadas conferencias acerca de la psicología del nuevo siglo sobre los tejados del oeste de Londres. Los fragmentos cubrirían como lluvia inocentes videoclubes y tiendas de comida china para llevar, antes de ser leídos por amas de casa aturdidas, la flor marchita de la era de la desinformación” (Milenio Negro, 2004).
No es locura, no es cinismo, no es política y no es racionalidad. No es nada de eso, pero tampoco deja de serlo. La nueva etapa de violencia y terrorismo que se viene proyectando en las pantallas de televisión del mundo desde el 11 de septiembre del 2001 requiere nuevos niveles de análisis, nuevos elementos de disección que ayuden a entender el fenómeno. Esta violencia carente de interlocutores, de objetivos precisos, estas fantásticas puestas en escena, esos fríos apelativos de los ataques semejantes a marcas de motores o armas automáticas: el 11-S, el 11-M, ahora quizás el UK 7/7, hacen que morir hoy día sea algo, aparentemente, más azaroso, libre de significado o causa.
Una aproximación más acertada a estos productos derivados de la globalización la puede dar uno de los más polémicos y aclamados escritores británicos como es J.G. Ballard. Autor de Crash, El Imperio del Sol y Noches de cocaína, entre otras novelas, cuentos y ensayos, es ante todo un escultor fino de ese pensamiento paranoico y esquizofrénico que hay en cada uno de nosotros.
Nacido en Shangai en 1930 en una familia de comerciantes ingleses, James Graham Ballard pasó parte de su infancia en un campo de prisioneros luego de que su familia fuera detenida por los japoneses tras el ataque a Pearl Harbour. Sus experiencias de niño en la guerra las narró en su premiada novela autobiográfica El Imperio del Sol, llevada al cine por Steven Spielberg. De regreso a Gran Bretaña, y después de estudiar medicina, se dedicó a describir un mundo donde la perversión se hace placer, la inhumanidad contemporánea se filtra a través del inconsciente y las obsesiones y la soledad se transforman en móviles de sus personajes. Una variante seguramente de la cual nadie está exento en el quinto año del siglo XXI.
Autor de culto entre críticos y lectores, él mismo definió los paisajes de sus libros como “naturalezas muertas creadas por un equipo de demolición”. Desde siempre su mirada ha sido apocalíptica y premonitoria. Si desde los años 60 Ballard creyó escribir sobre el futuro, en los últimos años sus novelas se han ido transformando en inquietantes y aterradoras descripciones de algo que se asemeja mucho más a la realidad.
“El mundo empezaba a florecer en heridas (...) Estas cópulas de genitales desgarrados y partes de automóviles componían una serie de módulos perturbadores, las unidades de la nueva moneda del dolor y el deseo” (Crash, 1979).
En Crash, una suerte de sinfonía de esperma y líquido refrigerante que fue llevada al cine por David Cronenberg, el protagonista está obsesionado con la idea de estrellar su auto contra el de Elizabeth Taylor, sueña con el momento del choque y con inseminar el útero de la actriz entre los metales retorcidos y calientes del automóvil. La exhibición de atrocidades (1971), prohibida por su capítulo-cuento “Por qué quiero cogerme a Ronald Reagan”, aborda las posibles consecuencias mentales de la publicidad, las imágenes de torturas y los medios. En esa novela también queda por primera vezsarcásticamente demostrado el motivo del asesinato de Kennedy (el asesinato de J.F.K considerado como una carrera de automóviles cuesta abajo es un contrapunto tan esclarecedor como La Crucifixión de Cristo como una carrera de bicicletas cuesta arriba de Alfred Jarry). En Noches de cocaína, la violencia, las drogas y la prostitución son el aliciente que necesitan los dormidos resorts de la Costa Azul española para volver a despertarse de un millonario y aburrido letargo.
Si hace veinte años estas temáticas podrían haber sonado muy atípicas, hoy se lee casi con naturalidad por entre el humo del metro de Londres, los rieles de los trenes madrileños o cualquier hierro torcido del World Trade Center.
Y si de premoniciones se trata, ahí están los ecos de bombas en su reciente novela Milenio Negro.
Como dijo Joseph Conrad, otro eterno extranjero en suelo inglés, otro nihilista y creyente también de la secta de la confabulación y la paranoia: “El crimen es una condición necesaria de la existencia organizada. La sociedad es esencialmente criminal”. Sin duda alguna, Ballard comulga el mismo pensamiento, pero llevaría este razonamiento un poco más lejos, y mucho más adentro, de este nuevo “corazón de las tinieblas” del siglo XXI.
Ahora, por primera vez, J.G. Ballard brinda su mirada ácida, polémica y profunda de estos nuevos ataques terroristas.
Muchas de sus descripciones parecieran contar la historia de los últimos estertores del capitalismo y de una sociedad alienada que sobrevive en un sistema que a pesar de la decadencia se adapta, es flexible y sobrevive. ¿Alguna vez imaginó que la realidad llegaría a acercarse tanto a sus fantasías?
–Hoy vivimos en una profunda crisis que no es económica, como la mayoría podría pensar. Como yo lo veo, el problema está en la psicología de la gran masa. El capitalismo tiene muchos recursos y es elástico, puede amoldarse a las circunstancias con admirable resistencia. Pero, ¿tenemos los seres humanos los mismos recursos? ¿Somos tan resistentes como el sistema? Yo creo que no, de ninguna manera. La gente en los países de Occidente, sobre todo en los más ricos, ha perdido la dirección, el sentido de la vida. Los políticos han perdido su autoridad. Aquí en Gran Bretaña, por ejemplo, la monarquía está exhausta y ya no tiene magia, las iglesias están vacías. ¿En qué puede creer la gente hoy? En el consumismo, eso es todo lo que nos queda. Comprar, comprar, comprar, pero nos sentimos vacíos. Necesitamos creer en algo y el peligro está en que comenzaremos a comportarnos como niños malcriados y aburridos, de manera destructiva, explotando nuestras propias psicopatologías con actos violentos y sin significado. Mire, por ejemplo, a cualquier banda de jóvenes aburridos, peleando, provocando, rompiendo vidrios.
¿Cómo interpreta estos últimos actos terroristas? ¿Es el cierre o el comienzo de una nueva etapa?
–Los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron un acto regido por la locura. Ese día presenciamos un momento apocalíptico, fuimos testigos de una breve visión de un posible futuro. La locura nos está esperando a la vuelta de la esquina, a menos que seamos cuidadosos. Aquel día fue el comienzo de la Tercera Guerra Mundial, una guerra que se está dando entre la razón por una parte y la locura por otra. Y es una pena, pero los estadounidenses han aprendido muy poco de 9/11. La guerra en Irak es un error gigantesco y va a desestabilizar Medio Oriente por décadas. Los últimos atentados en Londres fueron una tragedia terrible para todos los que estamos envueltos, y la gente en esta ciudad sigue increíblemente pasiva, como aceptando que habrá futuros ataques, como si estas bombas fueran parte del mundo urbano post 2000. Esta pasividad es muy peligrosa, es la emergencia del fatalismo. Este fenómeno quizá se deba a que loslondinenses saben que estos ataques son un sin sentido. Y es que vivimos en la era de eventos sin sentido. Gente desquiciada abre fuego y dispara al azar en un supermercado y ¿qué hacemos? Limpiamos la sangre de los muertos y seguimos comprando. Esta es una respuesta muy peligrosa.
El terrorismo anterior al 11-S parecía tener un rostro claro, se buscaba forzar cierto tipo de negociación dentro de una lógica política clara. ¿Cuál cree usted que son los móviles detrás de los últimos atentados?
–A diferencia del IRA, estos terroristas no tienen objetivos políticos específicos. Ellos se oponen a la dominación americana en Medio Oriente, a la guerra de Irak, al apoyo de Estados Unidos a Israel. Pero los británicos jugamos un papel muy pequeño en todo eso. Pienso que las bombas en esta ciudad reflejan la profunda desesperación que corroe al mundo musulmán. Quizá quienes dirigen estos ataques saben inconscientemente que el Islam es una religión que está muriendo y que está perdiendo la batalla contra el mundo moderno. Los ataques suicidas son casi siempre un signo de desesperación ante la derrota inminente. Los pilotos kamikazes japoneses sabían que Japón había perdido la guerra. Los atacantes suicidas palestinos saben que no pueden derrotar a Israel. Los chechenios no pueden derrotar a Rusia. El Islam no puede derrotar a las fuerzas de la modernidad.
¿Cómo se imagina la psicología de estos terroristas?
–En este sentido el aspecto relacionado con el show y los medios de comunicación no debe ignorarse. La noción de los 15 milisegundos de fama puede atraer a estos jóvenes. Muchos de ellos no tienen un centro en sus vidas, a diferencia de sus padres que han sido trabajadores esforzados. Estos terroristas han estado atrapados entre la sociedad de consumo, que es todo lo que conocen, y la tradición del Islam, que sólo tiene sentido en sociedades más primitivas. Volarse en pedazos con una bomba y matar a muchos inocentes en ese proceso es su manera de ser modernos.
En su novela Noches de cocaína encontramos un concepto de la violencia, la prostitución y la drogadicción como herramientas para despertar a la sociedad, para devolverle algo de tensión y mantenerla activa. ¿Pueden interpretarse estos últimos actos terroristas como algo parecido a lo que ocurre en su novela?
–La violencia política energiza a las sociedades, pero es un precio terrible el que se paga con ella. El multiculturalismo ha sido algo de moda en el Reino Unido por muchos años y puede ser que se trate de un error muy serio. Y me refiero a una gran comunidad inmigrante cuyos modos de vida no han cambiado desde la Edad Media y que por eso se aísla. Muchos de estos grupos no están haciendo ningún intento de integrarse a la sociedad que los acoge y eso es un peligro muy grande. El gran éxito de Estados Unidos como un país de inmigrantes ha sido posible porque la sociedad norteamericana impone una monocultura, una manera de ser uniforme a todos quienes la componen, vengan de donde vengan. Para tener éxito en Norteamérica, se necesita primero ser norteamericano, compartir los valores del país y ser parte de la cultura del entretenimiento que los caracteriza. Pero las comunidades asiáticas en Gran Bretaña no hacen ningún intento de asimilarse. Eso debe cambiar.
En relación a esto y considerando el desarrollo de los poderes políticos y económicos que rigen el mundo y cómo se relacionan con los sectores menos poderosos, como América latina o Medio Oriente, ¿le parece que existe todavía una relación cercana entre política, pornografía y consumismo? ¿Es esa relación la misma que usted recrea en sus novelas o ha cambiado con los años?
–El consumismo es la cultura dominante de nuestro tiempo y absorberá cualquier área de la vida que quiera desarrollarse en cualquier parte del mundo. Esto incluye a la pornografía, ciertamente omnipresente, y luego a la religión y la política. Mi última novela, Milenio Negro, trata el temade la revolución de la clase media que se siente explotada y convertida en un nuevo proletariado, con un sistema educacional secretamente diseñado para mantenerlos pasivos. He leído, por ejemplo, que la clase media en Argentina se siente perseguida de esta misma manera y ha reaccionado a esa persecución y explotación.
En sus novelas hay una línea muy difusa entre la vida pública y privada de los individuos, entre las acciones represivas de los estados y las libertades de los ciudadanos. ¿Estamos retrocediendo a una suerte de medievalismo con fronteras muy definidas entre amos y subordinados?
–Sí, absolutamente. Hoy es cada vez más difícil saber dónde situarnos, cuánta libertad tenemos realmente, cuánto de lo que hacemos y pensamos es nuestra voluntad y hasta qué punto estamos siendo manipulados como marionetas. Vale preguntarse, ¿es que acaso nuestra cultura del entretenimiento está diseñada para castrarnos, para negar nuestra voluntad? ¿Hasta qué punto la realidad se nos entrega re-definida, recreada para que la consumamos? ¿Hay una diferencia significativa entre la verdad y la mentira? ¿No es mejor, más cuerdo, asumir que el mundo a nuestro alrededor está desquiciado?
Para terminar, ¿cuál es el rol de los estados, qué papel juega el primer ministro Tony Blair en esta tragedia?
–Blair es un actor, como lo fue antes Reagan. El primer ministro miente y cree en sus propias mentiras como si fueran palabras que lee en un libreto y que después actúa. Quizá sean sólo actores los únicos capaces de liderar las sociedades modernas, aunque aún tengo la esperanza de que no sea así.
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