CRóNICAS > EL LARGO Y EXTRAñO CAMINO A MACHU PICCHU
Avenida de los Incas
Invitado por la Feria del Libro de Lima, Alan Pauls aprovechó un viaje a Perú para conocer el Machu Picchu. Pero –más allá de esa experiencia única e intransferible que es contemplar el amanecer en la cima de la ciudadela imperial– lo que trajo de vuelta es una crónica del peculiar camino que se recorre hasta llegar: trenes con techos transparentes, villorrios de extrañeza cinematográfica, posadas en las que desaparecer para siempre y hordas de prolijos europeos que en medio de Latinoamérica parecen seres de otro planeta.
POR ALAN PAULS
Proezas del capitalismo: en apenas ochocientos años, las laderas de las montañas peruanas pasaron de soportes artísticos a vulgares espacios de publicidad. En el siglo XIII, mientras los incas ponían a punto entre nubes la ciudadela imperial de Machu Picchu, unos extraños diseños llamados líneas de Nazca, todavía inadvertidos, tatuaban la superficie de la tierra, estampados no se sabe si por aborígenes subrepticios o invasores extraterrestres con sensibilidad para el land art. En julio del 2005, mientras hordas de italianos, canadienses, alemanes y franceses en ropa de safari blandían sus tickets de 25 dólares a las puertas de la ciudad inca, ahora convertida en la meca turística de América latina, una halagadora colina en el camino de Ollantaytambo a Urubamba difundía esta promesa escueta: Alan 2006. Invitado a la Feria del Libro de Lima, se me ocurrió –en la huella de ese argentino que mira al cielo cada vez que hay relámpagos porque cree que Dios le está sacando una foto– que los métodos del departamento de prensa y promoción de la Feria se habían extralimitado un poco. “Alan García. Se presenta en las elecciones del año que viene”, me bajó a tierra el remisero, un cusqueño rezongón para quien los males del Perú sólo se curarían con “un gobierno nacionalista como el de Pinochet”.
En Lima, todo (el método de tatuar la tierra y la peculiar idiosincrasia taxista) se extrema: como marcados a fuego por hierros gigantescos, los terraplenes verdes que bordean las avenidas ya no promocionan candidatos políticos sino marcas de electrodomésticos, y los taxistas, que aquí son mudos como tumbas, tocan la bocina a la primera de cambio, amagan con atropellar a quien ose poner un pie en el pavimento y manejan –todos– con la brutalidad desmañada de quien se abre paso por la selva a machetazo limpio. “Cuidado con el taxi que tomás”, me había prevenido uno de esos amedrentadores profesionales que solemos atraer poco antes de salir de viaje. “Usá sólo los que tengan un sticker pegado en el vidrio.” En los cinco días que estuve en Lima conté por lo menos veinte tipos distintos de taxi con sticker: con stickers cuadrados, rectangulares, pentagonales; con stickers-obleas; con stickers blancos, rojos, amarillos; con stickers con leyendas y con números (un Toyota tenía uno con los colores de la bandera peruana que decía Alan 2006). Al principio, intimidado por las advertencias, analizaba cada auto y monitoreaba a la distancia las pequeñas cocardas que lucían en el parabrisas con un escrúpulo de geómetra. Al cabo de dos días le hacía gestos a cualquier bólido blanco que viera venir más o menos cerca del cordón de la vereda. No fui secuestrado, como más de una vez lo presagió el aire inquieto de los alemanes que asistían a mi temeridad cargados de gorros, ponchos de alpaca, charangos. No me robaron. Nunca tuve que discutir una tarifa, lo que no tiene nada de meritorio, porque en Perú no se usa reloj (arritmia cardíaca en el viajero paranoide) y el precio del viaje se pacta por anticipado (suspiro de alivio). Siempre llegué adonde me proponía llegar. Además de la extraña felicidad de haber temido lo peor y no haberlo sufrido nunca, del trance transporte, sin embargo, lo que me llevo de Perú es el encanto ensordecedor de los taximotos, esos triciclos a motor con capacidad para tres pasajeros (un sol por persona) y un infalible acompañante del chofer que duerme la mona adelante o aprovecha para ir a ver a una novia. Suerte de rickshaws andinos, esas motitos –uno de los tantos eslabones que unen a la civilización peruana con la china– proporcionan el deleite adicional de una sesión de reflexología vibratoria en las plantas de los pies.
Ahora que lo pienso, mi viaje a Perú –además de saldar la deuda setentista de Machu Picchu– fue una especie de experimento con medios de transporte. Viajé en avión, en ómnibus, en tren vistadome y en tren común, en taxi con sticker, en combi y en taximoto. En tren vistadome hice los apenas 40 kilómetros (dos horas de viaje) de Ollantaytambo a Aguas Calientes, el villorrio alucinante que está a los pies de Machu Picchu: es un tren común, sólo que con servicio a bordo (siempre hay que tener monedas encima: el cambio es un drama generalizado) y parte del techo vidriado, lo que permite ver cómo trepan hasta el cielo las masas selváticas que crecen a los costados del vagón. En tren común hice la vuelta: había huelga de ferroviarios, y la empresa (la única que explota ese ramal saturado de consumidores extranjeros) decidió comprimir en un mismo horario y dos largos trenes de batalla los seis o siete viajes que programa normalmente a lo largo del día. Las escenas en la terminal de Aguas Calientes –de donde sólo se puede salir en tren– parecían salidas de la Segunda Guerra: quinientos turistas (quinientas mochilas todo terreno, quinientas bolsas de dormir, quinientos bastones de trekking, etc.) amuchados contra las alambradas que nos separaban de la fosa donde esperaba el tren, exhibiendo desesperados sus boletos ante tres empleados de traje –uno con un altavoz roto que le desfiguraba la voz hasta volverla incomprensible–, mientras un grupo de modelos –una asiática, una nórdica, una negra, una india: casi una ONU fashion– hacían rancho aparte y sentadas en círculo en el piso jugaban a las cartas con su corte de fotógrafos, asistentes y maquilladores, indiferentes como diosas a la tensión ambiental. Los desesperados –al menos yo, que en algún momento pensé que vendría a buscarlas un helicóptero de Vogue y casi estallo de odio– tuvieron su revancha dos horas más tarde, cuando los trenes por fin salieron, cargados de gente hasta reventar, y las pobres chicas se quedaron sin asiento. Tuvieron que viajar en el piso, otra vez sentadas en círculo –una versión más sórdida y bastante menos animada del que habían hecho en la terminal–, y para disimular la deshonra se pasaron el viaje absortas en dos monitores de video, mirando sin ver la producción que habían hecho en Machu Picchu. Me pareció que una lloraba.
La polución turística no es un problema menor en Perú. Además del desgaste que ese ejército de borceguíes made in Primer Mundo inflige a la delicada contextura de las ruinas incas, intenso pero nunca tan persistente como el que ejercen las lluvias y los vientos (que obligarán en un futuro no muy lejano a techar Machu Picchu), además de las restricciones que acarrea (han limitado el cupo para hacer el Camino del Inca, y ahora hay que reservar lugar con un año de anticipación), la afluencia de extranjeros tiene el efecto adicional, bastante extraño, de eclipsar las atracciones locales. No sólo porque para contemplar un espejo hecho con una palangana de piedra o la perfección de un muro de mil años siempre hay que sortear una cortina de nucas y sombreros de europeos madrugadores, siempre más madrugadores que uno, sino lisa y llanamente porque son tantos, tan diversos y visibles, y tan contrastantes con el contexto, que ellos pasan a ser la verdadera atracción: ellos, o más bien la escena de ellos contemplando, admirando, respetando, consumiendo todo lo que la zona más vieja del Nuevo Mundo tiene para ofrecerles.
En Ollantaytambo –la revelación del viaje: uno de esos pueblos de tránsito que cobran dimensiones fantásticas, decididamente bowlesianas, apenas se los elige para quedarse– hay una posada irresistible, El Albergue, montada en una especie de viejo anexo de la estación de tren, cuya puerta de entrada da directamente al andén. La dueña es una americana llamada Wendy Weeks, que en sus ratos de ocio actúa en la novela de Mario Bellatin, La escuela del dolor humano de Sechuán. Su papel –sospechoso y macabro, como todos los que imagina Bellatin– es el de una pintora que un día llega a un pueblo exótico, pierde a su marido –autor de una tesis sobre Moby Dick– en las fauces de un pequeño perro enfermo de rabia, decide quedarse a vivir allí y se pone a pintar niños muertos que desentierra, envalentonada por una costumbre telúrica, del cementerio local. No me tocó conocer a Wendy, cuyos cuadros tenues y abstractos decoran la posada, pero sí a su hijo Joaquín, militante activo contra eluso de botellas de plástico, y a una pareja de huéspedes suecos, Dan y Erika, prueba perfecta del nuevo tipo de contaminación que azota a Perú. Los dos eran jóvenes, rubios, lacios, altos, perfectos. Venían viajando desde el 2003 en una Harley Davidson negra, musculosa, equipada como una casa rodante. Habían salido de Nueva York; pensaban terminar el viaje en Buenos Aires el próximo diciembre. Les ofrecí hacerles de guía; dijeron que aceptaban sólo para no decepcionarme. Dudo que me necesitaran. Dudo que necesitaran nada. Eran amables y apasionados: podían pasarse horas arrullando a los perros de la posada (un weimaraner altivo, un labrador negro algo tímido) con canciones de cuna nórdicas, y al minuto siguiente estaban besándose como fieras en el patio, ella –una sólida diosa sueca– levitando en brazos de él –nibelungo indestructible–, que, como si pesara menos que una pluma, acababa de alzarla en el aire con una elegancia de musical americano. Eran altaneros y solidarios: hacían rugir la Harley Davidson en plena plaza central de Ollantaytambo, espantando alpacas y atrayendo la envidia asesina de los choferes de micros, y desaparecían por las callecitas empedradas con rumbo desconocido, y un par de horas más tarde, polvorientos pero más rozagantes que nunca, con una paciencia infinita, me ayudaban a desagotar mi cámara digital y copiaban mis centenares de fotos en el CD (¡comprado por ellos!) que yo me había quedado contemplando absorto, como los simios el monolito en 2001. Una tarde les pregunté por qué iban a dejar de viajar. No me entraba en la cabeza que pudieran tener otra vida. “Extraño mi trabajo”, me dijo Dan, mientras Erika desgarraba una chirimoya con dos filas de dientes enceguecedores. Le pregunté a qué se dedicaba. “Soy programador informático”, dijo.
Con la proliferación de estas criaturas superiores, solventes, despreocupadas y –colmo de colmos– socialmente sensibles –son europeos, no norteamericanos–, se hace bastante difícil concentrarse en las ruinas de la fortaleza inca de Ollantaytambo, los restos de Saqsayuaman, cerca de Cusco, o incluso en atracciones más secretas como esas ollas de chicha donde las cholas hunden unos enormes vasos de plástico cuyo efecto, que solo ya es sublime y es directamente letal, maravillosamente letal, combinado con el mascado de algunas hojas de coca llega a durar horas. Lo que uno, turista del tercer mundo, ve cada vez más es el tercer mundo capturado en la escena del turismo: el encuentro entre un yacimiento histórico abierto, ofrecido, organizado para ser visible, y los únicos que tienen el cóctel de opulencia, admiración y vocación rapaz necesario para gozarlo. Si Perú resiste, si resistió para mí, al menos, fue en parte gracias a seducciones más equívocas, hallazgos de la inocencia, la inspiración, el error, el experimento y el ser nacional en bruto que no buscan satisfacer a nadie sino simplemente brotar, irrumpir y abandonarse al ensimismamiento de la existencia.
Encontré esa rara magia en carteles que anuncian peluquerías y discotecas; en la audacia fonética de un menú de Cusco (milchet –por milk shake– de plátano); en la veda de artículos que impera en los titulares del Correo de Cusco (“Carpintería fue destruida por fuego en Quillambo”, “Informe municipal señala que pirañitas invaden Plaza de Armas del Cusco”, “Calderón denuncia que suspensión es represalia en su contra”); en el gusto a jarabe y el inverosímil color amarillo de una heroína nacional, la Inka Cola, única gaseosa del mundo que obligó a la Coca-Cola a agachar la cabeza, celebrada con un artículo notable en la edición aniversario de Etiqueta Negra, la mejor revista de nuevo periodismo del continente; en la retórica de recitadores escolares, el histrionismo disparatado y el rencor, el rencor profundo e incurable de Mario, Rubén, Oscar, guías de turismo, que pronuncian el español Cusco en voz normal y lanzan un grito de guerra cuando pasan al quechua y dicen ¡sqo!; en la silla de ruedas mutante (silla de jardín de plástico + ruedas de metal) que vi en Aguas Calientes. Y la encontré también, más glamorosa que nunca, en Aguas Calientes, parada obligada para los que van a Machu Picchu, mezcla de villa miseria y paraíso hippie, acorralada entre la montaña, la selva y dos ríos –el Vilcanota y el Aguas Calientes–, donde los estafadores desaparecen como por arte de magia, italianos y brasileños vociferan de noche, desnudos, en las piletas termales al ritmo de “I Shot the Sheriff”, aludes politizados sepultan cada tanto las residencias de los alcaldes y bares como de una Ibiza de todo por $ 2 ofrecen la happy hour (3 por 1) más larga del mundo. A la hora de llegar sólo pensaba en huir. Dos días después, sentado con un pisco sour a una mesa en el downtown, una especie de Once extendido a ambos costados de las vías del tren, me sentía feliz, eufórico y perfectamente enajenado, como Klaus Kinski en Fitzcarraldo.
Aguas Calientes es clave: la perfecta antesala narcótica de Machu Picchu. Apuesto que los restos de la ciudad inca que descubrió en 1911 el norteamericano Hiram Bigham (y el sargento Carrasco y el campesino Melchor Arteaga, me susurran mis guías) no resultarían tan elegantes, vanguardistas y filosóficos, no serían del todo la experiencia zen que son, a la vez íntima y cósmica, si antes de subir y asomarse a ellos, velados por la bruma de las 6 y cuarto de la mañana, uno no se hubiera dado un buen baño en el empirismo clandestino de Aguas Calientes. Esa es la hora que aconsejan los que odian las muchedumbres: sólo hay que compartir las ruinas con unas trescientas personas. Es la hora. Hemos subido a ver las ruinas, pero antes están el vértigo, la extraña nubosidad, la blancura del sol hinchándose del otro lado de la montaña, la impresión sobrecogedora de estar asistiendo a algo que sólo conocíamos como una frase hecha o una metáfora: el nacimiento del día, no de uno en particular: de todos los días del mundo. A esa hora, vistas desde arriba, a la distancia y desde perspectivas distintas, las ruinas parecen moverse, crecer, reproducirse, y las montañas producen desconcertantes efectos tridimensionales. Estoy mudo, como idiotizado. Pero no es una cuestión de belleza. La belleza, por intensa que sea, siempre es comparable con la belleza. Pero no hay dos Machu Picchu. Lo que estremece más que lo bello, y lo que aterra también, es lo único. Y la droga Machu Picchu, aun presa en la escena seriada del turismo, es única.