Domingo, 2 de abril de 2006 | Hoy
OFICIOS >EL ARTE DE SER ESPíA YA NO ES LO QUE ERA
Los agentes de la Armada investigando a un grupo de cinéfilos, el adjetivo de “espía” aplicado a José Luis Manzano y el papel de Bond abandonado por Pierce Brosnan delatan lo que se intuye desde el fin de la Guerra Fría: ser espía ya no es lo que era. María Moreno exhuma El libro de cabecera del espía, el extraordinario e inconseguible volumen de Graham Greene, y repasa los dislates del oficio más deseado del mundo.
Por María Moreno
La retórica de la revista Cabildo, enmascarada en los toscos informes de los agentes de Inteligencia de la Base Almirante Zar, las remozadas investigaciones publicadas en ocasión del aniversario del golpe con sus escraches a las craneotecas locales y sus relaciones con la CIA –por ejemplo, el miembro del Batallón 601, Leonardo Sánchez Reisse–, han terminado de empañar el prestigio literario de la palabra espía. La imaginación técnica y la corrupción pedestre han acabado con los dispositivos ingeniosos que todo varón pre-púber conoce con el comienzo de las poluciones nocturnas y olvida entre la aparición de la primera mujer malvada y el ingreso al secundario, y constituye durante toda la vida la sabiduría de profesionales de la literatura de espionaje como William Le Queux o John Buchan. Por ejemplo, el que describe Bernard Newman para escribir un mensaje secreto en un huevo duro: “Mézclese alumbre con vinagre hasta obtener la consistencia de la tinta y escríbase el mensaje en la cáscara. Cuando la tinta se seca, nada se ve, pero algunas horas más tarde el mensaje (que debe escribirse con letras grandes) aparecerá en la parte blanca del huevo”. Qué pena y qué decadencia: hoy Internet ofrece “chuletas electrónicas” invisibles y sin auriculares cuyo fabricante prohíbe utilizarlos para aprobar exámenes con el soplado a distancia, sistemas de micrófonos ambientales con receptor digital promocionado como del tamaño de un paquete de cigarrillos y cámaras de 3cm por 3cm capaces de ver por un orificio de 2mm de diámetro. Hace unos meses, los diarios argentinos no han vacilado en dedicar su sección de misceláneas al receptor con GPS (Global Positioning System), fácil de colocar en cualquier celular y que acaba de lanzar la compañía Rakon para que no se diga que Nueva Zelanda sólo exporta cine raro y Katherine Mansfield; algo que no necesita utilizar José Luis Manzano para que la revista Veintitrés lo haya llamado con el adorable término decadente “espía” sólo por contactos con la SIDE, intercambiados con lunfardo reciente o a través de teléfonos pinchados. Título que jamás hubieran consentido en cederle la no discreta flota de nobles europeos que ejercieron el oficio, incluida la condesa de Romanones. ¿Acaso Manzano tiene el glamour suficiente como concertar una cita de acuerdo con órdenes impartidas por el director del Servicio Secreto Militar con sede en Moscú, llevando en la mano un ejemplar del Times con otro hombre que lleve en la mano la revista Picture Post? ¿Sería capaz de responder a la contraseña “¿Cuál es el camino más corto para el Strand?” con un decidido “Sígame, voy en esa dirección”?
Será en homenaje a una infancia ingeniosa que Graham Greene decidió escribir con su hermano Hugh el refrito titulado El libro de cabecera del espía, una antología que mezcla jocosamente documentos y memorias redactadas por las luminarias de los servicios secretos con párrafos de novelas de misterio y espionaje, sin que el lector pueda identificar a unos y a otros.
Llamamos “espías” a los ladrones de secretos enemigos, y “contrainteligencia” o “miembros de comisiones de investigación” a los amigos. Unos y otros tienen éticas diferentes, suponemos democráticamente, pero quizá, en todos los casos, haya raciones de “el fin justifica los medios” que van de grandes a pequeñas. El agente ruso Vladimir Petrov, que espió en la provincia china de Sinkian, no asesinaba a nadie sino que cumplía órdenes del tipo “Hágase inofensivo al agente 063, por ser espía británico”.
Los hermanos Green han seleccionado para su libro un texto de Ian Fleming donde consta que, para volverse un elemento técnico del Bien, el maletín del imaginario James Bond lleva cincuenta cartuchos de municiones número veinticinco, en dos hileras chatas colocadas entre el cuero y el forro del armazón, puñales ocultos por las costuras y una Beretta en un envase de crema de afeitar Palmolive disimulada por chocolate en rama; en la tapa, dinero en efectivo. En otro texto se asevera que el nada imaginario jefe del Departamento Extranjero del Servicio Secreto alemán, Walter Schellemberg, prefería la jactancia técnica en su propia oficina de Berlín. “Mi escritorio se asemejaba a una pequeña fortaleza. Había instalados en él dos revólveres automáticos capaces de rociar de balas toda la estancia. Estos revólveres apuntaban al visitante y seguían todos sus movimientos cuando éste se acercaba a mi escritorio. En un caso de emergencia, todo cuanto yo debía hacer era oprimir un botón y los revólveres disparaban simultáneamente. Al mismo tiempo podía oprimir otro botón y una sirena anunciaba a los guardias que debían cercar el edificio y bloquear todas las salidas.”
Sir Basil Thomson cuenta cómo, en la Londres de 1914, la mítica flema inglesa estalló bajo diversas formas de paranoia. Un mozo novato que había dibujado un plano de las mesas en el costado de un menú fue detenido bajo la acusación de haber trazado el plano de los Kensington Gardens. Cualquier viejo que se paraba a dar de comer a las palomas en un parque podía ser detenido por estar recibiendo mensajes de Berlín. Corrió la bolilla de que los anuncios de caldos Maggi eran desatornillados por la noche por espías alemanes que recibían de ese modo información sobre los recursos locales. Una nota periodística que describió cañones emplazados en jardines hizo que los más modestos jardines traseros de ingenuos diseños fueran removidos. Todo aviso fúnebre de aspecto críptico fue investigado, e interpretado. Una sola vez la interpretación descifró un ataque que, efectivamente, ocurrió. Sir Basil perdió la paciencia e hizo insertar en la sección “Defunciones” un aviso que decía: “Comuníquese con Casilla de Correo 29 la señora con piel de boa que ascendió al ómnibus Nº 14 en Hyde Park Corner ayer a la tarde”. Enseguida apareció un experto que anunció el desembarco de seis submarinos en Dover. Cuando Sir Basil le explicó que era un señuelo, el experto lo acusó de alta traición. Green, quizás atormentado por los años en que, como periodista y como espía se vio obligado a decir una verdad relativa a cambio de un sueldo, se debe haber inventado este informe.
Espía fue la holandesa Gertrud Margarete Zelle, a quien todo el mundo conoce como Mata Hari. Era una falsa oriental de piel aceitunada que había aprendido algo de danza en Java, donde su marido era diplomático. Si fingió ser pro-Francia cuando en realidad trabajaba para los alemanes, razón por la que fue fusilada, lo que más tiempo tuvo que fingir es que bailaba bien. Para eso se valía de impresionantes puestas en escena como la que montó durante una fiesta exclusiva para mujeres en lo de una millonaria norteamericana: entró sobre un caballo de circo cubierto por un manto turquesa. Dicen que en el lugar había alguien que también estaba fingiendo: el marido de una de las asistentes que se había disfrazado de mujer para poder ver a Mata Hari desnuda.
La holandesa nunca tuvo una gran información como espía y se sospecha bien que fue fusilada por una suerte de conspiración entre sus ex amantes que pertenecían a altos rangos en diversos gobiernos de Europa.
Mucho más astuta fue la espía rusa Lydia Stahl que, al ser descubierta, tenía en el cajón de los juguetes de su hijo un dossier secreto de las defensas costeras del Ministerio de Marina francés. La policía tardó más en descubrir que bajo el papel floreado que cubría el techo de su habitación había planos de las fortificaciones francesas. Pero la vida oficial de Lydia Stahl era como profesora de Arte –había obtenido un master en la Universidad de Columbia–, autora de una tesis sobre la filosofía de Confucio y amante del erudito Louis Martin, experto en claves del Ministerio de Marina y que dominaba siete idiomas. El profesor utilizaba para ejercer su labor de espía la técnica de la carta robada que consiste en guardar, según el célebre texto de Poe, una carta en el guardacartas. El profesor Martin la utilizaba para no llamar la atención precisamente llamando la atención: usaba sombreros de cowboy y trajes color mostaza. Según la cronista Janet Flanner, era un estoico y un exigente: “...un académico de edad madura, alto, de rostro pálido y cabello pelirrojo, cuya queja principal durante los diecisiete meses que estuvo preso, antes de ser procesado por espionaje y puesto en libertad debido a un detalle de la ley, fue que la cárcel francesa no disponía de ningún diccionario de sánscrito”. Acostumbrada a semejante compañía, Lydia –su amante que, según Flanner, trabajaba para el gobierno ruso, pero había sido vendida al gobierno francés por un contraespía finlandés que trabajaba para el gobierno alemán– despreciaba olímpicamente a los nueve espías que subempleaba porque, aunque incluían a un médico y a un dentista, se trataba de gente con una cultura de medio pelo.
En El libro de cabecera del espía, Mata Hari apenas merece un escueta crónica de Colette en donde sólo se consigna que sus dotes de espionaje eran meramente sexuales, y Lydia Stahl, toda una intelectual –una prueba flagrante de machismo inglés– no ha sido siquiera mencionada.
En Rodolfo Walsh, el escritor que se adelantó a la CIA, Gabriel García Márquez relata que en 1951, mientras trabajaba en Prensa Latina, Rodolfo Walsh logró descifrar, en un cable de la agencia Tropical Cable, el mensaje del jefe de la CIA en Guatemala que informaba a Washington de las operaciones de reclutamiento que se estaban realizando en el antiguo cafetal de Retahuleu, a fin de desembarcar en Cuba. Walsh lo habría descifrado en una sola noche mediante un manual de criptografía recreativa comprado en una librería de viejos. En el prólogo a Los que luchan y los que lloran, Walsh atribuirá el desciframiento del mensaje a la redacción de Prensa Latina. El relato de García Márquez emparienta a Walsh con los libros policiales de la juventud de éste, cuyos códigos secretos recreó en sus primeras obras, y el desciframiento del cable con los detalles de una invasión norteamericana evoca el desciframiento del código Calloway, desarrollado por el corresponsal del mismo nombre perteneciente al periódico Enterprise de Nueva York, que detallaba el ataque a las líneas del general ruso Zassulich durante la guerra ruso-japonesa al mismo tiempo que ésta se producía, e inventado por O. Henry.
Calloway había enviado a la redacción el siguiente mensaje: “Asunto preconcertado temeraria culpanicargo sinprevio alfilodela fidedigno rumor aguerrido favorito oficialista infortunado sorpresivo actuales línea en acérrimo nieblavisibilidad bruta influyente nohaypalabraspara azarosos viajero supina incontrovertible”.
Los más experimentados integrantes de la redacción del Enterprise imaginaron que se trataba de un código simple que consistía en usar las letras del alfabeto invertidas. Fallaron. Hasta que Vasey, el más joven de la redacción, descubrió que el mensaje estaba armado con los lugares comunes del periodismo al que sólo le faltaba una parte. Agregándola, el sentido quedaba, sino claro, deducible.
“Asunto-concluido/ preconcertado-arreglo/ temeraria-acción/ culpanicargosinprevio-aviso/ alfilodela-medianoche/ fidedigno-informe/ rumor-dice/ aguerrido-ejército/ favorito-caballo/ oficialista-mayoría/ infortunado-peatón/ sorpresivo-ataque/ actuales-condiciones/ líneaen-blanco / acérrimo-enemigo/ nieblavisibilidad-escasa/ bruta-fuerza/ influyentefalso/ nohaypalabraspara-describir/ azarosos-tiempos/ viajerocorresponsal/ supina-ignorancia/ incontrovertible-hecho.”
El joven Vasey era un cronista al que, cuando se trataba de un tema muy importante, se lo rebajaba a la condición de informante. Bajo y de sombrero demasiado calado sobre la nuca, de bastón de caña y traje a cuadros –un clásico extravagante de O. Henry–, no era lo suficientemente respetable como para ser tomado en cuenta. Sin embargo, el informe donde deducía el mensaje de Callowey, una vez descubierta la clave, fue ejemplar: “El cable dice que un ejército de caballería y una fuerza abrumadoramente superior de infantería atacará. Condiciones blancas. El enemigo dispone de escasas fuerzas. Es falsa la descripción del Times. Su corresponsal ignora los hechos”. A Vasey no se le dejó escribir la nota que hizo elevar las ventas del Enterprise como nunca en su mediocre historia. Lo hizo el redactor estrella. Este es el O. Henry que prefieren los hermanos Green.
Rodolfo Walsh podía descifrar con facilidad códigos, y Lilia Ferreyra fue testigo de que el texto de García Márquez y las muchas versiones que existen del mismo hecho son veraces. Ella es la más sutil biógrafa de Rodolfo Walsh. Sus relatos orales son, al mismo tiempo, económicos, pero muy literarios, como si fueran textos aún no escritos. Por ejemplo, le gusta contar el caso de Walsh como jugador de scrabble. Cuando Lilia y él jugaban, ganaba ella. Entonces el perdedor se quejaba, tratando de refugiarse en la lógica: “‘Aquí hay una contradicción. Se supone que yo domino las palabras; entonces no debería perder al scrabble. Y vos sos muy orientada, dominás los territorios (base espacial del go), y sin embargo yo gano las partidas’, me decía. No podía aceptar que el azar o la distracción fuera la respuesta y empezó a analizar cada jugada. No tardó demasiado en develar el pequeño enigma: en el caso del scrabble, la causa de sus derrotas se vinculaba de algún modo con la criptografía, ya que la noción más básica de esta técnica para encubrir el lenguaje se basa en la periodicidad de las vocales y consonantes en la formación de las palabras. Descubrió que el valor de las letras no estaba dado por su frecuencia en el español sino en el idioma inglés: la w y la y, por ejemplo, tenían poco valor, ya que existían muchísimas palabras inglesas con esas letras, mientras que las vocales, tan abundantes en español y escasas en inglés, valían comparativamente mucho. Por eso perdía; buscaba palabras con letras poco usuales para nosotros que por lo tanto debían valer más. Pero en ese juego ‘diseñado por ingleses’, los valores estaban trastrocados. Había que cambiarlos según la frecuencia en español. Obsesivo, hizo tablas y cálculos, y con paciencia infinita borró con una gillette el valor de cada ficha y le pintó el nuevo. Reanudamos las partidas con el scrabble argentino y, en promedio, siguió perdiendo. Quedó la perplejidad”.
El punto más rebuscado de El libro de cabecera del espía es el registro de las ocurrencias del ídem Sir Robert Baden Powell, quien pretendía tomar croquis de mariposas y, en uno de ellos, agregó a los diseños que la naturaleza le había dado en las alas, el de una fortaleza, el número de cañones y su posición. En otra página del libro hay un retrato del mismo Sir Robert cuando es descubierto por un centinela alemán cerca de un campo de tiro y se ve obligado a parecer un tambaleante borracho.
El antiguo encanto del género de espionaje y el robar secretos de Estado como oficio terrestre, bajo el escudo del patriotismo, la libertad apátrida del mercenario o la necesidad de emprender una cruzada ideológica, han reaparecido con su cuota de ficción en el lacónico retrato que Ana Barón hace sin prejuicios en un reportaje al ex jefe de la CIA, Duane Claridge, con motivo del aniversario de los treinta años del golpe militar y publicado por el diario Clarín. Pero el género como ficción se encuentra tan agotado como El libro de cabecera del espía, al menos que uno siga alguna de sus instrucciones para averiguar dónde se oculta alguno de sus ejemplares.
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