Domingo, 2 de abril de 2006 | Hoy
ARTE > LITTLE SPARTA, EL JARDíN DEL POETA IAN HAMILTON FINLAY (1925-2006)
Durante cuarenta años, un poeta escocés vivió recluido cultivando su jardín. Mezcla de elegía, monumento, escenografía y poesía, sembrado de plantas, árboles, ruinas y roca tallada, concebido como una naturaleza mejorada por el intelecto, ese lugar en Escocia llamado Little Sparta se fue convirtiendo en una de las obras de arte más originales, emotivas y extrañas del siglo XX. A los 80 años, Ian Hamilton Finlay, el último de los jardineros-filósofos, acaba de morir.
Por María Gainza
El martes pasado, un diario inglés anunció la muerte a los 80 años del artista escocés Ian Hamilton Finlay con el titular: “Se fue otro de los grandes”. Quizá fuera la mañana fría, los pesados nubarrones que avanzaban del Este o la foto que ilustraba el obituario y que mostraba a Finlay como un elfo viejito escondido detrás de un árbol, mirando algo que nosotros no alcanzábamos a ver, pero la idea de que el último de los jardineros-filósofos en la tradición del siglo XVIII, mezcla de Jean-Jacques Rousseau y Chance Gardner, hubiera ido a plantar sus ligustrinas y capiteles a otro mundo, terminó por decolorar el día.
Finlay vivía recluido en Stonypath, al sur de Escocia, donde desde hace cuarenta años cultivaba excéntricamente su jardín. Un lugar que el artista llamaba su Little Sparta y que consideraba no tanto su retiro como su ataque.
Porque Little Sparta era un jardín-poema visual, una república en miniatura hecha de esculturas simbólicas, templos cubiertos por la hierba, bustos antiguos a la vera del camino, lápidas perdidas en un bosque de pinos, epigramas tallados en roca y estelas conmemorativas sobre las orillas del lago. Fascinado por los pliegues del clasicismo grecorromano, la Revolución Francesa y la Segunda Guerra Mundial, Finlay desarrolló sobre cuatro hectáreas de terreno descampado sus ideas sobre la vida, la revolución y el arte, creando su propia ciudad-Estado. Entre la eternidad del Stonehenge, la melancolía de un paisaje con ruina de Caspar Friedrich y la elegía rigurosa de Et in Arcadia ego de Nicolas Poussin, Little Sparta se levantó como un monumento al tiempo.
Pasados los años, crecidos los robles y las enredaderas, el lugar adquirió un aura de inescrutabilidad. “Los jardines superiores están hechos de tristezas y soledades, no de plantas y árboles”; “Una flor salvaje es la realización de un concepto, una flor de jardín, de un efecto”; “La soledad en un jardín es un asunto de escala”, “Un estanque nos enseña lo que los presocráticos ya sabían: que la tierra quiere ser agua y el agua, tierra”, escribió Finlay en algo que, peligrosamente, se parece a un epigrama de José Narosky pero que, extrañamente, suena mejor, porque tiene algo de encantamiento incómodo, de vía misteriosa y oscurantismo.
Quizá llamada así en alusión a la eterna oposición entre artista y establishment (al norte está Edimburgo, conocida como la Atenas de Escocia), Little Sparta ha sido registrada por la historia del arte como un ejemplo más de Land Art. Pero en su obra, Finlay no buscó activar el espacio como lo hizo, por ejemplo, Walter de María en Campo de Rayos (barras de acero atrae-relámpagos clavadas en el desierto de Nueva México), sino que utilizó la tierra como metáfora. Fue un gesto antiguo y riesgoso.
Nacido en Nassau, Bahamas, en 1925, de un padre traficante y una madre de la que poco se sabe, Finlay fue enviado pupilo a Escocia a la edad de seis años. Después fue pastor de ovejas y pasó por el Royal Army Service Corps (de ahí las referencias bélicas diseminadas por el jardín). En 1966 compró una granja abandonada en Stonypath y se lanzó a perseguir su visión.
Para él, eso significaba crear una naturaleza mejorada por el intelecto. Ciertamente deudor del jardín pintoresco (en su “Ensayo sobre lo pintoresco” de 1796, Uvedale Price, definía el término en oposición a lo sublime, como algo que no despierta terror ni sensación de infinito, sino que puede ser medido y controlado), Little Sparta debe ser leído en capas. No es una exaltación de los ideales de orden y armonía de la antigüedad, ni un movimiento regeneracionista, ni un intento por purificar el arte y crear un estilo de validez eterna, ni un gesto de repugnancia ante la frivolidad reinante. La fuerza del lugar está, por sobre todo, en la forma en que interroga desde afuera, apático a las modas y a las reglas.
Visto por muchos a milímetros nomás del kitsch –en su exaltación del fragmento antiguo, en su melancolía artificial–, Finlay, que antes que nada era un poeta concreto, creó un jardín que reproducía, como un acuario, una escenografía narrativa que semejaba los inestables vagabundeos del inconsciente. Un territorio psicológico hecho de pedazos de memoria y sueños históricos. En ese sentido, Little Sparta es un estilo de la pérdida, un naufragio vegetal. Ruinas que parecen rocas, rocas que parecen ruinas, un lugar caracterizado por la ambigüedad: la recreación de aquella época oscura cuando la naturaleza y la cultura estaban inextricablemente unidas y, a la vez, una meditación pastoral que parece anhelar la simpleza de una edad dorada.
No vamos a negar que Little Sparta es un poco un cocoliche (como el jardín Boboli en Florencia, hecho de rocas imitando cuevas, que parece salido de Disneylandia). Pero es tal la posibilidad (y confusión) de significados que genera, que se necesita tiempo para sintonizar la onda corta del lugar. Es una obra difícil y provocadora, y eso no es poco.
¿Es acaso un jardín o una gran obra escultórica, una obra literaria o una pequeña utopía? Otras épocas no hubiesen tenido problemas con ella. Los primeros jardines italianos del Renacimiento, construidos al lado de las ruinas romanas, evocaban múltiples lecturas: eran escultura política, teatro, museo arqueológico, enciclopedia botánica y parque de diversiones, todo en uno. El jardín inglés del siglo XVIII continuó esa tradición de jardín como teatro o alegoría moral. En Francia, la tumba-templo-isla-ruina artificial en Ermenonville, donde fue enterrado Rousseau, es uno de los tantos monumentos a los que Finlay rindió tributo.
“Nuestra cultura está separada del pasado. Si alguien lee filosofía griega se lo considera un snob; antes se lo consideraba educado.” “Mi trabajo no es satírico ni se burla del heroísmo antiguo. Los críticos que ven eso se están describiendo a sí mismos, no a mi obra”, decía el artista cuando su Little Sparta era leída en clave cómica. “Sé que mi obra no es de vanguardia pero, por otro lado, ¿qué vanguardia existe hoy en el mundo? Ninguna. Nada que no esté a la moda, que no esté completamente aceptado por los curadores de arte (quienes, no nos engañemos, a la larga no son más que un puñado de burócratas), y que no esté completamente apoyado por las instituciones, puede sobrevivir.” Curiosamente, Little Sparta quizá sea la excepción a su regla. Porque en su absoluta indiferencia al mundo contemporáneo, el lugar parece anunciar que nos sobrevivirá a todos.
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