Domingo, 18 de junio de 2006 | Hoy
PLáSTICA > LA RETROSPECTIVA DE LUIS FREISZTAV EN EL RECOLETA
Ha pasado mucho tiempo desde que el Búlgaro juntaba alambres en los baldíos del Abasto y hacía sus primeras esculturas de animales, que sorprendieron a sus colegas, allá por los años ochenta. Hoy su peculiar e inquietante bestiario de escuerzos, buitres, sapos, monos, palometas, ranas y los célebres perros ya forma un cuerpo de trabajo único e inclasificable dentro de la escultura argentina contemporánea. Sin embargo, Luis Freisztav nunca había tenido una retrospectiva en tierra natal. Y este mes, Mundo Búlgaro viene a reparar esa ausencia.
Por Santiago Rial Ungaro
Resulta muy apropiado que un artista como el “Búlgaro” viva en la calle Cucha Cucha: cuando se le comenta esto a Luis Freisztav se ríe, quizá recordando a tantos y tantos perros que salieron de sus manos para nunca más volver a su cucha: los suyos, qué duda cabe, son perros de la calle. “Los perros me salen como agua. Cualquier cosa que hago, ya me sale un perro. ¿Pero qué sentido tiene seguir haciendo los perros cogiendo?”, se pregunta el Búlgaro, sabiendo que, haga lo que haga, esa pareja de perros salvajemente acoplados lo va a identificar como artista de por vida e incluso más allá de ella. Se trata de esas imágenes que, como ciertas pesadillas o ciertas experiencias límite, una vez vistas son imposibles de olvidar. No es casual entonces que esta pareja de perros (que evidentemente nunca tendrán cucha), perros flacos pero agitados, lascivos pero a la vez naturales, den la bienvenida a la muestra retrospectiva Mundo Búlgaro, curada por Roberto Fernández, que le dedica el Centro Cultural Recoleta hasta el 25 de junio de este mes.
Si, como decía Roger Callois en Mitología del pulpo, “resulta difícil hacer una separación entre los animales de la fábula y los animales de la zoología”, en el pequeño zoológico del Búlgaro los animales están peligrosamente sueltos, reflejando nuestros propios fantasmas: sapos con miradas escrutadoras, escuerzos a punto de explotar, ranas trepando por las paredes, monos de gestos resentidos, palometas de dientes filosos, y hasta un buitre envuelto en una bolsa para envolver cadáveres acompañan a los perros, logrando que el Mundo Búlgaro tenga un efecto tan inquietante como inolvidable. Dominando la sala, una obra llamada Espíritu Enano, un mutante entre perro y jabalí, directamente da miedo. Cuesta imaginarse a Noé haciendo entrar a su arca a estos animales, pero ahí están, vivitos y coleando, como el mismísimo Búlgaro: “Todo el mundo me pregunta por qué no hago figuras humanas. Pero, ¿qué es lo importante de la figura humana, si es un animal más?”. Y de vuelta, esa risa, como de hiena, que tan bien habría quedado grabada para potenciar el efecto de la muestra.
El Búlgaro está contento, como todos ante la inauguración, y es justo y necesario: “La verdad es que yo no me había jugado nunca a hacer una muestra mía importante acá en el país. En el exterior sí, pero porque había gente que quiso hacerlas, tenían la guita. Acá hice 2 o 3 cosas nada más; siempre tuve bastantes dificultades económicas. Me moví en muestras colectivas. No se puede decir que sea una retrospectiva, porque yo hice muy pocas muestras. Y además hay muchas obras que perdí: siempre fui muy desorganizado. No en un sentido poético, sino en cuanto a que perdí muchos trabajos porque en mi vida tuve muchas mudanzas”.
El Búlgaro siempre trabajó: de jardinero, vendiendo bolsas de papas, de pintor de coches, de mozo durante varios años y hasta de sereno en una sala de ensayo en la que conoció a Los Twist y a Johnny Tedesco. Pero, por esas vueltas del destino, sus trabajos siempre lo terminaron conectando con otros artistas: como cuando empezó a juntar alambres de los cajones quemados que encontraba en los baldíos del Abasto, y se puso a hacer esculturas con ellos, piezas que llamaron la atención de sus colegas; o mucho antes, cuando era mozo y se iba a ver a Berni trabajando con La Vuelta de Martín Fierro en San Martín. Aunque probablemente su trabajo clave sea de 1986, cuando entró a los talleres de micro-fundición de Humberto Montes: “Siempre trabajé para otros escultores; con Omar Stella en la catedral de Avellaneda, por ejemplo. Y trabajando en la fundición conocí a Gyula Kosice, a la Minujin, que me acuerdo hacía unos prendedores de plata. Conozco mucho de fundición, de hacer moldes de cera, las conexiones, todo. Me conecto con el arte por el laburo”. La vida en el arte de Luis Freisztav ha sido un largo y sinuoso camino: “Yo siempre quise trabajar en arte. Mi viejo pinta, escribe, hace esculturas, de todo, pero estuvimos muy desconectados por muchos años porque vive en el sur. Tuve una vida muy nómada”.
Freisztav es un personaje, pero está a años luz de los personajes del “mundillo” del arte: “No sé si fue porque no lo sé hacer, o por cagón, o porque no me gusta, pero la verdad es que nunca me dieron los tiempos para entrar en el circuito del mundo del arte. Mis preocupaciones fueron más la problemática familiar, de la pareja, los hijos. El bachiller lo dejé en primer año y no lo terminé. Quise estudiar en una escuela municipal, pero los milicos que estaban entonces me tiraron tan mala onda que no pude seguir. Y después me desconecté”. Luis Freisztav es un autodidacto, alguien con un don para la escultura: “Yo no dibujo, es una preocupación que tengo. Tal vez dibujo en arcilla o con los alambres cuando trabajo, pero eso es todo. Tengo manualidad”. ¿Acaso una reivindicación de lo artesanal? Más o menos: “La verdad es que me paso mucho tiempo sin hacer nada. A veces es impresionante. Me levanto a las 7 de la mañana y me quedo haciendo huevo hasta el mediodía, y mi mujer me quiere matar”. En su momento, el Búlgaro ganó la Beca del Fondo Nacional de las Artes: “Cuando agarré la plata, la empecé a disfrutar a lo loco y después me la gasté toda. Hice lo que no podía hacer antes: iba a morfar, arreglé el techo de esta casa, cualquier cosa. En cambio este horno que me gané en un concurso de la Municipalidad me sirvió más, porque me generó un compromiso. Es una herramienta de trabajo, y con eso no se jode. Debería pasar eso: en vez de darle plata al artista, le tendrían que preguntar qué necesita”.
Por la maestría con la que están hechas estas obras, estáticas pero captando todo el movimiento nervioso y a la vez vital de cada uno de estos animales, su talento parece haber sido desenterrado, y él mismo no sabe explicar cómo hace lo que hace, o qué lo mueve. Hasta da la impresión de que pasó años sin saber que eso que hacía eran “obras de arte”. “La otra vez una crítica de arte me decía que los sapos parecían arte oriental. ¿Qué sé yo si tiene algo de oriental? Yo me siento más identificado con Berni o con Policastro. Capaz que me lo dicen porque soy de Bulgaria, que es Europa oriental”, dice y vuelve a reírse como una hiena. De todas formas, para hacer estas obras hay que tener una hipersensibilidad, que asoma en algunos detalles: “A mí toda la época de la dictadura no me daban ganas de mostrar ni de hacer nada. Me refugié durante mucho tiempo en eso. Mi vida fue bastante canuta, no hice viajes espectaculares, por ejemplo. Y la vez que viajé al exterior no aguanté ni dos minutos, me quería volver corriendo”.
Nos animaríamos a decir que Luis Freisztav es, en realidad, un visionario: ve esos seres y es un médium para que aparezcan; el resto está hecho de lapsos de oscuridad que escapan a cualquier análisis. De todas formas, a la hora de recordar cómo llegó a hacer que esa inclasificable fauna tomara forma, aparecen algunas mujeres: “Yo realmente empecé a mostrar y a hacer cosas cuando conocí a mi señora, y después cuando me vinculé a un grupo de personas dentro de la plástica que generaron un vínculo afectivo que me movilizó para mostrar lo que yo podía hacer. Empecé a producir en los ochenta, trabajando en el Abasto, con las figuras de madera, de alambre. Y fue importante conocer a Marcia Schvartz o Liliana Maresca y que ellas me empezaran a invitar a participar de proyectos. Lo que aprendí de ellas fue la espontaneidad: a Marcia se le ocurría hacer una sánguche para la Feria de Mataderos, y eso se concretaba, aunque sea con un colchón todo quemado. O cuando Liliana Maresca nos llevó a mí y a Fernández al albergue Warnes porque quería ver cómo hacían los carritos... Eso me ayudó mucho, porque yo venía de trabajar con gente muy rígida”. Hay algo de lo que el Búlgaro no quiere hablar, pero es inevitable: de su enfermedad. Está en lista de espera para conseguir un trasplante de pulmón desde hace años en el Hospital Italiano, y dice que si no hubiera fumado no le hubiera pasado nada. Pero entre el cigarrillo y el trabajo en la fundición... Aclara, sin embargo: “Si tiene que ver con la obra, está bien: yo hago los vidrios justamente por el tema del agua, por la experiencia de lo cristalino. Me tiraba al agua y veía los sapos transparentes, en serio”. Luis Freisztav, nacido en 1954, aprendió a nadar en plena crisis del 2002: “Justo en ese momento, que era todo un desastre, la kinesióloga Marcela Saadia consiguió unas piletas de natación en el Incucai, en colaboración con el Hospital María Ferrer, con el EPOC. Es algo que no me cree nadie, pero yo no sabía nadar. Me agarraba del borde, me daba pánico. Parecíamos salita amarilla y salita azul, poco más nos metían un patito a cada uno. Para alguien que tiene dificultades respiratorias, meterse en el agua es bravo. Y Marcela hizo una escuela de natación para gente que tiene los mismos problemas que yo. Ahí fue que hice como 40 bichos, un vitral enorme, que es un poco como la pileta de natación; yo estaba re-contento de haber podido aprender a nadar en las condiciones en las que estaba. Y llegué a hacer 25, 26 piletas, sin parar, en serio”.
Y aunque los perros sigan ahí, dele que dele, y los sapos nos miren amenazantes, esas ranas transparentes, sensibles a la luz y al aire, muestran que, hasta en el extraño mundo del Búlgaro, aún no está dicha la última palabra.
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