Domingo, 17 de septiembre de 2006 | Hoy
RESCATES > GRABACIONES DE EDUARDO ROVIRA
Quizá se trate del músico más olvidado en la historia del tango: cuando tuvo un puñado de seguidores, en los primeros años sesenta, de cualquier modo se lo ubicaba a la sombra de Piazzolla. Pero la recuperación de dos de sus discos fundamentales, A Evaristo Carriego y Tango en la Universidad, demuestra que el maestro vanguardista Eduardo Rovira tenía composiciones y ejecuciones deslumbrantes. Y ahora ya nadie podrá decir que no lo conoce porque no está en compacto.
Por Sergio A. Pujol
Su música, esa gran desconocida, no parece haber sacado ningún provecho del revival del tango. Pero alguna vez se la escuchó con cierta atención. Supo tener seguidores devotos, a comienzos de los ’60, cuando desde el Aula Magna de Medicina o en los menos académicos claustros de Gotán, el boliche del Tata Cedrón, sus enrevesados contrapuntos dejaban al público sin aliento. Aquello duró menos que una primavera, y entonces la música se fue alejando de los escenarios, de los frugales estudios de grabaciones y de la agenda de los medios que, salvo excepciones, siempre la consideraron un retoño del vanguardismo de Piazzolla. Su creador murió el 29 de septiembre de 1980, cuando muy pocos sabían que había vivido sus últimos años en La Plata, componiendo y arreglando para la Banda de la Policía de la Provincia de Buenos Aires, pero sobre todo componiendo para sí mismo un corpus tan notable como incógnito: 80 tangos, 50 piezas de cámara y 25 obras sinfónicas.
Gracias a los esfuerzos de su hijo Roberto y de su nuera Beatriz Senra, así como a la gestión de la Universidad Nacional del Litoral, dos discos de Eduardo Rovira acaban de ser recuperados: A Evaristo Carriego y Tango en la Universidad. En ambos se destaca el virtuoso trío que el bandoneonista formó con Rodolfo Alchourrón en guitarra y Fernando Romano en bajo. El primero de los CD reúne los tres temas literarios del maestro –“A Evaristo Carriego”, “A Roberto Arlt” y “A Luis Luchi”– y todo el LP Tangos en una nueva dimensión, de 1961, en el que Rovira dirige el septeto Agrupación de Tango Moderno. La edición incluye un detallado análisis musical del notable bandoneonista Marcelo Nisinman. Por su parte, Tango en la Universidad fue originalmente editado por EDUL, el sello que fundó la propia Universidad del Litoral en 1964. Finalmente, vale recordar que hace unos años Oscar del Priore y Acqua Records exhumaron Sónico y Que lo paren. Como se ve, ya nadie podrá decir que no conoce a Rovira porque no está en compacto.
Cerebral, compleja, pretenciosa: los adjetivos que con frecuencia se han aplicado a la descripción de las invenciones roviranas denotan cierta perplejidad ante el autor de “Tango en tres”, “Solo en la multitud” y “Sónico”. Pero quizá sea hora de empezar a revisar un conjunto de prejuicios y frases hechas. En efecto, la música de Rovira es definitivamente vanguardista, si por esto entendemos un vínculo crítico con la tradición y una cierta idea de futuro. Recordemos que a fines de los ’50, cuando Rovira empezaba a brillar como un resuelto compositor e intérprete –hasta ese momento había trabajado al lado de Goñi, Gobbi y Maderna, entre otros– los códigos del tango estaban agotados. Hoy muchos evocan con nostalgia aquel momento de pleno empleo tanguero, y darían lo que no tienen por volver al pasado. Pero conviene no olvidar cuánto de rutinario y conservador tenía aquel mundo; cuán reaccionarios eran sus principales difusores; qué poco atractivo resultaba el género para cualquier joven con alguna inquietud estética.
Confiando en el capital simbólico de su educación musical –en verdad su único capital, ya que venía de un hogar proletario–, Rovira se propuso volcar en las formas del tango las lecciones de armonía y contrapunto de Pedro Aguilar. Quiso entonces probar otras cosas, yendo hacia un amplio rango de referencias clásicas –de Bach a Schoenberg–, del mismo modo que Astor había deslumbrado –e irritado– a sus compañeros en la orquesta de Troilo con ideas aprendidas en las clases de Ginastera. Lo notable fue que, no obstante lo que siempre se dijo, los resultados de la meta autoimpuesta por Rovira resultaron ser bien diferentes de los logrados por Piazzolla. Desde luego, Rovira nunca ocultó la influencia del Octeto Buenos Aires del ’55. Pero era sólo una influencia, entre tantas otras. ¿Por qué entonces las comparaciones? ¿Por qué siempre la terrible sombra del gran Astor?
En realidad, fue la soledad compartida, el ser minoría ilustrada, lo que los acercó. Salgán se hizo a un costado, prefiriendo el camino de la reforma. Y entonces sólo Piazzolla y Rovira se identificaron con el vanguardismo. No deja de ser irónico que el karma de Rovira –haber quedado reducido a una “versión razonada de la obra esencialmente pasional de Piazzolla”, según la lapidaria definición de Horacio Ferrer– haya tenido como origen la singularidad de su aventura sonora. En otras palabras, si Rovira se hubiera limitado a seguir siendo un dúctil arreglador y bandoneonista de grandes orquestas, hoy su nombre sería venerado por los enamorados del tango del ’40. Se diría, con los ojos entrecerrados: “¡Qué arreglos los de Rovira!”
De una riqueza musical fuera de lo común, los rescates discográficos revelan con fidelidad el talento del músico más olvidado en la historia del tango. Sus ideas de composición y de ejecución son tan personales que se tiene la impresión de estar escuchando, más que la confirmación de un estilo, el nacimiento de un género. Por ejemplo, sus intervenciones en bandoneón son sin duda virtuosas, pero no tienen los típicos ornamentos que reconocemos en la estirpe del instrumento. Sus osados cambios de textura –con predominio del contrapunto y el canon, pero aplicados de un modo muy poco piazzolliano, si se nos permite la insistencia– y las combinaciones tímbricas cuanto menos extrañas –el fagot sumado al trío de “Al invitado”, o la premeditada ausencia del piano en la versión de “A los amigos” de Pontier– no son simples retoques, sino signos de una instrumentación nada convencional. Por cierto, Rovira no le temía a la armonía más avanzada (llegó a escribir tangos atonales, como la primera parte de “Sónico”) y aunque en algún caso puede pensarse que abusaba de estos saberes, su picardía rítmica y la melancolía un tanto velada de sus melodías lo devolvían en seguida a la corriente del tango.
Ciertamente, hay en la música de Rovira una tensión o exigencia extrema de los materiales, como si dentro de una misma pieza el músico redoblara sus propias apuestas. Esa actitud alerta es lo que frecuentemente hace creer que su música es fría y calculada. Pero quien se regale unos minutos para escuchar el extraño aire campero de “Preludio de la guitarra abandonada”, el polifónico vals de “Tango en tres” o el bellísimo adagio final de “Sanateando” se asomará a un mundo nuevo, aquel que se creía posible hace casi 40 años.
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