Domingo, 17 de septiembre de 2006 | Hoy
PLáSTICA > MARCIA SCHVARTZ EXPONE SU OBRA ENTRE 1976 Y 1986
Durante todo el año, Marcia Schvartz se dedicó a rastrear los cuadros que pintó cuando era otra, durante la dictadura y su exilio en Barcelona: cuadros que pintó sin saber si alguna vez vendería y que ahora le llevó meses de pesquisas volver a encontrar. Retratos de época, retratos de amigos que ya no están y retratos en los que ella misma parece observarse a la Marcia Schvartz de hoy, con toda la expectativa que el pasado deposita en los sobrevivientes.
Por Marta Dillon
En el noveno mes del año, el tiempo exacto de la gestación, Marcia Schvartz dice: “Ahora ya está”. Ya está la muestra colgada y el libro que además guarda algunos de esos cuadros que la despertaron de madrugada como una imagen fantasma, habitante de la duermevela, para reclamar en contra del olvido. Cuadros salvados por el registro fotográfico y que la pintora no pudo localizar ni en ese agujero negro donde guarda lo que no puede soltar, ni en casa de amigos, ni en colecciones privadas, pero que al fin impresos recobran su existencia real, su eslabón en la cadena de la búsqueda de la artista por convertirse en lo que es. Algo, dice ahora, debería cambiar. El nudo debería desatarse. El año se pasó para ella revisitando los sitios mal iluminados de su juventud, desbrozando el camino recorrido, apropiándose de su herencia como quien se mira al espejo y descubre en las marcas que el tiempo imprime, las historias que habitan en los pliegues. La pretensión es pasar a otra cosa. ¿A qué? Eso está por descubrirse. La única tarea cumplida es la de haber pasado en limpio lo que merece rescatarse y permanecer, contrariando la arbitrariedad de los hechos, las pequeñas o grandes anécdotas de su vida.
La intención, entonces, era mostrar y ver si algo se mueve. Si esa “otra cosa” a la que quiere pasar por fin define un perfil concreto, aunque Marcia sabe que las intenciones son como polvo en el viento. Aun cuando su propio recorte historico haya sido intencional, las obras tienen voluntad propia y ella lo dice sin solemnidad, aludiendo a “energías” que cualquiera reconoce y poco nombran. Ese retrato que ella llamó Bruxa, por ejemplo, uno que pintó en Barcelona y por encargo para una mujer que le disgustaba y que además nunca pagó por el trabajo. A ese cuadro nunca lo quiso y sin embargo la persiguió hasta colarse en esta muestra por esa persistencia que tienen algunos objetos. Vendido dos veces y devuelto ambas por error, ¿cómo negarle su lugar en este recorrido? Es extraño, ella que es “tan agarrada” con sus pinturas, que ha inventado incluso artilugios para desconcertar a coleccionistas y no venderlas, no logra desprenderse de lo que no le gusta. Y encima tiene que rendirse al menos una vez ante la evidencia de que el mercado es un resguardo para lo que se quiere conservar. También existe el valor afectivo, es cierto, pero que los cuadros tengan precio, aprendió, es una garantía de que habrá quien guarde sus obras por el interés que sea. ¿Y qué importa? A esta altura, ella no necesita reafirmar que no pinta para vender “si no porque tenés que sacarte de encima eso que te está quemando”.
Joven pintora, la muestra y el libro, arranca en 1976. Ese era un límite claro. Lo difícil era definir dónde detenerse en ese recorrido por su propia historia. ¿En la vuelta al país después del exilio en Barcelona? ¿Seguir hasta definir una década completa? 1976-1986 es algo más que una década, es la descripción singular de clímax y caídas en las que siempre se impuso la necesidad de seguir adelante, aun despojada de heroísmos o lentejuelas, aun sabiendo que la estrella refulgente es fugaz. El brillo que permanece es moderado pero resistente, y por eso ella ordenó su historia, las obras que la componen, sin nostalgia por el tiempo pasado (“Era una época de mierda, al fin y al cabo”). Es capaz de reírse frente al video que la registra haciendo campaña para Luder presidente en 1983 con una muñeca gigante que remedaba la forma en que se ganó la vida en el exilio, vendiendo títeres. “Todavía era peronista, después todo se fue al carajo”, dice y se ríe con su carcajada de bruja.
De esa identidad peronista se desprendió, pero no de su impronta popular, lo que de verdad le importaba –la muestra, en definitiva, se llama JP– y que de todos modos dejó su cicatriz en el ojo que mira a su alrededor y pinta, porque alrededor quema y el alivio es necesario. Ya había aprendido en exilio a soltar la soga de creer en la revolución para terminar comprando porro en la rambla de Barcelona como única transgresión posible. “Yo creo que muchos eligieron morir para no pasar de héroe a oficinista”, sentencia sabiendo que las opciones no eran tan claras cuando la muerte pisaba los talones y sabiendo también que seguir viviendo tampoco fue tan claro en adelante, aunque para ella pintar –y mirar– fue un impulso que la rescató como ella rescató a los que posaron para ella, sacándoles brillo aun detrás del mostrador de una carnicería o colgando ropa como un calvario tan femenino al que algunas mujeres se someten cantando, como su Doña Concha, a la que ahora volvió a prestarle la voz para tararear sobre el bolero de Tito Rodríguez que acompaña el audiovisual que también puede verse en el Sívori.
¿Qué quedará de todo eso que también es ella? Esa fue la pregunta que organizó la búsqueda de sus primeros pasos y que ahora se contesta: quedan estos cuadros, queda esta obra decantada por el tiempo y por la insistencia de bucear siempre en la misma profundidad: “El bicho humano y sus múltiples miserias”. Aunque ahora, en la madurez de la pintora, ya no necesite mirar el detalle de la tela, el mantel, las uñas, los zapatos. Ahora la ficción la visita en sus flores de cerámica, en sus paisajes, en ese salvaje erotismo que la define “y en la libertad para usar el color”, según ella misma.
Cosas de la energía: al día siguiente de la inauguración de la muestra, la pintora se clavó un cuchillo en la mano. Fue un accidente doméstico, un descuido de la mujer en su cocina, lejos ya de la sala de exposiciones y a punto de partir a un retiro privado. ¿Pero cómo no animarse a leer en ese acto inconsciente una necesidad última de comprobación de que esa mano es capaz de seguir escribiendo, pintando, su historia, porque el fluir de la sangre la anima? Marcia no interpreta, nombra. La energía se puso en movimiento y no hace falta explicar lo que te deja muda. O sin teléfono y sin Internet, dos conexiones distintas que murieron en su casa desde la inauguración y la aislaron de esos llamados que acarician después de que la exposición de una obra deja a la artista a la intemperie. Algo, dice entonces, tendrá que pasar. ¿O está pasando? El nudo se desatará, insiste. Y apenas termina de decirlo suena el telefonito móvil que no sabe usar más que para atender llamadas y le dicen que apareció el cuadro. El que faltaba. Un autorretrato suyo. Tan joven como se la ve en ese pastel que bajan del auto sin ningún embalaje y pasean por la sala mientras desde la tela los ojos negros de la pintora apuntan aquí y allá, profundos y quietos, buscando el lugar en donde se incorporarán a ese retazo de la historia de Marcia Schvartz que ella exhibe como un exorcismo y también como un homenaje para los muchos y muchas que ya no están, pero han sido retratados. ¿Es por eso, por los que faltan, que ella hace ese gesto con la mano como si se arrancara algo del pecho para graficar que en estos cuadros hay un latido tan intenso como no se repitió? “No”, dice. Ella era otra y los riesgos de pintar eran otros. No sabía todavía que sería la pintora que es y que ahora brinda cuidados maternos a sus primeras obras. Por los que faltan son los ojos que se humedecen, aunque ella espante esa emoción para traducirla en lo que está vivo de cada una, de cada uno. Porque ella contesta la pregunta que se formula: “¿Qué quedará de mí? No sé, polvo, ceniza. La obra y eso que flota entre nosotros de las personas que hemos querido”.
Joven Pintora
Marcia Schvartz
Museo Sívori
Avenida Infanta Isabel 555
Hasta el 15 de octubre
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