Domingo, 17 de septiembre de 2006 | Hoy
EDIFICIOS > EL SECRETO DEL PLANETARIO
El Planetario ya es un edificio peculiar. Pero la historia de su construcción es más peculiar todavía. Gustavo Nielsen cuenta los cálculos imposibles que lo erigieron, la superstición que lo sostiene y el secreto escondido en sus entrañas que una noche Ray Bradbury se propuso encontrar.
Por Gustavo Nielsen
Creo que esta anécdota me la contó el arquitecto Manuel Net, director de la biblioteca de la Facultad de Arquitectura y Urbanismo de la UBA. A Net se la contó, si la memoria no me falla, el ingeniero Konstatin Jemzow de la Revista de Arquitectura. Involucra al arquitecto Enrique Jan, autor del Planetario Municipal –hoy Galileo Galilei– y al libro Crónicas Marcianas de Ray Bradbury. Cuando Jan diseñó el Planetario, tenía un cómodo puesto en la Municipalidad, en la parte de Obras Públicas. El caso es que la anécdota es verdadera, aunque parezca rara.
Jan era un hombre corpulento, de mandíbula cuadrada. Había soñado con el encargo del Planetario y lo había conseguido. Los primeros dibujos armaban una semiesfera montada sobre un solo pilar cilíndrico central, rigidizado por el núcleo de escaleras y el ascensor. Los ingenieros que vieron ese esquema le dijeron que estaba loco. De ahí pasó a apoyarlo sobre una mesa de cuatro patas de hormigón, y finalmente sobre las tres grandes patas que hoy conocemos. Era una estructura arriesgada pero a la vez sencilla; interesante, aunque simple.
El arquitecto Jan era, por aquellos tiempos de 1960, un joven de una superstición tan sutil como su sonrisa. Tenía predilección estática por las cáscaras de hormigón armado y los triángulos esféricos que compartía con su amigo el ingeniero Carlos Laucher, el primero que le puso números a la estructura del Planetario. Eran, a su modo, modernos.
Cuando le preguntaron a Jan, luego de muchos años, por qué había utilizado la figura del triángulo equilátero como módulo para diseñar todo su edificio, él no dio la respuesta racional, sino la mística. Laucher hubiera contestado: “El triángulo representa la estática”. Jan dijo: “El triángulo encierra en sí mismo un principio simbólico de unidad primigenia, sugiriendo lo ocurrido desde la partícula elemental hasta ese desarrollo cósmico en el cual estamos inmersos”.
La sala de proyección del Planetario, ésa que todos conocemos, está directamente apoyada sobre el casquete esférico de las tres patas. El techo de la sala es una cúpula de ocho centímetros de espesor por once metros y medio de radio. Está recubierto por afuera por 960 paneles prefabricados, que son los que le dan al techo la graciosa característica de una cesta de paja puesta como sombrero. Por adentro, la misma cúpula está revestida por una estructura semiesférica de aluminio perforado pintado de blanco, sobre el que se proyectan los cielos de las exhibiciones. Revestida es un decir, porque la cúpula interior se despega más de un metro de la superficie de la cáscara de hormigón, dejando un espacio considerable para instalaciones de sonido, materiales aislantes y cables. Este es un detalle importante: entre ambas cúpulas, la interna y la externa, hay un pasillo circunvalador por el que puede caminar una persona. Es un lugar oscuro y húmedo, reservado a los técnicos.
Cuando Jan insistía, al principio, con un solo tallo central de sostén de todo el edificio –“a lo Wright”, dicen que decía–, y toda la ingeniería argentina se le oponía por osado, él siempre apelaba a que tenía algo que lo iba a salvar en caso de riesgo. Cuando le pedían que fuera más explícito, Jan se quedaba en silencio, mirando el cielo.
Jan había leído The Martian Chronicles en inglés, en el verano del ‘59, en una primera edición del libro que una amiga le había traído desde Estados Unidos. El mismo Bradbury había dicho, en un viejo reportaje de radio, que la primera edición de Crónicas poseía ciertos poderes especiales. Divinos, protectores. Como si esa primera edición fuera un libro mágico. El libro de Jan databa del año 1946. Era un ejemplar ajado y marrón, del que no se hubiera desprendido por nada del mundo, salvo para evitar una posible tragedia. Nadie entendió nunca lo que Bradbury quiso decir. Nadie, excepto Jan.
El problema central del Planetario fue la pelea entre Jan y la Compañía de Construcciones Civiles SAIyC por el excesivo espesor y forma estructural del casquete de hormigón que la empresa quería darle, y el arquitecto no. Esos nuevos espesores no eran los que había calculado su amigo Laucher. Los espesores de hormigón de Laucher son los que vemos hoy: hacen del Planetario un edificio liviano y efectivo, como una nave espacial apenas posada sobre el pasto. Pero a Jan le costó que la empresa constructora los aceptara. Para ellos, un casquete tan fino desafiaba las leyes de la gravedad más de lo que debería permitirse un arquitecto precavido de la Municipalidad. Y Laucher, en medio de la discusión, decidió abandonar la firma de su propio cálculo estructural, lo que dejó a Jan sin opciones. Para que el edificio saliera tan esbelto como lo había dibujado, debía correr personalmente con todos los riesgos del asunto. Entonces Jan se jugó por los delgados números de su amigo. Nadie que hubiera visto el porte de Jan, hombre confiado a la geometría y a la matemática, habría adivinado que, por esos días, llevaba los dedos cruzados adentro del bolsillo de su chaqueta de tweed.
Desde el comienzo de la excavación del Planetario, en julio de 1962, hasta la terminación del hormigonado de la cúpula, en diciembre de 1964, transcurrieron unos treinta meses. La anécdota de Net dice que Jan cortó en tres partes el libro milagroso y puso cada parte en una cajita metálica a la que les hizo soldar las tapas. Después, las perdió en el hormigón armado, una caja por pata. Varios obreros lo vieron hacerlo. A Jan no le importó. Su edificio estaba “protegido”.
Para cortarlo, otro cuento dice que no lo hizo dividiendo el libro por capítulos, como si fueran fascículos, sino que el corte fue hecho con una guillotina, perpendicular al lomo. Supongo que era más importante que las tres partes fueran iguales, a que se pudieran leer. Adentro del hormigón iba a ser imposible que alguien buscara una historia entre sus páginas veladas. La oscuridad total le iba a dar inmunidad al acto de cortar un libro.
Particularmente, no creo que lo haya cortado. Tal vez yo pienso como escritor, y un escritor no rompería jamás un libro que ama. Yo, de haber apelado a esa protección supersticiosa, simplemente lo hubiera escondido entre las dos cúpulas, adentro de un parlante falso. Eso debe haber creído también Ray Bradbury, el día que le contaron esta anécdota, y es por eso que allí lo fue a buscar. Habían pasado más de treinta años y el Planetario seguía en pie. Y a Ray no le quedaba ya ningún ejemplar de su primera edición.
El 26 de abril de 1997, Bradbury vino a la Argentina. En un acto que duró cuarenta y cinco minutos fue designado Visitante Ilustre de la Ciudad de Buenos Aires, reconocimiento recibido en el Planetario con el cielo austral, que no conocía. Le enseñaron la forma de orientarse mirando la Cruz del Sur. De ahí lo llevaron hasta Marte. Ray parecía encantado, aunque miraba hacia todos lados, como buscando algo. Preguntó a la gente de maestranza por el espacio entre las dos cúpulas, y le dijeron que estaba restringido a los técnicos. La idea de visitar el Planetario había surgido de él mismo, en una carta dirigida al director, profesor don Antonio Cornejo. El director reenvió sus deseos al jefe de Gobierno de la ciudad, y las cosas se complicaron para Ray. La verdad era que no quería tanta pompa: hubiera preferido una reunión menor. Por eso se le ocurrió lo de la cena con jóvenes escritores locales. Llamaron desde el mismo Planetario a Alfaguara, Planeta y Sudamericana. A las tres de la tarde yo era uno de los destinatarios de esa convocatoria. Me sorprendió la urgencia: era para esa misma noche. Después me enteré de que, antes de ubicarme, habían pasado por otros varios escritores jóvenes –en el año ‘97 yo era realmente joven–, que desistieron por tener otros programas. Y aunque yo también tenía otro programa para esa noche, lo cambié: una cena con Ray Bradbury era lo que más quería, y todavía hoy es la invitación que más agradezco a los de Alfaguara. Un lujo.
Para la cena desatornillaron veinte butacas de la sala, y armaron una mesa sobre caballetes. Sirvieron un catering modesto, de carne y papas al horno, con flan de postre. No hubo traductor, por lo que los que quisimos hablar con Bradbury y no sabíamos inglés, nos quedamos casi en ascuas. Además, el rápido rejunte de escritores nos había reunido en un grupo dispar. Había una periodista venezolana, Mori, y una poeta autoeditada de bajo rango de nombre María, más dos o tres estrellitas locales, y yo.
María se fue temprano con las estrellas, no bien terminamos el café. Con la venezolana andábamos con ganas de seguir la noche. Había onda, y el espectáculo de comer a la luz de unas velas al lado del gran proyector había resultado romántico. A fin de cuentas fue una cena improvisada e incómoda, pero allí estaba nuestro escritor preferido, aunque se le notara que quería quedarse solo. Estaba vestido con un traje celeste a rayas finitas, camisa y corbata azul. Le pedí un autógrafo en un inglés achaparrado y se sintió molesto. Entonces nos fuimos de allí.
Cuando toda la ingeniería argentina se le oponía por osado, Jan siempre decía que tenía algo que lo iba a salvar en caso de riesgo. Cuando le pedían que fuera más explícito, él se quedaba en silencio, mirando el cielo.
Ya casi habíamos llegado a la esquina de avenida Sarmiento y Alcorta, cuando advertí que me había olvidado la campera. El cielo estaba oscuro como un pozo, con nubes que amenazaban una lluvia pronta. Le dije a la venezolana que me acompañara; eran apenas cien metros, aunque a ella le pareció una distancia enorme. Al final aceptó. La puerta del Planetario estaba abierta. Subimos la escalera recta y la escalera curva. Mi campera era un bollo sobre la madera de la mesa, junto al cadáver magro de la cena. Mori fue quien primero escuchó el ruido.
Eran como unos golpes adentro de un túnel, sumados a una voz que venía desde otro lugar. La voz era de ruego. Salimos al pasillo circular que rodea la sala de proyección; la segunda puerta estaba cerrada. “Hay otras hacia allá”, dijo Mori, y comenzamos a caminar por el anillo vidriado de Saturno. Uno a uno, probamos todos los picaportes. El ruido y la voz, a cada minuto más acalorada, venían desde adentro mismo de la cúpula. Arrimé un cubo de basura a la pared y me subí, para espiar por una rendija entreabierta de los revestimientos.
En la penumbra interior del espacio entre cúpulas estaba Ray, calzado con sus botas de montar y su sombrero de cowboy. Amenazaba al empleado con un rebenque, desde lo alto de una escalera de gato. El empleado, desde abajo, le rogaba que bajara de ahí. Bradbury hizo palanca con el mango del rebenque en uno de los paneles de aluminio y metió la mano. Tiró con fuerza. El panel fue a parar con otro que ya estaba en el piso.
“Pum, pum, pum”, hicieron los tres puñetazos de Mori contra el revestimiento de madera. Ella había estado espiando por el ojo de una cerradura. “Qué bolas las de este musiú: está rompiendo la pantalla a coñazo limpio”, dijo, enojadísima. Y, luego: “¡Ey, Bradbury: deja ya de hacer esa vaina!”. Volví a mirar: Ray se bajaba de la escalera iracundo, enarbolando su rebenque. Iba hacia ella. El empleado se había guarecido en un rincón.
Salimos corriendo. Llegamos a la misma esquina empapados en transpiración. Con ese frío. Apoyé una mano en el hombro de Mori, para moderar mi respiración. Ray Bradbury no nos seguía. Ella tenía los ojos cerrados. La despertó un golpe muy leve en la frente.
El agua le corrió por la nariz hasta los labios. Una gota le cayó en un ojo, nublándolo. Otra le estalló en el mentón.
La lluvia.
Fresca, dulce y tranquila, caía desde lo alto del cielo como un elixir mágico que sabía a encantamientos, estrellas y aire, arrastraba un polvo de especias, y se le movía en la lengua como un raro jerez liviano. *
Cuando dejamos de besarnos, Mori levantó la vista al cielo.
–¿Adónde estará Marte? –preguntó.
Tomé aire para contestarle que no sabía. ¿Qué le habrían dicho a Bradbury para que se mostrara tan seguro de que su libro estaba en el interior de la cúpula del Planetario? ¿Era tan supersticioso como para no tolerar que esa primera edición hiciera de talismán a un arquitecto habitante de una tierra remota? ¿No le bastaba con el orgullo de saber que alguien había creído en su libro como estabilizador de un edificio maravilloso, por sobre todo cálculo matemático?
–Con vos iría a Marte, Mori –le dije.
* Párrafo extractado de “La mañana verde”, Ray Bradbury, Crónicas Marcianas, Minotauro.
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