Domingo, 4 de febrero de 2007 | Hoy
CINE > BORAT, LA PELíCULA QUE INCOMODA A MEDIO MUNDO
Un supuesto periodista del remoto país de Kazajistán recorrió Estados Unidos filmando un documental de divulgación sobre América para llevar de vuelta a su país. La broma resultó más salvaje de lo esperado y convirtió a la película en un fenómeno inexplicable: mientras recogía premios como un Globo de Oro, una candidatura al Oscar y superaba en su estreno el record de recaudación de Fahrenheit 911 de Michael Moore, por otro lado la Casa Blanca debía apagar un conflicto internacional recibiendo al furioso presidente de Kazajistán y el New York Times publicaba cuatro páginas limpiando la imagen de esa ignota república. Sepa quién es el humorista inglés detrás de Borat.
Por Mariana Enriquez
A mediados del año pasado, Nursultan Nazarbayev, el presidente de la república de Kazajistán, visitó a George W. Bush en la Casa Blanca. No fue a conversar sobre la guerra contra el terrorismo, ni sobre las apetitosas reservas de gas del enorme país asiático. Pidió una entrevista porque se estrenaba en Estados Unidos Borat: Cultural Learnings of America for Make Benefit Glorious Nation of Kazakhstán (Borat: Aprendizajes culturales de Estados Unidos para beneficio de la gloriosa nación de Kazajistán) y consideraba que el contenido de la película dejaba mal parado, e injustamente, a su país. Entre otras cosas, la película afirmaba –vía su protagonista, un supuesto periodista nativo llamado Borat Sagdiyev– que en Kazajistán las mujeres no pueden votar pero los caballos sí, que la edad de consentimiento sexual acaba de elevarse a los nueve años, que los gays deben usar un gorrito azul y se los ahorca, que la principal exportación es el vello púbico y que se les puede disparar a los judíos. Pocos días después de la queja oficial, Kazajistán, vía su presidente, obtuvo cuatro páginas pagas en el New York Times, promoviendo el turismo y despejando los malentendidos que pudiera originar la película de marras.
Sacha Baron Cohen, el hombre detrás de Borat, dice que hubiera pagado por estar presente en ese encuentro presidencial. De hecho, podría haberlo incluido en su película, como un broche de oro delicioso para la aventura del jovial periodista del Este. Sin embargo, lo aprovechó: como Borat, dio una conferencia de prensa en la puerta de la Embajada de Kazajistán e intentó una caminata hasta la Casa Blanca en respuesta a las amenazas de demanda del gobierno. En su sitio web dejó patente su posición: “Me gustaría dejar claro que no tengo conexión alguna con el Sr. Cohen y apoyo totalmente la decisión de mi gobierno de demandar a ese judío”, expresó.
Con el estreno en Argentina de Borat, la película –que está nominada al Oscar en la categoría de Mejor Guión Adaptado–, conviene despejar el terreno que viene confundiendo a miles de personas desde hace seis años, cuando Sacha Baron Cohen inventó a Borat, el personaje. Confusión tal que hasta la Liga contra la Difamación, una organización judía que estudia y denuncia casos de antisemitismo desde 1913, se vio en la obligación de advertir sobre la película: “Aunque creemos que no tiene un mensaje antisemita, el tipo de humor de Cohen –él mismo un judío devoto– apela a la sátira y utiliza el anti-antisemitismo como herramienta, haciendo chistes antisemitas. Tememos que públicos poco sofisticados apoyen sus declaraciones y su conducta”, decía la solicitada que publicaron junto al estreno en Estados Unidos.
Sacha Baron Cohen tiene 35 años, es hijo de una devota familia judía de clase media londinense, y cuando era adolescente fue parte del grupo juvenil judío Haborim Pror; cuando se graduó, se tomó un año para vivir en Israel en el Rosh Hanikra Kibbutz y después completó sus estudios en Cambridge. Pero siempre quiso ser comediante, inspirado por su ídolo absoluto, Peter Sellers (con el que tiene un curioso parecido físico). En 1990, cuando estaba en pleno fanatismo por el hip hop y el breakdance, se puso un plazo: si no conseguía ganarse la vida en seis años como actor, volvería a la universidad para estudiar historia. Tenía un personaje en perpetuo desarrollo, inspirado en su propia vida: el de un chico blanco de clase media desesperado por tener credibilidad como callejero, como homeboy del hip hop, sobreactuado y altamente ridículo.
A los 24 años consiguió llevarlo a la televisión, como presentador de un programa de cable llamado Pump TV. Eran apenas sketches con un público mínimo, pero le sirvió para foguearse; poco después, el rapper blanco tenía su segmento en Talk TV, otro programa, pero el personaje había crecido, y casi era una copia del de Tim Westwood, un DJ rapper de la BBC, hijo de un ministro protestante que se hacía pasar por gangster. Sacha Baron Cohen tuvo una epifanía cuando, a la salida del canal de televisión, vestido como rapper con su ropa deportiva y sus joyas falsas, empezó a hablarles, en personaje, a unos skaters. Los chicos le creyeron, jamás notaron el chiste. Entusiasmado, esa misma tarde se fue de paseo por Londres y engañó a parroquianos de un pub, bailó breakdance en el lobby de un hotel y quiso subir a unas coquetas oficinas diciendo que era el hijo adolescente tardío de un rico empresario. Eventualmente, la gente de seguridad del edificio de oficinas lo quiso echar, pero él ya había descubierto su tenacidad para sostener un personaje imposible a toda costa. En un viaje a Nueva York, usó su habilidad para entrar gratis a boliches haciéndose pasar por un famoso DJ. Pero de todos modos perdió su trabajo en televisión y, casi al límite de su plazo, se fue a Tailandia de vacaciones, donde vivió un tiempo gastando dos libras por día.
Allí recibió el llamado telefónico salvador desde el programa 11 O’ Clock Show, y aceptó un nuevo trabajo. Enseguida, consiguió su propio programa en Channel Four, un show de media hora donde se presentaban sus tres creaciones principales: Ali G, el rapper blanco; Borat Sagdiyev, el periodista de Kazajistán; y Bruno, el notero de modas austríaco. Ali G era el conductor de un programa de entrevistas con personajes de la política y la cultura, supuestamente dirigido al público “joven”; el productor decidió llamarlo Ali G porque consideraba que un nombre “étnico” iba a atrapar mejor a los invitados, que no se negarían a participar para no resultar “racistas”.
En un año, Ali G era un fenómeno de culto en Gran Bretaña. La comedia de Cohen juega con un tema absolutamente pertinente en Europa: la identidad y el multiculturalismo. Lo hace forzando la tolerancia y sobrepasando los límites de la corrección política. Y como toda buena sátira –¿satiriza la integración?; quizá– es muy, pero muy cruel. Aunque la crueldad de Cohen está emparentada con la de los niños terribles de South Park, su estilo es mucho menos corrosivo: Ali G, Borat y Bruno son tres ignorantes con buenas intenciones y muy simpáticos. El truco es claro: Cohen no quiere espantar a nadie de buenas a primeras, porque su comedia vive de la gente con la que interactúa. Su método puede ser confundido con el de la cámara oculta, pero en realidad no se le parece tanto. Es más bien una cámara mentirosa. Como Ali G, sencillamente les dice a los entrevistados la verdad de su ficción: que es un presentador de TV con éxito entre los jóvenes. Así pudo entrar a las Naciones Unidas –donde rezongó porque Africa no estaba representada; no le pudieron hacer entender que Guinea-Bissau o Burkina Faso son países africanos, o que Africa es un continente y no un país–; entrevistó a Gore Vidal, Donald Trump, Newt Gringrich; recorrió las calles con la policía de Los Angeles. Tan importante resultó Ali G que Madonna lo invitó a participar en el video de su tema “Music” –aparición que le ganó la entrada a Estados Unidos y su propio programa para HBO, Ali G in Da USA–. Pero si Ali G era el personaje más famoso –hasta tuvo su propia película, que fracasó con justicia– de a poco Borat se fue convirtiendo en el favorito del público. El método de Borat es similar: les dice a los entrevistados que van a participar de un documental para la televisión estatal de Kazajistán. Y la mayoría acepta, entre otras cosas porque jamás oyeron hablar de ese remoto país. Las cosas que les hace decir a los entrevistados resultan tan brutales que muchos dudaron de la honestidad del método de Cohen. Sobre todo, porque el comediante jamás –hasta este año– dio una entrevista fuera de personaje. De hecho, hasta hace apenas dos meses, cuando accedió a ser entrevistado para la tapa de la Rolling Stone norteamericana, nadie sabía quién era ni cómo trabajaba, ni siquiera cuál era el aspecto real de Sacha Baron Cohen.
“Mi objetivo es jugar con estereotipos para que la gente saque fuera sus prejuicios y así demostrar lo absurdo de cualquier forma de prejuicio racial”, dijo Cohen en una de sus raras declaraciones, porque detesta explicar sus intenciones. (Se sabe cuánto pierde un buen chiste si hace falta explicarlo.) Y prefiere que Borat hable. Y Borat lo hace. Con su traje gris –que Cohen jamás lava porque cree que el olor era parte fundamental del verosímil– le pregunta a un vendedor de armas cuál es la mejor pistola para matar a un judío, y el hombre detrás del mostrador le recomienda un modelo sin pestañear; le regala al político de derecha Ian Keyes una “costilla de judío” y el hombre agradece; le pregunta a un vendedor de autos si la camioneta que quiere adquirir sirve para atropellar gitanos, y el vendedor le asegura que sí, depende la velocidad; les dice a unos parroquianos que en su país es legal y está bien visto violar mujeres y matar homosexuales, y los hombres acodados a la barra se lo festejan. Pero el truco funcionó mejor que nunca y le dio el alerta de que podía hacer una película, cuando visitó un bar en Texas, se subió al escenario con sombrero de cowboy, se presentó como Borat, hombre de visita en tierra norteamericana desde Kazajistán, y cantó una melodía country que decía: “En mi país hay un problema/ Y el problema son los judíos/ Piden plata y no la devuelven/ Tiren al judío al pozo/ Para que mi país pueda ser libre”. Todo el público del remoto bar acompañó la canción con palmas y le dio una cerrada ovación, deleitado. “Yo no sé si eso quiere decir que son antisemitas”, dice Cohen. “Pero quiere decir que son indiferentes. Y eso me basta para demostrar... lo que sea que quiero demostrar”.
Así, reacio a las explicaciones, se lanzó a producir Borat, la película, la gran sátira de la otredad y la diferencia, con ayuda de Jay Roach y el director Larry Charles (que dirigió episodios de Seinfeld y Curb Your Enthusiasm). La película comienza con Borat en su pueblo, rumbo a los Estados Unidos; el gobierno le ha encomendado un documental que explicará el capitalismo y la forma de vida norteamericana a los ciudadanos de Kazajistán. Y una vez en Estados Unidos, Borat se convierte en una road-movie delirante y tan graciosa que provoca aullidos. Y demandas: la mitad de los entrevistados se mostró furioso. Linda Stein, una célebre feminista que se levanta de la entrevista de Borat cuando él le dice “¿Por qué esa cara de culo, mamita?”, denunció públicamente que había sido engañada. La productora de un canal de cable de Jackson, Dharma Arthur, fue despedida porque lo sacó al aire creyendo sinceramente que se trataba de un pobre periodista asiático. El método de Cohen tiene algo de sucio y tramposo; por eso quizá su sátira es tan efectiva y relevante.
La campaña de promoción de Borat no tiene precedentes. Cohen estuvo en todas las grandes cadenas de Estados Unidos, desde CNN hasta Fox News como Borat; jamás salió de personaje. Las críticas arreciaron: una cadena de noticias no puede, dicen los detractores, contribuir a la confusión y darle aire a un personaje de ficción como si se tratara de un persona real. En TV, Borat llamó a los negros “caras de chocolate”, al presidente Bush “señor de la guerra”, dijo que su esposa se puso fea “a los tres años de casados, cuando cumplió 15”, y apoyó a Mel Gibson (a quien llama Melvin Gibbon), seguro de que era vocero del gobierno de los Estados Unidos: “El dijo la verdad: los judíos están detrás del crimen de los dinosaurios. Le deberían dar un premio como guerrero antijudío del año”.
La producción de Borat fue muy accidentada: cuando intentaron filmar cerca de la Casa Blanca sobre una camioneta de helados –el medio de locomoción de Borat y su productor Azamat– se les acercaron miembros del Servicio Secreto y Cohen, sin salir de personaje, les preguntó si trabajaban para “algo parecido a la KGB” y casi fueron detenidos. “A veces discutíamos cuestiones de producción y como Sacha se negaba a dejar de actuar, a mí me gritaba enojadísimo Borat”, dice el director Larry Charles, que casi pasó una noche en una celda cuando Borat, convencido de que la abultada cuenta del hotel indicaba que había comprado los muebles, recibió la visita de la policía cuando se llevaba un televisor por el ascensor. “Tuvimos que sacarlo de Nueva York hacia Nueva Jersey para que no lo deportaran. Ese era nuestro mayor miedo, por si no podíamos terminar la película.” Después de un episodio en un rodeo –que está incluido en la película y no conviene describir para no arruinar el impactante y arriesgado chiste– casi terminan linchados y tuvieron que ser escoltados fuera del estado. Precavidos, viajaron con una abogada, ayuda fundamental para la aventura costa a costa que quedó plasmada en la película: apenas 84 minutos destilados de 400 horas de grabación. Y un presupuesto de 18 millones que recuperaron y superaron en recaudación por 26, porque Borat fue la película más vista en su estreno tanto en Estados Unidos como en Gran Bretaña.
El lado amargo del éxito, dice Baron Cohen, es que la película podría ser el canto del cisne de Borat. Ya fue difícil el rodaje porque mucha gente lo conoce y, para que el método funcionara, tuvieron que trabajar en lugares remotos del sur de Estados Unidos, adonde apenas llega el cable. “Será imposible que Borat continúe como se lo conoce”, se lamenta Cohen. “Pero es cierto que también era tiempo de dejarlo atrás y pasar a mis nuevos personajes. El otro punto en contra es que, durante mucho tiempo, yo me escondí detrás de Ali G, Borat y Bruno, para que nadie conociera a Sacha. Así podía continuar con mi vida personal lo más tranquilo. Pero supongo que quise demasiado. Quería un éxito, pero también pretendía que mi vida siguiera igual. Y ahora eso es imposible.”
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