ALEXANDER SOKUROV
Pintar el dolor
Por H. B.
Para el público local –cuyo primer y casi único contacto con su obra fue, hace ya unos años, esa forma de la poesía fílmica llamada Madre e hijo, la idea de que Alexander Sokurov filme documentales con regularidad parecía impensable. Casi más una larga, lenta, densa efusión espiritual que una película propiamente dicha, Madre e hijo era, visiblemente, la obra de una sensibilidad solitaria y extrema, resuelta a expresar las más recónditas profundidades del alma mediante una depuración artística de una magnitud casi inconcebible. ¿Qué clase de relación con el mundo –pulsión constitutiva, se supone, de la condición del documentalista– podía establecer un yo tan completamente entregado a la introspección? Y sin embargo, desafiando todos los preconceptos, allí está la filmografía de Sokurov para probarlo. Desde mediados de los años 70, este siberiano de 51 años lleva realizados el doble de documentales que de films de ficción: dos docenas contra poco más de diez.
Seis de esos documentales, varios de ellos realizados originalmente en video, se verán ahora en el marco del DocBsAs 2002. En verdad, tres se habían exhibido ya en la última edición del Bafici, el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires: Voces espirituales (1995), Una vida humilde (1997) y Elegía de un viaje (2001, uno de sus últimos trabajos). A ellos se suman ahora Elegía de Moscú (1987), María (1988) y Dolce (1999). Representativo de una obra en la que ciertas fijaciones temáticas y la permanente experimentación formal conviven con una aparente dispersión y tendencia a la fuga, este bloque de documentales aparece como difícilmente reductible en un primer análisis. Tanto como las texturas (algunos están realizados en fílmico, otros en video) varían los años en que fueron hechos, las duraciones (que van de la escasa media hora de María a las casi seis de Voces espirituales), los focos de interés (de una anónima aldeana japonesa hasta la reverenciada figura de Andrei Tarkovski, de un ejército en maniobras hasta un viaje a Rotterdam), el trabajo sobre la forma (que a veces alcanza la sofisticación de Madre e hijo y otras asume una desconcertante simpleza), incluso el status que en ellas adquieren lo real y lo ficcional: mientras Elegía de Moscú es, claramente, un homenaje a una figura real-existente (Andrei Tarkovski), en Dolce es evidente que se le pide a la protagonista que actúe a cámara sus dolores más profundos.
Ajustando un poco más el foco, sin embargo, se perciben ciertas constantes que no extrañarán demasiado a quien haya hecho la experiencia de Madre e hijo. Todas estas películas tratan sobre el dolor, la agonía y la muerte, un complejo de temas sin duda obsesionante para este cineasta nacido en un pueblo que dejó de existir hace tiempo, inundado por una represa. Lo que ya no existe –o lo que está a punto de dejar de existir-es el verdadero objeto de fijación de Sokurov, que en esta serie de películas filma a Tarkovski en el período que va del exilio a la muerte (y de paso filma también los funerales de Breznev en Elegía de Moscú), a una campesina japonesa en el final de sus días (Una vida humilde), a una viuda que estuvo internada por enfermedad mental y vive con su hija discapacitada entre recuerdos fúnebres y amores trágicos (Dolce) y hasta al ejército ruso estacionado en la frontera con Afganistán, con el cadáver de la Unión Soviética todavía humeante (Voces espirituales).
Por otra parte, todos estos documentales (aunque más bien habría que hablar de “films de ensayo”) representan un diálogo entre dos instancias dadas a la trascendencia: una es el yo del artista, que suele reservarse el espacio off para volcar un flujo que no es tanto el de la conciencia como el de su alma dolorida, según confiesa textualmente al principio de Dolce; la otra instancia es el objeto filmado, que es siempre un sujeto (aunque se trate de la multitud de soldados anónimos de Voces espirituales) y también el paisaje que lo contiene, en el que Sokurov seocupa de desteñir su propio estado anímico a través de brumas, difuminaciones y cambios de luz que eran el sello de Madre e hijo. Subvirtiendo una ley tácita de la práctica documental, que supone que el cineasta sale a ver el mundo “tal como es”, Sokurov se relaciona sólo con aquellas cosas que sintonizan profundamente con su propio ánimo, o -imposible saberlo del todo– aquellas a las que induce, sutil pero decididamente, a fundirse con él.
Elegie of a voyage (47’) y Maria (37’):
jueves 3, a las 16.30; viernes 4, a las 20.30; domingo 6, a las 22.30; lunes 7, a las 14.30; miércoles 9, a las 16.30.
Dolce (61’): jueves 3, a las 18.30; viernes 4, a las 22.30; sábado 5, a las 20.30; domingo 6, a las 18.30; miércoles 9, a las 14.30.
Elegie de Moscou (90’): jueves 3, a las 20.30; sábado 5, a las 20.30; domingo 6, a las 14.30; martes 8, a las 14.30; miércoles 9, a las 18.30;
Spiritual Voice (327’): viernes 4, a las
14.30; martes 8, a las 18.30.
A Humble Life (75’): sábado 5, a las 14.30; domingo 6, a las 16.30; lunes 7,
a las 20.30.
Todas las funciones en el cine Cosmos.