Domingo, 21 de octubre de 2007 | Hoy
MúSICA > P.J. HARVEY: PIANO Y VOZ
Las mil reinvenciones de P.J. Harvey disco tras disco persiguen una única verdad: la de ser fiel a una artista que expresa como pocas los dolores, las soledades y las miserias del universo femenino. Con White Chalk, su última transformación es de las más sorprendentes: abandonó la guitarra, aprendió a tocar piano, bajó todo el volumen y grabó un disco oscuro, fantasmal y susurrado que la ubica en la línea de las grandes mujeres sufridas de la literatura del siglo XIX: Emily Dickinson, Charlotte Brönte y Mary Shelley.
Por Mariana Enriquez
En la tapa del disco viste un largo vestido blanco, victoriano, y apenas se le distinguen los rasgos. Podría ser una fantasma, sentada, descansando de sus horrores. Y así suena exactamente P.J. Harvey en su nueva encarnación: la de mujer gótica que deambula por los pasillos de su soledad, dueña de una gran pasión que o bien reprime, o bien no se permite desatar porque está demasiado decepcionada, porque sabe que en el fondo terminará mal. Y canta, en “Dear Darkness”: “Querida oscuridad/ Te cuidamos cuando nadie más estaba mirando/ Así que ahora es momento de que nos pagues, a mí y al que amo/ Con todo lo bueno que te guardaste/ Con todo lo que nos robaste”.
El disco se llama White Chalk y ni el seguidor más atento podía esperar algo así. En primer lugar, P.J. Harvey abandonó la guitarra, su instrumento primero y esencial, y la cambió por el piano... que apenas sabía tocar antes de grabar. Y en segundo lugar, canta esforzando su garganta hacia el agudo más agudo. El efecto es música de cámara tocada por una trastornada; un crítico dijo que es el disco que podría grabar la señora Rochester. ¿Quién es ella? Es el enigma de la novela Jane Eyre de Charlotte Brönte: es la primera y demente esposa de Rochester que vive encerrada porque es una loca violenta, la que impide el casamiento de su marido con la institutriz Jane.
White Chalk es sumamente delicado y frágil, pero no es encantador. La mujer que lo habita no invita al cuidado, ni a la protección. Canta sobre romper dientes y cráneos mientras parece sollozar “oh Dios, te extraño”. El piano parece quebrarse junto con esa voz que eriza; la única percusión, mínima, la ofrece Jim White de The Dirty Three. Es un disco muy difícil de escuchar, depresivo y deprimente, y bien a propósito. Lo que hace P.J. Harvey, una vez más, es la construcción minuciosa de un personaje excluyentemente femenino. Claro que esta mujer es ella, pero también fue ella la chica delgada con el pelo mojado y la guitarra cruzada que cantaba sobre la masturbación en “Rub it Till it Bleeds”, sobre la sangre menstrual en “Happy & Bleeding”; que se quejaba de su amante en “Dry” –el sujeto no lograba hacerla humedecer– y le perdonaba todo en “Oh my Lover”, cuando rogaba “podés amarla a ella y podés amarme a mí al mismo tiempo”. Eso fue a principios de los ‘90; entonces logró cierta popularidad con To Bring you my Love, un disco con el que cambió de piel por completo una vez más: ahora se trataba de una mujer de vodevil, con exceso de maquillaje y un pelucón, toda la “feminidad” exagerada, casi todo lo contrario a aquella chica renegada y varonera de los comienzos: aquí aseguraba que iba a arrastrar su amor por el desierto hasta llevarlo con su amado, y en “C’mon Billy” quedaba embarazada para manipular a su amante. Camaleónica, siguió inventando personajes: la rockera glamorosa de Stories from the City, Stories from the Sea, la chica alternativa de Is this Desire?
Pero en todos esos personajes asomaba esta mujer fantasmal que en “To Talk to you” aúlla que quiere hablar con su abuela muerta, y mira las colinas de Dorset, su tierra natal en Inglaterra. En “The Mountain” recuerda sinceramente a una banshee, ese espíritu que cuando llora por la noche anuncia la muerte de algún miembro de una familia de puro linaje celta. “When Under Ether” es el primer simple, y es el único tema remotamente parecido a una canción convencional (aunque se trata de una mujer que acaba de hacerse un aborto: “La mujer a mi lado me sostiene la mano/ Yo apunto al techo y ella sonríe/ Algo dentro mío está sin nacer y sin bendecir/ Desaparece en el éter/ Viaja un mundo al otro”). No hace falta agregar que no hay rock en este disco. En lo más mínimo. En todo caso, un poco de folk siniestro, como “Dear Darkness” o “White Chalk”.
El gesto sin duda resulta sorprendente en P.J. Harvey, sobre todo después de un disco como Uh huh Her de 2004, donde se la escuchaba rockera y reconciliada con las canciones. Pero no es descabellado. El imaginario del femenino gótico tiene altos antecedentes en lengua inglesa: Mary Shelley, las Brönte, Emily Dickinson, encerrada tras sus cortinados. Si Rimbaud es el poeta estrella de rock del siglo XIX, las escritoras mencionadas vienen a funcionar como el equivalente en femenino. Y existe otra chica que lo percibió, y lo encarnó: Kate Bush. En 1978, a los 19 años, editó su primera canción, “Wuthering Heights” (“Cumbres borrascosas”), donde con la voz agudísima interpretaba a Catherine-fantasma diciéndole a Heathcliff que vuelve a casa. Era el gran homenaje a Emily Brönte, tan apasionada, creativa y solitaria. P.J. Harvey en White Chalk encarna a Catherine otra vez: de nuevo un espectro frío que golpea a la ventana, se sienta al piano y susurra. Un fantasma que nunca podrá ser exorcizado. Y ésta es sólo una lectura de un disco muy complejo, que hechiza con el tiempo; un disco que no podría ser más potente con todas las guitarras a tope del mundo.
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