Domingo, 9 de diciembre de 2007 | Hoy
MúSICA > RAY DAVIES SOLISTA: MáS SOLO QUE NUNCA
Cansado del gobierno de su país, cansado de los Estados Unidos, donde se exilió persiguiendo un amor, cansado de ese amor que terminó de la peor manera, y cansado de ese duelo que lo llevó al hospital, Ray Davies, genio y figura al frente de Los Kinks desde los años de Los Beatles, saca su segundo disco solista y muestra con lirismo, amor y nostalgia el triste estado de un mundo en el que ya no hay dónde escapar.
Por Rodrigo Fresán
Ray Davies siempre fue un hombre solitario al frente de la más solitaria de las bandas. Fue su genio solipsista el que fundamentó las grandes canciones de The Kinks, quienes –mientras The Beatles y The Rolling Stones y The Who aspiraban a ser amos del universo– prefirieron convertirse en defensores del amor romántico y guardianes de los valores que alguna vez hicieron un imperio de Inglaterra. Así les fue, y pronto se convirtieron en la mejor banda de una dimensión alternativa donde el té de las cinco y la virginidad de las damas era mucho más importante e inspirador que el último viaje ácido o la próxima orgía.
De ahí que –cuando a principios del año pasado– se anunció la salida de Other People’ s Lives como el primer álbum solista de Ray Davies, nadie se preocupara demasiado en pensar y preguntarse si ya no habían sido solistas el soundtrack de Return to Waterloo (1985) o ese ejercicio autobiográfico y revisionista live trufado de gemas kinky que fue The Storyteller (1998) o si, incluso, la gran joya de la banda The Kinks Are The Village Green Preservation Society (1968) no era (tal como había sido la intención original) un proyecto de hombre solo con banda detrás.
Lo importante era que Davies estaba de vuelta y que presentaba material nuevo en un disco que –en su pareja calidad y en su manifiesto talento a la hora de tracks como “The Gateway (Lonesome Train)”, “Over My Head” o “Thanksgiving Day”– producía por momentos la sensación un tanto incómoda de estar oyendo a un hombre irritado con su propio mito y con el estilo que lo había consagrado como alguien único e irrepetible. La sensación se justificaba porque –lo explicó Davies entonces– Other People’ s Lives, ya desde su título, no era un disco “personal” sino un disco “de personalidades”. Momentos en los que Davies se ponía máscaras (entre ellas la de su detestable alter-ego jekylliano Max) para contar las vidas de otros. Lo que no le impidió, en las ruedas de prensa de entonces, advertir y anunciar que, ahora sí, conjurada la sequía de varios años, “mi próximo disco me permitirá, por fin, enfrentarme al mundo como yo mismo. Mi vida y no la de los otros. Canciones sobre lo que yo pienso y lo que yo soy”.
Bien, ese disco acaba de aparecer, se llama Workingman’ s Café y se cuenta entre lo mejor que jamás haya grabado Ray Davies. Y podría entenderse como la virtual continuación de aquel Muswell Hillbillies (1972). Pero si Muswell Hillbillies sonaba en su momento como un réquiem para los Swinging Sixties y la ya irreparable erosión de América y de su Sueño en el inconsciente británico, Workingman’ s Café –más de tres décadas más tarde, coincidiendo con la publicación de una buena biografía: Ray Davies: Not Like Everybody Else, de Thomas Kitts– cambia el pub como foco de resistencia por el deseo de un café de barrio rodeado de shopping-centers, Starbucks y tiendas Gap., desde el que Davies contempla, ya resignado, cómo aquella ola ha cubierto el mundo por completo y la globalización y las corporaciones son hoy la pesadilla del pequeño romántico. De eso, de esa nostalgia por las fronteras desaparecidas, habla y canta el tema que da título al álbum y “Vietnam Cowboys”, “One More Time” y “No One Listen”. Mientras que en “Your Asking Me” –donde interviene el baterista Kink Mick Avory– Davies se apresura a decir, por las dudas, que busquen las soluciones en otra parte porque “Si me lo preguntas / No sigas mi consejo”.
Workingman’ s Café es, también, la historia de un profundo desencanto: años atrás, un Davies enamorado lo dejó todo por amor, se mudó a New Orleans entusiasmado con empaparse de la atmósfera musical tan solo para descubrir que la relación sentimental estaba acabada, que no podía integrarse a ese exótico nuevo mundo y –para colmo– acabar baleado en la pierna por un ladrón luego de que el caballeroso Davies se lanzara al rescate de una cartera arrebatada. La cosa se complicó en el post-operatorio con una infección que casi se lo lleva, Davies prácticamente acusado por la policía de arriesgar su vida, un seguro médico que no cubría los gastos de su internación y el songwriter olvidado durante tres horas como víctima sin identificar. Y fue allí, entre fiebres, que Davies compuso “Morphine Song” (una de sus más grandes y más kinkiescas canciones en años, un tragicómico vaudeville de terapia intensivo donde el artista se maravilla aterrorizado por el lento latido de su corazón) y la alucinada “Voodoo Walk”. Y Davies comprendió que había llegado el momento de dejar de huir y enfrentarse a sus demonios y fantasmas y hacerse cargo del peso de su honorable pero rara leyenda. De ahí que Workingman’ s Café –y ésta es la gran noticia– suene más como un –otro– lost great album de The Kinks. Una ocasión para el regocijo. Nuevas canciones con regusto añejo y guiños sónicos al más venerable pasado. Por eso –aunque cueste– es recomendable postergar la lectura de las perfectas letras incluidas en el librito y, de entrada, escuchar dos o tres veces Workingman’ s Café con los ojos cerrados para deleitarse con los numerosos detalles y guiños sónicos que Davies –con su particular voz en estado de gracia, como si no hubieran pasado los años– hace a canciones como “Waterloo Sunset”, “Sunny Afternoon”, “Days” y “Demolition”. Y recién después emocionarse con versos en los que Davies –caballero del Imperio– pasea por un mundo sin Dios al que rezarle y en el que los amantes difícilmente vayan a firmar una tregua.
Así, Workingman’ s Café –que en Inglaterra vino de regalo con The Sunday Times del domingo antes de llegar a las disquerías– equivale a un regreso del fugitivo al punto de partida pero con toda esa experiencia acumulada: “Si el disco fuera un libro, comenzaría con la llegada de Blair al poder. Yo nunca quise irme de Inglaterra pero ya había pasado por Thatcher y yo pensé que él sería todavía peor. Y me escapé. Y todo salió mal. Yo estaba hecho mierda cuando grabé este disco, pero también quería probarme a mí mismo que podía hacerlo. Muchas de las canciones están inspiradas por el sentirme un completo extraño en Estados Unidos y no poder encontrar a nadie con quien tomarme una taza de té. Pero, para bien o para mal, mi capacidad de escribir canciones ha sido siempre mi gran aliada. Workingman’ s Café está marcado entonces por mi odio hacia los norteamericanos que apenas oculta una terrible insatisfacción conmigo mismo y por mi ingenuidad de pensar que yo sería alguien nuevo por el simple hecho de cambiar de continente. La cosa acabó como una de esas películas de terror en las que el monstruo que te persigue por el bosque de pronto está dentro de la habitación en la que te encerraste con llave y candado para escapar de ese mismo monstruo”.
El resultado del combate final se oye en la bellísima “Imaginary Man” –que podría salir de una de las casitas de la Village Green– donde Davies acaba abrazando con fuerza y amor, después de tantos años de correr en círculos, su “irrealidad”. Y el final –con la balada “The Real World”– propone un cierto contento, una especie de felicidad. Algo así. “Te mudaste lejos del mundo real / ¿Pero dónde está el mundo real?”, se pregunta allí Davies.
Buena pregunta.
Encontrar la todavía mejor respuesta en Workingman’ s Café.
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