Domingo, 9 de diciembre de 2007 | Hoy
SORPRESAS > BEN AFFLECK, DIRECTOR DE CINE
Nunca logró ser un actor interesante, ni un leading man con presencia ni un galán hipnótico. Tampoco supo elegir papeles ni películas. Quedó como el tontuelo detrás de su amigo Matt Damon, junto al que ganó un Oscar como guionista hace diez años. Pero parece que Ben Affleck tenía un talento escondido: su primera película como director, Desapareció una noche, es excelente y devastadora sin recurrir
jamás al golpe bajo y cuenta con un deslumbrante protagónico de su hermano, Casey, que de verdad es buen actor.
Por Mariano Kairuz
Y no, muchos no daban ni 50 centavos por Desapareció una noche, la primera película como director de Ben Affleck. Ese fue el punto de partida para los críticos (en Estados Unidos y acá) y no era para menos: proviene de un prejuicio de que Affleck se labró solo. Su actitud un poco canchera con un stock de gestos muy limitado y una capacidad para elegir (personajes más o menos interesantes en) películas pésimas. No es una observación a la ligera: alcanza con revisar un poco su filmografía post En busca del destino (Good Will Hunting, 1997) que Gus Van Sant dirigió sobre un guión por el que Affleck y su amigo de toda la vida, Matt Damon, ganaron un Oscar y se instalaron definitivamente en Hollywood: Armageddon; Shakespeare apasionado; Fuerzas de la naturaleza (con Sandra Bullock); Pearl Harbor; La suma de todos los miedos, y una secuencia aterradora en la que se apelotonan Daredevil (hay que verlo a Ben hacer de paladín ciego e híper sensible), Amor espinado (o Gigli, el producto-aborto de su relación con Jennifer López); El pago (uno de los peores Philip K. Dick para cine a cargo del peor John Woo); Padre soltero (paternidad primeriza y viudez, todo junto, según Kevin Smith), y Sobreviviendo a la Navidad (uno de esos bofes familiero-festivos, que acá fue a video).
Es cierto también que hubo una señal de recuperación en Hollywoodland, una película bastante aburrida con una gran historia para contar: la del misterio del presunto suicidio de George Reeves, el Superman televisivo de los ’50. Affleck interpretaba a Reeves como un tipo cansado, resignado, frustrado; toda una dimensión emocional ausente en casi todos sus personajes previos, y en su eficaz combinación de transformación física (aparece ligeramente engordado) y nuevo repertorio de humores y miradas: hasta nos convencía de ser un tipo casi 15 años mayor.
Desapareció una noche además vino a combatir otra expectativa muy negativa –aunque sobre esto ya no hay tanto consenso–: el temor a otra película demasiado intensa, grave, “importante”, con un discurso moral y religioso sobrecargado, como la multipremiada Río Místico, de Clint Eastwood. Y no por pura especulación: al igual que Mystic River, Desapareció una noche está basada en una novela de Dennis Lehane, y ambas comparten parcialmente temas y ambientación. En ambas hay niños secuestrados, abuso de menores, vidas familiares arruinadas; un discurso sobre la inocencia corrompida como un límite de tolerancia, y el ajusticiamiento por fuera de la ley. Pero Affleck, que además de dirigir su relato sin arrogancia, coescribió el guión adaptado, crea algo nuevo y distinto con su protagonista, Patrick Kenzie, una suerte de investigador hard-boiled, un detective privado tenaz pero vulnerable y creíble, que a pesar de verse demasiado joven y no suficientemente temible, tiene bastante barrio bajo encima como para abrirse camino por donde es necesario. En sus propias palabras, es el tipo que puede “hablar con aquellos que no hablan con la policía”. Kenzie le hace una promesa a la madre de la nena secuestrada, y a pesar de que no se trata de una mujer que genere mucha compasión ni empatía, sabemos que, como el policía retirado de Jack Nicholson de Código de honor (otra de menor abducida, dirigida por Sean Penn, protagonista de Río Místico: hay una circularidad nada casual en todo esto), la va a llevar hasta las últimas consecuencias. El mérito es en buena medida de Casey Affleck, el hermano menor de Ben, que interpreta a Kenzie y que acaba de ingresar en la categoría revelación-del-momento, gracias a la concomitancia de este estreno con el de El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford. Tal vez no sea nada extraño para quienes lo hayan apreciado en la poco vista Gerry (opus “existencialista” de Van Sant, con Matt Damon; 2002), pero sus personajes cargan con una angustia, un pesar de que no acumula electricidad para terminar estallando a la manera de Penn en el film de Eastwood, sino que lo llevan y nos lleva por un recorrido más oscuro, indefinido, sin resoluciones a la vista. Su Bob Ford es lo mejor del pretencioso western producido por Brad Pitt, así como se convierte en el auténtico centro vital de la película de su hermano: el tipo que debe cargar con las decisiones difíciles, las de hacer lo que corresponde eligiendo entre unas pocas alternativas, todas miserables. El que asume que no hay escapatoria, que todos pierden. Y el que se queda ahí para recibir y amortiguar las consecuencias, tal como queda expresado en el último, poderoso plano de la película. Una de esas imágenes que, con la misma impasibilidad de toda la narración –sin sentir jamás la necesidad de subirle el voltaje: el talento de Ben Affleck estaba acá– nos deja a solas con nuestra desazón, mientras empiezan a rodar los créditos finales, como pocas películas en los últimos tiempos.
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