Domingo, 16 de marzo de 2008 | Hoy
TELEVISIóN > SARAH SILVERMAN, ESA SALUDABLE INCORRECCIóN
Incorrecta, egoísta, miserable, mordaz, con cara de buena y lengua afilada, Sarah Silverman parecía haber sido una de esas grandes promesas del humor que, tras ser despedida después de un año de Saturday Night Live, moría olvidada por la maquinaria televisiva. Pero con The Sarah Silverman Program, no sólo les regala a quienes la seguían el placer de volver a verla, sino que se convierte en una de las más agudas e incorrectas comediantes de la televisión actual.
Por Hugo Salas
Buenas noticias. La alicaída señal del cable Sony –que fuera, en otros tiempos, parte fundamental del menú de los seguidores de series– parece dispuesta a corregir los desaciertos de sus últimos años, y comienza a advertirse una luz de esperanza al final del túnel. Sus noches P.I. (políticamente incorrectas) de los martes, concepto de programación frustrado por ese fallido intento de generar una programación propia que fue Nada que ver, levantan esta temporada la puntería con el impecable The Daily Show de Jon Stewart (uno de los mejores ejemplos de que es posible hacer humor político sin que deje de ser, justamente, político), Ten Items or Less, en menor medida That’s my Bush y Lil Bush (dos propuestas que se repiten: sátiras sobre el actual presidente de los Estados Unidos), pero por sobre todas las cosas —acierto decisivo— con la inclusión de una de los últimas grandes novedades de la comedia estadounidense: The Sarah Silverman Program. Es cierto, entre programa y programa hay que soportar Flash informativo, bobada cuya única virtud es la de ser breve, pero el sacrificio bien vale la pena cuando llegan las 23 y aparecen sobre la pantalla las diapositivas con que Sarah Silverman nos presenta “su vida”.
Tal vez su nombre no resulte familiar de inmediato, pero el rostro ahorra la confusión: sí, es esa chica que apareció fugazmente en Seinfeld, tenía un papel secundario en Escuela del rock (la harpía) y contó la versión más hiperbólica de un célebre chiste escatológico en el documental The Aristocrats, que aquí pudo verse en el Bafici. Surgida del ámbito del stand up, tras un primer revés en su carrera —estuvo tan sólo un año en Saturday Night Live y luego fue despedida—, rápidamente se convirtió en la comediante joven, probablemente la única sucesora de Janeane Garofalo. Al igual que ella, Sarah es ingeniosa, mordaz, políticamente incorrecta y extrema a la hora de abordar ese peculiar resquicio que los estadounidenses denominan “toilet humour” (humor de baño). El lugar desde el cual lo hace, sin embargo, aporta un giro más que interesante: mientras que Garofalo construye la intelectual progresista y perdedora, Silverman tiene cara de “buena chica judía”, casi el prototipo de la joven estadounidense promedio que venden las miniseries familiares, y lo explota a mansalva, aprovechando la incongruencia entre su carita “inocente” y las bestialidades que salen de su boca.
El programa, de hecho, emprende una sistemática destrucción de la noción de vínculos que plantea la sit-com, ese lugar último de reconciliación donde incluso una familia tan disfuncional como los Simpsons resulta querible, amable y contenedora. Sarah se interpreta “a sí misma”: una adolescente desempleada e inmadura que básicamente vive de su hermana menor Laura (interpretada por quien en la vida “real” es su hermana mayor, Laura Silverman), enfermera. Fuera de ella, la única relación más o menos estable de Sarah es con Brian y Steve, sus vecinos, una pareja gay que escapa a todos los lugares comunes (son “feos”, gordos, fumones, desalineados y demás). La banda se completa, en el primer capítulo, con la aparición de Jay, un policía de quien Laura se enamora y a quien Sarah intentará quitarse de encima, meramente por celos infantiles (de todos modos, hay que decirlo, Jay es el colmo absurdo de la “normalidad”, lo correcto y las buenas intenciones).
Lejos de la solidaridad (o, cuanto menos, la preservación de la “tribu”) que es norma del género, en cada capítulo la incapacidad de Sarah de pensar en alguien más que en sí misma, su inagotable exigencia de ocupar el centro de interés, la lleva a generar situaciones de conflicto de las que sólo ella puede extraer, al final, una conclusión previsiblemente disparatada y terrible, parodiando el sistema de la moraleja. En el capítulo que se verá esta semana, por ejemplo, el aburrimiento la lleva a hacerse un test de HIV, pero tras evaluar los factores de riesgo, sale de la clínica convencida de ser positiva (sin tener, aún, un resultado). Lejos de producir un cambio favorable, su temor la decide a organizar un comité de lucha contra el sida que, en realidad, no es más que una ONG dedicada a promocionar su propia imagen (todo esto, para colmo, el mismo día del cumpleaños de Jay). Más adelante, en quizás el mejor capítulo de la temporada, su necesidad de pilas para el control remoto, con tal de quitar de la pantalla un canal que transmite imágenes de niños con leucemia y pide donaciones, la llevará a interrumpir una maratón de discapacitados en sillas de ruedas y a acostarse con el mismísmo Dios (que es negro), a quien al día siguiente se sacará de encima —dejándolo despechado— con una excusa tonta y varias mentiras.
Mención aparte merecen los números musicales, uno por capítulo, que cierran el círculo de su irresistible parodia de la televisión edificante y la industria cultural positiva. En la línea de los discursos televisivos más cáusticos de la última década (en particular South Park, sin duda, y ante todo el personaje de Eric Cartman, a quien la Sarah Silverman ficcional debe por encima de lo calculable), el programa se confirma como una de las mejores noticias dentro del género de la sit-com. Sin novedades demasiado estruendosas, es cierto, pero estableciendo un lugar definitivo para una comediante que merecía algo más que su cuarto de hora.
The Sarah Silverman Program va los martes a las 23. por el canal Sony.
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