Dom 18.10.2009
radar

Partes de la religión

Desde hace más de treinta años, los shows de Charly García son para muchos casi tan importantes como sus discos: actos de resistencia durante la dictadura, celebraciones democráticas, shocks estéticos, rituales de pertenencia, happenings impredecibles y lugares de incontables resurrecciones. A menos de una semana de su anunciado recital en Vélez, Radar invitó a periodistas, devotos y testigos a repasar algunos de sus recitales más memorables como solista, desde aquél en Ferro ’82 hasta las presentaciones del todavía inédito Kill Gil en La Trastienda, pasando por los aplanadores shows de los ’80 y las desafiantes presentaciones de los ’90. Algo para leer mientras se espera un evento que ya es histórico antes de suceder.

› Por Martín Pérez

Ahí está la foto del afiche, con el artista sentado al piano, campera de cuero, auriculares puestos, tocando con los ojos cerrados.

A la derecha de la imagen aparece la frase publicitaria, que apenas si enuncia lo que cualquier fanático espera del objeto de su adoración, sea cual fuere. Casi como un calco de lo que un hincha le canta eufórico a su equipo en una noche de gloria, el afiche pide, asegura, promete: Tengo que volverte a ver.

Es una frase que no sólo es posible imaginar en boca de ese público ansioso de reencontrarse con su ídolo sino que también vale para ese ídolo que hace tiempo que no está en contacto con su público. Porque lo que el afiche anuncia es un regreso en una década –la que está terminando, la primera del nuevo siglo– que, en el mundo de la música, parece aún deber nuevas figuras de esas que trascienden, justamente, décadas. Pero, qué duda cabe, ha estado llena de regresos. De hecho, los regresos parecen ser –en estos tiempos de cambio de paradigma dentro de un mercado discográfico acechado por el fantasma del download– el último gran negocio que aún se puede gestionar a la vieja usanza. Como si ese regreso, paradójicamente, funcionase como guiño nostálgico tanto para la industria como para el público.

Pero, más allá de negocio y nostalgia, de lo que se está hablando con el regreso a los escenarios de Charly García es de un reencuentro. El de García y su público, por supuesto. Un público que, hay que decirlo, durante toda la década pasada aprendió –logro didáctico de la brutal pedagogía de Say No More– a dejar de llorar por lo que ya no está, y se entregó por entero a su ídolo, llegando a cantar en su lugar, si era eso lo que tenía que hacer para poder verlo en acción una vez más. Sucedió en aquel Ferro de Los Enfermeros, luego de aquella tan negada primera internación. Y también en aquel Obras de fines de los ’90, anunciado con afiches que anticipaban un repertorio que recorría toda su obra.

Así que no le hablen de nostalgia al público de Charly. Hace tiempo que entendió que –SNM dixit– lo que ves es lo que hay. Cuando el próximo viernes Charly García diga presente en el Estadio de Vélez –el día de su cumpleaños, que el año pasado lo encontró dentro de otra clínica, escuchando cómo algunos fans reunidos en la puerta cantaban sus canciones–-, el gran reencuentro no será con el público sino con el escenario.

Porque García es, qué duda cabe, uno de esos artistas que sólo se completan –¡se reinventan!– en vivo. Porque es sobre las tablas que sus canciones hablan de verdad, y se resignifican. Y porque sus shows siempre son un evento de esos que se recuerdan tanto o más que sus discos. Porque García es un animal escénico, una fuerza de la naturaleza, un artista en permanente estado de show. Un privilegio que siempre fue también trampa para quien lo ostenta, que varias veces intentó dejar el Charly de lado, y volvió a ser Seru Giran o Sui Generis e incluso Casandra Lange, todo con tal de poder esconderse detrás de algo, darle una entidad de show a eso que en realidad era su vida, que parecía tener un seguidor permanentemente apuntando sobre su figura.

No siempre fue así, eso está claro. El recuerdo de los shows de presentación de discos como Clics modernos o Piano Bar en el Luna Park, o el de Parte de la religión en el Gran Rex, se conservan musicalmente inmaculados en la memoria. Incluso la desmesura del bombardeo de Buenos Aires a cargo de Renata Schussheim para aquel Ferro inaugural de 1982 que significó el comienzo de su carrera solista –y en donde juntó, solo, más gente que el resto del rock nacional en BA Rock– tiene un sentido escénico que resguarda al personaje. Porque García ya era Charly entonces, pero estaba montando un show. Sólo eso. O nada menos que eso.

Pero si hay un momento clave en la historia de los recitales de Charly fue la primera vez que cruzó ese límite. Algo que sucedió en el electrizante recital que dio, a mediados de los ’80, como cierre del Festival Rock & Pop en Vélez, aquel en el que tocaron desde Nina Hagen hasta John Mayall. La segunda jornada, la que tenía que cerrar, sufrió demoras por un temporal, y los ánimos estaban caldeados. El campo se había transformado en un lodazal, y el público se dedicaba a hostigar a los artistas. A pedido de los organizadores, García salió al escenario a calmar a las fieras, algo que logró sólo con su presencia y algunos gestos, ya que no andaba el sistema de sonido. Semejante demostración de poder escénico similar a la que haría en el concierto de Amnesty en River –donde consiguió que el público imitase sus gestos cuando llegó el momento de cantar junto a las estrellas internacionales eso de Derechos humanos, ya– lo aceleró al punto de que cuando finalmente llegó su turno, realizó un show demoledor y al límite, con el que se llevó por delante a esa superbanda integrada por los GIT, Fabiana Cantilo y Fito Páez. “Quería ver quién me podía parar”, declaró después de aquel recital que resultaría ser premonitorio, ya que esa actitud sería la que primaría cada vez más en sus recitales. Para bien o para mal. Porque si de algo no se lo puede acusar a Charly es de no poner el cuerpo. Aún sin voz, sin músicos, e incluso sin canciones, García hizo del uso de su cuerpo una permanente apuesta escénica.

Algo que, por supuesto, terminó también funcionando como coartada. Admirable en tanto y en cuanto esa huida hacia delante se transformaba en desafío artístico, saltando siempre –como decían los Redondos– por sobre los decorados del rock. Atreviéndose, por ejemplo, a presentar su música de la manera más despojada posible, sin maquillar nada. Pero también convirtiendo eso en un manierismo más, en una parte más del show, algo a lo que recurrir –amagar bajarse los pantalones o iniciar una nueva cascada de teclados– cuando ya no haya más nada para dar, pero el público siga ahí, siempre esperando, siempre pidiendo más.

Ya sea desvariando públicamente en sus charlas con las estatuas del Teatro Opera, cerrando gloriosamente Cosquín de la mano de Mercedes Sosa pero con todo el mundo en contra, o arrebatándole el Himno a los fascistas de siempre y haciéndolo propio, Charly García no sólo es la música, siempre fue, también –y otra vez, para bien o para mal–, simplemente Charly García. O nada menos que. Actitud. Aguante. Rock and Roll Yo. Say No More.

Y ahora dicen –la publicidad, el afiche, las reseñas de los primeros shows, tengo que volverte a ver– que está de regreso. Con las manos llenas de canciones. De esas canciones. Y siempre –las últimas fotos lo dejan claro– sin dejar de poner el cuerpo.

Dicen que volvió Charly. ¿De dónde? Si nunca se fue.

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