Dom 18.10.2009
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> PIANO BAR (1984)

Tan feliz en el mundo

› Por Rodrigo Fresán

Cuando volví a Buenos Aires en 1979, una de las primeras cosas que hice fue ver a Charly García. Pura casualidad: un amigo de mi padre llevaba un teatro en un subsuelo de la calle Florida, pasamos por ahí a saludarlo, y allí Seru Giran presentaba La grasa de las capitales. Y sin tener la menor idea de qué significaba Sui Generis o de cómo funcionaba La Máquina de Hacer Pájaros –yo tenía dieciséis años y había pasado los últimos seis lejos, en Caracas, donde reinaban las All Star Salsa Bands y esa rareza que fue el Rick Wakeman mittel-caribeño Vytas Brenner–, me hice felizmente adicto a Charly García. Fui a todos los conciertos que dio con Seru Giran, leí más de doscientas veces el ejemplar de Expreso Imaginario en el que la banda sonreía en la portada, compré todos sus discos (y hasta los álbumes solistas de Aznar y Lebon), estuve en La Rural, y no dudé un segundo en ir de la cama al living chasqueando los clics modernos de alguien que siempre me ha parecido, sí, el que cierra y el que apaga la luz.

Pero lo que más me sigue conmoviendo es la presentación de Piano Bar en el Luna Park. Por un simple y sencillo motivo: fue el primero y el último recital de García al que asistí sin antes haber comprado y aprendido de memoria lo que allí sonaba. Me pregunto ahora por qué y no consigo darme una respuesta lógica. Es posible que mi vida por entonces fuera más bien complicada. Es posible también que el inesperado sonido de Clics modernos –como me sucedió también con Peter Gabriel III y 99,9 Fº de Suzanne Vega; la culpa es toda mía– me produjera cierto desconcierto y me hubiera alejado un poco de ahí. Pero, básicamente, me temo que, bueno, mi vida era muy complicada. No ese tipo de complicaciones sino aquellas otras. Algo así.

De cualquier modo, entré a ver Piano Bar y –como suele ocurrir muy de vez en cuando– salí diferente a como había entrado. Recuerdo poco de la noche en sí, pero nada me cuesta imaginar a una banda implacable (GIT + Fito Páez) en acción y el habitual gusto de una puesta de Renata Schussheim (otra amiga de mi padre, responsable también de la obsesiva y caligráfica portada de Piano Bar), y el entre disciplinado y anárquico desfile de greatest hits. Pero lo que más me impresionó de todo fueron las, para mí, desconocidas canciones nuevas. Yo no las cantaba porque no las conocía; pero las escuchaba con los ojos bien abiertos. Eran todas formidables, perfectas, impredecibles, impecablemente balanceadas sus músicas con sus letras que se convertían, instantáneamente, en slogans existenciales: “Demoliendo hoteles”, “Promesas sobre el bidet”, “Raros peinados nuevos”, “No te animás a despegar”, “Tuve tu amor”, “Cerca de la revolución”, “Total interferencia”... Pocas veces los títulos de canciones se convirtieron tan rápidamente en lemas de/generacionales. Pocas veces las canciones me “miraron” mejor. Temas que parecían hablarme directamente a mí y, seguro, las más inteligentes y descarnadas torch love songs jamás compuestas por alguien de la Cruz del Sur.

¿Qué era exactamente Piano Bar?, me pregunté entonces. Piano Bar –me respondo ahora– no era pop de estadio, ni de teatro, ni de disco, ni de pub, ni de esquina. Piano Bar era y es y continúa siendo algo que podría definirse como depto-pop: pop de departamento. No sonido ambient sino el modo en que suenan uno o dos o, como mucho, tres ambientes. Armonías dis/funcionales, pequeña música nocturna prolongándose, inmensa en la oscuridad, hasta bien pasado el mediodía porque, después de todo, exactamente para eso se inventaron las persianas, las persianas bajas.

A partir de esa noche siempre tuve la seguridad que ése era y sería el mejor disco de Charly García. Una vez se lo comenté en el centro de una entrevista y me reprochó el cómo podía disfrutar de algo tan “doloroso”. Lo mismo que años antes decía Bob Dylan cuando le alababan por todo lo alto las bajoneadas y celestiales canciones de su Blood on the Tracks. No importa, lo siento por ellos.

Lo que sí me importó a mí fue que me habían invitado a un piano bar mucho mejor que mi departamentito de enfermero anormal en vía muerta. Y que esa gran casa que supuestamente estaba en orden, pero no. A exactamente eso le cantaba Charly García. Estrofas y estribillos interiores pero sueltos por una ciudad en la que nadie estaba tranquilo y por qué habría que estarlo.

Recuerdo que esa noche dormí poco, que los chicos allá en la esquina pegaban carteles, que el pueblo pedía sangre, y que, muy temprano, a la mañana siguiente –repitiendo en voz baja eso de “Pero si insisto, yo sé muy bien te conseguiré”– me paré en la puerta a esperar que abrieran mi disquería amiga para comprarme, para que me vendieran, por favor, Piano Bar.

Y –aunque mi vida ya no es complicada, yo no he salido de ahí adentro desde entonces, yo estoy cantando esta canción– lo conseguí.

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