> PARTE DE LA RELIGIóN (1987)
› Por Sergio Marchi
Ya andaba volado, pero no había perdido fama. Todo lo contrario. El Charly García que presentaba Parte de la religión en una serie de shows en el Teatro Gran Rex era rápido y furioso. Atrás había quedado el susto de su primer escandalete serio (la bajada de pantalones en Córdoba había sido apenas un arrebato), que fue la tan demoledora como agresiva aparición en el cierre del Festival Rock & Pop en 1985. Allí, por primera vez, se le vio la peligrosidad que habría de darle un componente adicional a su figura, y que terminaría por llevarlo a la ruina total. Fue un show donde se lo vio tan sacado que embistió a un camarógrafo y agredió a toda su banda (los GIT y Fito Páez), la que después se separó. “Quería saber quién era capaz de pararme”, sugirió tiempo más tarde. En 1987 todavía faltaba un año para el bochorno que protagonizaría en Amnesty.
La banda era nueva, profesional y quería demostrar que estaba a la altura del número uno que era Charly García. El Negro García López venía de La Torre y Miguel Mateos (el fiambrero, según García); Fernando Lupano también, pero se salvó de las cargadas. Fernando Samalea había sido el único que quedó de Las Ligas (banda anterior); Richard Coleman se había ido para meterse en serio con Fricción. Fabián Quintiero todavía era “Von”, y venía de tocar con Soda. Alfie Martins era el otro tecladista. García jugaba por toda la cancha, y los hacía ensayar y zapar en la calle Humboldt. Aún no se había sumado Hilda Lizarazu (Fabiana haría coros en el Gran Rex); eran todos hombres y si bien García era el jefe, los muchachos eran sus muchachos. Reinaba la joda y cierta camaradería que los llevaba a tocar por cualquier lugar, copándolo cual grupo comando.
Aquellos shows del Gran Rex fueron increíbles. La banda estaba a punto caramelo y García se encontraba en estado de gracia. Nadie le podía tocar el culo y, con la incorporación de Parte de la religión al repertorio, le sobraban las canciones para armar un buen show y sorprender, de cuando en cuando, con algún oldie: en esos conciertos fue una versión new wave de “Estación”, de Sui Generis. Inolvidable la coda final de “Rap de las hormigas”, en donde iban subiendo de tono hasta llegar a un punto en el que la sesera parecía estallarte en veinticuatro bonitos pedazos. “Buscando un símbolo de paz”, era el hit de aquel año y lo cantaba todo el mundo: era el García que estaba otra vez optimista, tras la hidrofobia de Piano Bar y la incertidumbre de esa rara aventura llamada Tango.
Si la memoria no me falla, hubo dos series de shows en el Gran Rex: a mediados y a finales de 1987. Los últimos fueron de lo mejor de toda la carrera de Charly; la banda no era tan poderosa como la de los GIT y Fito Páez, pero Charly la había moldeado a su gusto. Sonaba como él quería, con precisión y justeza. Podían zapar y se bancaban esas madrugadas de ensayo interminables como soldados y sin perder el compás. De los “recreos” surgió la versión de “Jugo de tomate frío”, que antecedía a la despedida con “En la ruta del tentempié”, donde los músicos iban desapareciendo uno por uno, hasta que Samalea se levantaba de la banqueta y la máquina de ritmo iba haciendo un fade-out, como el lento descenso a lo terrestre cuando uno ha tocado la cúspide del placer.
Seguramente, el Negro García López, Fabián Quintiero y tal vez Hilda hayan evocado aquellos tiempos durante los ensayos que ahora desembocarán en Vélez, donde García será formalmente descongelado de su forzada hibernación. Este show será lo más parecido que hoy pueda conseguirse a aquella mortal seguidilla del Gran Rex, 22 años más tarde. Los más jóvenes no conocieron aquello. Será ésta una oportunidad, para Charly también, de acercarse a esos tiempos donde era imbatible. Y de sentir el poderío de su propia música. Quizá la medicación que le faltaba para olvidarse de ser rey y ser feliz.
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