> KILL GIL (2007)
› Por Pipo Lernoud
Tengo suerte, en los últimos años me tocaron casi sólo buenos recitales de Charly. Recuerdo a principios de la década, un Obras vestido de blanco, el primero de una serie que prometía recorrer toda su historia, y que fue relativamente prolijo y desgranó una larga hilera de sus mejores temas.. Aparentemente el tercero de esa serie terminó violenta y escandalosamente, borrando toda esperanza del murmurado “parece que Charly ahora está bien” que se repetía en esos días.
Después de seguir toda su carrera desde Sui Generis hasta los ‘90, acompañarlo en algunas giras, después de hacerle reportajes por cada disco y vivir la locura de muchos backstages, desde Say No More me había tomado unas vacaciones de García, a partir de un Roxy (aquel sótano claustrofóbico en Congreso), en el que reinó el caos y Charly se regodeó en los fans más jóvenes que le festejaban todas las piruetas cirqueras y los maltratos al público. Aquello para mí fue como una saturación. Decidí hacer una pausa, dejando pasar los escándalos bajo el puente.
Pero mi hija menor se volvió fanática justo cuando yo abandoné el vicio García. Sus discos empezaron a sonar en casa desordenadamente, al estilo mp3, sin estar necesariamente organizados en épocas, en álbumes, sin lógica aparente. Para un periodista eso es desesperante, y tuve muchas discusiones con Julia, insistiéndole en que cada canción pertenece a un tiempo y a una situación cultural y social. A Julia le daba lo mismo. A ella le pegaba Charly. Pero no sólo el personaje, sino las canciones, las letras, el clima, el humor. Incluso el par de veces que se lo presenté no le resultó interesante. Charly para ella eran las canciones, que expresaban cosas que sentía propias aunque no entendiera del todo. No se enganchó con la anécdota y el personaje, aunque estuviera todo pintado de rojo con las uñas negras y toda la mise en scène de la época habitual de Say No More.
Hay como un abismo generacional alrededor de García. Los que venimos por años admirando al García sociólogo/profeta, el tipo que dijo siempre la justa y plasmó el espíritu de cada época en discos y shows memorables, estamos en un lado. Del otro lado, los que lo conocieron como un personaje libre, en guerra contra el mundo, encendido y gastado por substancias y líquidos de todo tipo, en una especie de universo propio, un tren disparado hacia lo desconocido. Para los chicos, nuestra versión “sociólogo” se parece a sus padres, a lo que les enseñan en la escuela, a lo que predican los canales de televisión y los programas de radio. El personaje libre, el Say No More, en cambio, está tan lejos de sus padres como Jimi Hendrix estaba de los míos. Y yo, como padre, lo reconozco. Está en un mundo de libertad, venga lo que venga. En estos tiempos en los que logramos que el rock sea finalmente aceptado como parte de la “cultura”, Charly se había desmarcado de eso, quedando una vez más por fuera de los carriles bien pensantes.
Una noche, Julia me convenció de acompañarla a verlo, esta vez en la Trastienda, presentando su malogrado disco Kill Gil. Fui sin expectativas, con el permanente temor a la frustración que provocan los recitales de Charly de la última década.
Ya me gustó que la entrada propusiera “Olvidate del rock nacional” y que el escenario de La Trastienda, que parecía más pequeño que de costumbre, estuviera oculto detrás de un nylon transparente. Una escenografía improvisada pero llena de misterio. A diferencia de la mayor parte del rock nacional ya domesticado por la industria, con Charly uno siempre se pregunta: “¿Qué pasará esta vez?”.
Charly entró con una capucha que le daba un aire tétrico y, de espaldas al público, atacó los temas de Kill Gil, que yo no había escuchado, pero que sonaron potentes aunque caóticos.
Mientras Charly cantaba una chica de túnica negra y una especie de chador musulmán que sólo permitía verle los ojos, pintaba frases como “I hate New York” y dibujos en el nylon, creando un telón en el que se reflejaban luces y colores. Tras el nylon, Charly y los músicos chilenos Kiushe Hayashida en guitarra, Tonio Silva Peña en batería y Carlos González en bajo, tocaban a todo volumen y muy desprolijamente los temas de Kill Gil.
Con un whisky en la mano, le dedicó a su madre “Corazón de hormigón” que, según dijo, fue la primera canción que compuso en su vida, a los nueve años. “El corazón es blando / el corazón perdona / pero tu corazón parece de hormigón. / Por eso a ti te pido / ablanda tu corazón”, entonaba Charly, burlón, poniendo una vez más sus conflictos familiares en el escenario. Para completar la parentela, le dedicó el tema “Pastillas” a su hijo Miguel.
Pude reconocer una excelente versión de “Mirando las ruedas” de Lennon, un tema que parece escrito por John para Charly y que él ha traducido –en todos los sentidos– muy bien: “Dicen que estoy loco / haga lo que haga / y me dan cantidad de consejos / buenos para nada. / Cuando digo que estoy bien / me miran sin entender, / ‘¿Cómo podés ser feliz / si no estás en nuestro tren?’”. Para rematar el tema, Charly se bajó pantalones y calzoncillos (la larga camisola tapándole las partes pudendas) y mostró el culo al salir por bambalinas para el intervalo.
¿Qué podía pasar a partir del culo, que siempre marca el comienzo de la hecatombe García? Música poderosa. Charly atacó “Demoliendo hoteles”, que marcó el comienzo de una seguidilla de grandes temas interpretados con ardor y desprolijidad: “Influencia”, “Vicio” (que anunció con un “ahora viene la parte de Bailando por un sueldo, mientras se refregaba con el pie del micrófono como si estuviera en el baile del caño), “Adela en el carrousel” y otros, tocados todos con furia. A esta altura, todos estábamos aceptando que el “happening García” nos había envuelto en su vorágine, y valía la pena. Para confirmarlo, García, de impecable traje blanco, cantó solo al piano una conmovedora versión de “Desarma y sangra” que me hizo pensar que, cuando quiere, vuelve con todo. El remate fue, por supuesto, un violento rock and roll con Juanse de invitado, que ambos cerraron tirándose sobre el público que ardía de entusiasmo.
A la salida, tumultuosa y feliz, me reencontré con Julia, que se había perdido en el pogo junto al escenario. Y me surgió una frase: “Digan lo que digan, este tipo está más vivo que todos nosotros”.
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