Domingo, 21 de marzo de 2010 | Hoy
Por Juan Ignacio Boido
Es difícil hablar de El oficinista, y es difícil porque, justamente, es uno de esos libros que se definen a sí mismos: libros cuya lectura son su propia definición. Libros que se presentan con la contundencia de una obra acabada, de una sola pieza, que existe en el mundo para explicarlo un poco mejor.
Por eso, también, establecer su linaje es algo necesario que puede resultar, sin quererlo, injusto: porque las referencias, en una literatura tan parricida como la argentina, presuponen una paternidad. Es cierto que en sus páginas se respiran Arlt, Kafka, Mariani, Dostoievski: el desasosiego irreductible, el laberinto de la soledad, la esperanza ilusoria del amor que nos salvará, la exploración de una conciencia entregada al impulso vital que la destruirá. Pero en El oficinista esas referencias, esos ancestros o precursores, se encuentran no como marcas, como prótesis que sostienen el cuerpo del libro, sino ya asimilados, metabolizados por el esqueleto, hechos parte de sí por su autor. Por eso, tal vez sería más justo pensar en equivalentes: pensar en la descarga eléctrica de Los pichiciegos de Fogwill, o la respiración ominosa de La ciudad ausente de Piglia. Porque de esa intensidad y de ese calibre es la relación que El oficinista establece con su época: Saccomanno, que viene de una trilogía que dialoga con el pasado (el bombardeo a la Plaza de Mayo del ’55 en La lengua del malón; la proscripción del peronismo en El amor argentino; el terror bajo la dictadura en 77), de pronto entrega una novela que fuga hacia el presente, hacia esa forma más cruda del presente que parece estar siempre ligeramente en el futuro. Una ciudad asfixiante, sofocante de noche, abrumadora de día, que se deshilacha en suburbios ralos y populosos, como una falda de opulencia y podredumbre a la vez. Un artefacto literario por el que los ojos se deslizan como sobre una superficie compleja pero lisa, perfectamente ensamblada, que parece tallada en una sola pieza. Un libro en el que –como en ciertos dibujantes– estilo, trazo y respiración son una misma cosa: las palabras parecen cosidas por un mismo hilo negro, lírico y áspero, que entra y sale de las páginas de principio a fin. Su dibujo es una ciudad que es y no es Buenos Aires –en parte Blade Runner y en parte Eternauta–, por cuyas calles se desplaza no sólo un personaje, un protagonista, un espectáculo endemoniado de niños asesinos y lluvia ácida, atentados y abnegados, sino un lenguaje cargado de sentido. Como Bolaño, alcanza en sus destellos la altura trágica y mítica de la soledad irreductible de un alma en el infierno contemporáneo y latinoamericano.
Pero si Bolaño escribe con un estilo que avanza como la niebla, como un zumbido, como un trance, como la mente de un sonámbulo que cada tanto alza los párpados para asomarnos al horror y la belleza del mundo reflejada en sus ojos, el de Saccomanno es un estilo de ojos abiertos que no parpadean, filoso y helado como las pupilas de un zombi, de muerto que ha sobrevivido a la muerte. Saccomanno prefiere no pensar en sí mismo sino en su materia: en el horror del mundo del que está hecho, que lo agobia, que lo nutre y que lo acorrala: igual que la maza castiga a la piedra y a la vez le da forma, el mundo castiga a la conciencia hasta revelarla a sí misma. El oficinista, como un Bartleby dispuesto de pronto a hacerlo todo y a abandonarlo todo por la ilusión del amor, descubre que en el mundo de hoy el amor ya es un recurso en extinción, y que su historia es todavía más triste, más reconcentrada, más solitaria: el amor que pierde también es el propio. Con él, el libro avanza sobre el vacío, como esos puentes que se construyen en el aire a cada paso. La belleza del mundo ya ha quedado atrás. Debajo late el vacío absurdo de nuestras vidas. Cada paso tiene la urgencia de la época y la resignación de quienes la habitan. A cada paso, el libro se adentra en esa familia de novelas cortas, lanzadas, rápidas y ralentizadas que tienen, todas, un mismo protagonista: un personaje parado en el borde de sí mismo, un personaje a punto de descubrir que la libertad es esa zona resbaladiza y pantanosa, tal vez inalcanzable, entre la vida que tiene y la muerte que le espera.
Difícil volver a caminar con los mismos ojos la zona del Bajo, las torres, los pubs y los prostíbulos, después de leer este libro. Pero es probable que lo mismo le pase a quien lo lea en Rosario, Montevideo, DF: todas las ciudades tienen su Bajo. La soledad se impregna, como la humedad, como el olor a carne quemada, en quien atraviesa el libro. Nada en él abriga, salvo la literatura. Ni siquiera el amor, como el rayo débil de un sol sin fuerza para penetrar en la atmósfera oscura de nuestra vida, llega hasta nosotros para redimirnos. Así de perdidos estamos, nos dicen las páginas de El oficinista. Caminando en una ciudad inundada de luces artificiales y perros clonados, una ciudad junto a un río inmóvil en cuyas aguas, por las noches, se desplaza un iceberg que se derrite como nuestras esperanzas. Una ciudad, también es justo decir, con un libro como éste en sus librerías.
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