Domingo, 21 de marzo de 2010 | Hoy
Por Claudio Zeiger
“Al abrir la puerta de la gerencia, encristalada de vidrios japoneses, Erdosain quiso retroceder: comprendió que estaba perdido, pero ya era tarde.” Así empieza Los siete locos y el largo calvario angustioso de Erdosain. Y es que todo está perdido de entrada, desde la primera frase, la primera letra. Todo lo que sigue es una extensa glosa a la derrota original, a la soledad sin atenuantes del ser humano que no puede sino terminar como empezó: solo. Pero saberse perdido de antemano, no ahorra la vida. Y tampoco el optimismo tan absurdo como irrevocable que lleva a buscar la redención.
El oficinista, cuando empieza la novela de Saccomanno, está solo. Solo en la oficina. Haciendo horas extras, prolongación agónica del trabajo. Y cuando se cruza con la secretaria, que también está sola, surge un chispazo de ilusión. La novela es la ampliación de ese chispazo: del resplandor a la hoguera.
Erdosain está perdido, pero no está solo en la genealogía de El oficinista. Está acompañado por un conjunto de personajes de oficina que conviven en el no siempre tomado en cuenta Cuentos de la oficina de Roberto Mariani. Mariani publica ese libro un año antes de El juguete rabioso, pero podría decirse que a su modo es tan modernamente inaugural como la primera novela de Arlt. Echa luz, inventa, a la clase media. Y eso, en la literatura de los años veinte, era muy moderno. Es el oficinista de Mariani el hombre que está solo y espera, pero con un matiz: tiene miedo. Vive aterrado por perder lo que tiene. Y eso lo convierte en un ser derrotado de antemano y moralmente ambiguo.
Derrota y soledad. Modernidad y miedo. Angustia y terror. Ahora sí estamos en el pleno universo de El oficinista.
Además de solo, el oficinista está paranoico (miedo exacerbado a perder lo que se tiene) y por eso cuando conecta con otro oficinista que le tiende la mano, su secreto regocijo es mordérsela. Pero no es menor el dato de que el oficinista segundo, espejo involuntario del primero, tiene sueños de redención en la Patagonia, ama a los escritores rusos y sobre todo, escribe. ¿Qué escribe? Apuntes para un libro, retazos, fragmentos. Es un escritor furtivo, adornado por Saccomanno con algunos atributos de una serena santidad que al oficinista le repugna particularmente. Por ausencia –o tenue presencia– es un personaje clave y ambiguo. Está borroneado. ¿Qué habría sido de él de persistir en la vida, en el mundo? ¿Qué habría sido de sus sueños, de su utopía un tanto cerrada sobre sí misma, de su amor por la literatura? En una novela que no nos ahorra horrores, esta conjetura, sin embargo, queda piadosamente silenciada.
Confieso que al comenzar la lectura de El oficinista, la ambientación y escenografía de apocalipsis de futurismo y comic me parecía excesivo para la historia de un oficinista. Al promediar, empecé a darme cuenta de que era el único escenario posible, el único clima existencial posible para esta paradójica odisea en la que un hombre no quiere volver a casa aunque esté buscando su lugar en el mundo. Desde luego, se sabe de la devoción de Saccomanno por la historieta y en particular por El Eternauta. Pero en El oficinista el adentro y el afuera –la oficina y el espacio público asediado, zona de un combate inútil y perpetuo– se combinan de una manera “inmejorable” para dar la medida de la desolación más absoluta del ser humano: la aventura de la soledad.
Se pueden acumular nombres y citas para la tradición de esta aventura. Dostoievski, Kafka, Ballard, Houellebecq, Onetti. O como señalaba antes y acotando al ámbito argentino, leerlo entre las cuatro paredes de la “oficina” de la literatura argentina, entre Arlt y Mariani. Y creo que es válido decirlo porque El oficinista es un artefacto literario (no lo parece porque trabaja en el polo opuesto del estilo artificioso) pensado y ejecutado impiadosamente línea por línea, novela que parece escrita bajo un amortiguado manto de un silencio lleno de ruidos afónicos, crujidos, señales, avisos de la noche más profunda. Es (y acepto que esta interpretación es un plato que se sirve caliente) la metáfora más acabada de la soledad del escritor. El escritor que está solo en su noche. Y no se trata de una soledad sobreactuada ni de una soledad superficial. No es el escritor que se siente solo en el universo de la sociedad de consumo, el escritor incomprendido. No es tampoco la soledad del escritor de oficio que tiene que encerrarse para escribir. Es una soledad más profunda y más sonora. El murmullo de la literatura del pasado lo asedia y lo aturde. El futuro es una placa velada. Está solo porque estalló el mundo y ya no hay público. Y por algún motivo está condenado a escribir. Está condenado a la soledad. Haciendo horas extras, tecleando, rumiando planes, fatigado. Como un oficinista.
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