Domingo, 16 de mayo de 2010 | Hoy
Doscientos años de Historia, una búsqueda y un material asombroso y dos fotos por año que dialogan, se complementan, se tensionan: el libro 200 (La Marca Editora) ofrece un mosaico hipnótico, mareante, familiar, desconocido y alucinante de la historia del país a través de sus imágenes. En el prólogo, del que reproducimos algunos fragmentos, Horacio González indaga en lo que nos permiten saber de lo que pasó y en lo mucho que todavía guardan, esperando las palabras que sepan leerlas.
Por Horacio Gonzalez
Este conjunto de imágenes sobre los 200 años de vida nacional argentina nos propone varios problemas. En primer lugar, no sólo asistimos al paso del tiempo, sino también al pasaje de la pintura a la fotografía. Y asimismo a su inesperada complementación.
Hay guerras, masacres, destrucción. ¿Pero no son estas imágenes irreparables un gran tinglado conmemorativo, un museo imaginario? Mirándose entre sí, fotos y pinturas parecen sacadas de cuajo de su pertenencia a un modelo o a una cosa preexistente. Sin embargo, como si surgieran de un ensueño, forjan otra obra. No son degüellos reales o un combate naval real. Son ilusorias, pero componen una real y contundente historia argentina. Evanescente y entremezclada, caótica. Pero efectivamente existente. Verdadera.
Historia militar, pero también historia de la vida cotidiana. Resulta fácil realizar un contrapunto, pero a poco, éste deja paso a una rara fusión. Se entremezclan y se invaden mutuamente esos grabados de la época de Rosas –un “Almacén al por mayor”, imagen que sorprende por su visión frontal y su maciza ausencia de perspectiva, que le otorga un aire ingenuo o infantil– y la conocida litografía de Hipólito Bacle del ajusticiamiento de los hermanos Reinafé frente al Cabildo, plena de ingenio resolutivo, vecina al manejo de tiempos superpuestos que tan luego resolverían las imágenes móviles del cine. Diseña figuras populares un tanto brueghelianas, con una plaza pública sarcástica y dominguera. Vemos ahí un episodio de la vida colectiva que conmocionó al país –se acusaba a los Reinafé de haber ordenado la muerte de Quiroga–, pero la observación agudísima de tipos, caracteres, vestimentas y gestos no nos deja olvidar en ningún momento que estamos frente al litógrafo que retrató profundamente la cotidianidad y las modas de la época.
Esta compilación de imágenes pretende un poder narrativo de conjunto, basado precisamente en la indicación de sugerentes paradojas. Tomemos el retrato del coronel federal y el de Esteban Echeverría. El coronel es representado como en un retablo medieval, hierático y unidimensional, mientras cabalga hacia la eternidad en medio de escudos estatales y políticos, luciendo su vestimenta principesca entre arábiga y occidental. En tanto, Echeverría es mostrado envuelto en un manto o capote, predicando con calma en medio de una tormenta que emerge a sus espaldas, lo que era la forma romántica del desierto. Cara o cruz, se dirá. Pero no, son las distintas estaciones, quizá complementarias en el nivel de la imagen, del vía crucis de la historia argentina.
200 propone un ejercicio de contrastes, tanto de estilos artísticos como de contenidos históricos, pero en verdad todo este enorme territorio de figuras expresa la imagen de un país cuya historia no tiene centro y cuyo relato sería un logro imposible, si no estuviera ligado a una brusca sinopsis de tiempo, sangre y tecnologías de representación de la realidad. De repente, hojeando estas páginas, aparece en reiteración el corte de cabezas (el óleo de un episodio de 1841, la decapitación de Avellaneda y otro de Bernaldo de Quirós titulado Degüello federal) y de pronto irrumpe la primera fotografía tomada en el país. Corresponde a un daguerrotipo de 1843 con la imagen de Miguel Otero, gobernador de Tucumán. Su figura nos llega un poco desorbitada, como si aún fuera portadora de la agitación al entrar al estudio del daguerrotipista o, acaso, poseído por el sobresalto propio de las luchas entre unitarios y federales, de las que ha participado activamente. Es una cabeza íntegra, no degollada. La fotografía es civil, progresista, civilizatoria. La pintura, en cambio, busca la zona oscura, la postulación romántica, el corte de cabezas, la sangre derramada.
El movimiento no lo posee aún la fotografía, sino la caricatura, el dibujo, la viñeta vivaz realizada por diestros ilustradores, como aquella que representa el asesinato de Urquiza en 1870, con López Jordán y los hombres de su partida en un salón del Palacio San José, en una escena irreal, decididamente onírica, pero que resume toda la sabiduría de los grandes artesanos de la imagen de los que se vale el periodismo de la época para representar el acto criminal, tanto el crimen doméstico como el crimen político.
Ninguna de estas representaciones llega a tener el mismo grado de alucinación que la célebre La vuelta del malón pintada por Della Valle en 1892, y que puede considerarse una síntesis dramática de todo el siglo XIX argentino. La imagen contrapuesta a la del malón es la de la entrada de una locomotora del ferrocarril del Chaco santafesino para explotar la madera. En el primer caso, la partida indígena sale de la civilización pillando sus bienes para llevarlos a las tolderías; en el segundo, la civilización entra a la selva. Y llamará “barbarie” a todo aquello que desde su perspectiva no tiene ningún derecho frente a las máquinas y la economía, y no se privará de saqueos, que serán considerados como el costo del progreso.
En algún momento coincidirán la fotografía y el cine, quizá no como complemento sino como contrapunto de métodos que parecen muy próximos pero arrojan resultados muy diferentes. ¿Qué ocurre cuando llega el cine? La historia –su representación– se hace más compleja. Historia, pintura, cine, fotografía, se buscaban y se rechazaban en movimientos simultáneos, contradictorios y complementarios. El juego permanente, el abismo natural del arte, los convocaba. La representación en la representación. Y el tema podía ir desde la llegada de un presidente extranjero hasta la reconstrucción de un fusilamiento que marcaría toda una época.
En esta línea representativa, 200 recoge la reconstrucción de un hecho de sangre célebre: el coronel Varela muerto por Wilkens en 1923 frente al árbol de la calle Fitz Roy. Esta imagen sugiere la dificultad de una narración de la historia que suponga que la distinción entre hechos puros y su representación ficcional puede ser fácilmente establecida. Por el contrario, la radical incerteza de ese distingo es la materia propiamente histórica. No lo descubrió Caras y Caretas. Más bien, Caras y Caretas es producto de esta indistinción. La historia siempre está al borde de significar plenamente cuando encuentra su reproducción, por los medios que sea.
Un ejemplo de esto es la célebre fotografía de 1945, con los manifestantes del mes de octubre sorprendidos con “las patas en la fuente”. A primera vista, los hechos ocurrieron así, no emanan de ninguna reconstrucción. Pero una y otra vez esta fotografía nos dirige hacia la espesura del mito. Alguna vez, un fragmento de la realidad oscura del tiempo se mostró así, exactamente como lo captó el empírico fotógrafo desconocido. Pero esa foto fue publicada en un diario, que fijó entonces y para siempre lo que era el flujo incesante de los momentos presentes, generando una detención brusca de las cosas, estacionándose en esos fantasmas que refrescan sus piernas en la fuente pública. La detención súbita de lo real comienza por ser un arquetipo y enseguida se convierte en un mito. Este se torna una irrealidad de la realidad. El episodio ocurrió, pero ahora ocurrió sólo así, servido en bandeja a poetas, cantores populares e indagadores del mito. Y siendo mito origina la tentación opuesta. Se hace preciso entonces buscar sus rastros humanos. Y así, muchas veces se investigó quiénes eran los protagonistas de esta foto, que es blasón, bandera y sello. En un momento –cuando hace unos años el periodismo se entretenía en esas averiguaciones– eran hombres ya ancianos. Muchos estarán muertos ahora. Mejor dicho, la fotografía ya los estaba traduciendo, en el mismo momento en que era tomada, a una de las tantas formas de la muerte.
El peronismo es precisamente uno de los temas persistentes de este libro a través de sus imágenes de tantas formas articulables. En 1951, en el balcón del conocido abrazo de Eva Perón y su marido, emerge la figura de Cámpora aplaudiendo. Su gesto parece fatuo, lisonjero. La foto es nítida, oficial, pero destila un drama indescifrable. Es el Estado en su forma hierática pero trasunta una inminente tragedia. Si avanzamos rápidamente con las imágenes, a la manera de un cine con sacudidas espasmódicas, encontramos nuevamente a Cámpora en 1973. No reconocemos su rostro en medio de una Casa Rosada cubierta por la multitud, con los carteles gigantescos, los gritos, los cánticos (estos últimos no los escuchamos). La serie peronista de la historia argentina en las páginas de este libro nos ofrecerá además los grandes sepelios, el de Eva y luego el de Perón, la gran película de Hugo del Carril Las aguas bajan turbias, manifestantes arracimados sobre las estatuas patrias y, de repente, una platea cinematográfica con un Perón enfundado en gafas para ver el cine tridimensional, novedad que llegaba a la Argentina a mediados del siglo XX. La aparente dispersión de planos que muestran estas imágenes es aleccionadora. Hay guerra, cine, moda, tragedia. No alcanza una mirada única para abarcar todas las dimensiones. O mejor dicho, nadie puede seguir una secuencia de imágenes pretendiendo que maneja todo el repertorio de trazados que a partir de ellas podría hacerse.
Muchas imágenes –¿o todas?– tienen un efecto sorprendente, una condensación que obliga a construir textos equivalentes muy sutiles, porque no es cierto que valgan las imágenes más que las palabras. ¿No son ellas palabras viviendo otra vida, no superior ni diferente de la de las palabras? ¿Qué nos exige esta sucesión de cuadros como los que enumeramos al azar? Por ejemplo, la familia del cacique Coliqueo, con los varones enfundados en el uniforme del Ejército Nacional que los ha derrotado; Sarmiento muerto en una pose que parece un ligero pero ominoso descanso; las distintas versiones de la Plaza de Mayo con recova o sin ella, con aguateros o con montoneros, con carretas o con cadáveres junto a los pozos que dejaron las bombas, con el Fuerte o con la Casa Rosada. O por ejemplo, las escenas de fusilamientos, los numerosos retratos al óleo donde la mirada del hombre público condensa el gran ojo del Estado; los grandes lienzos de Juan Manuel Blanes, que también en los billetes del banco fijan la memoria nacional en escenas inolvidables –la cautiva, la misa de Roca en Choele Choel, la peste amarilla, la batalla de Caseros–.
Si tuviéramos que decir de qué trata 200, diríamos: del modo en que desfilan las imágenes como ejércitos dislocados, o del modo en que se pueden armar series homogéneas en medio del caos de estilos por los cuales los hechos son interpretados, ya sea enfocando la vida cotidiana, los componentes más íntimos de la conciencia o la épica colectiva. La historia fáctica nada es sin la historia del arte, y no hay un relato posible de los dos siglos de vida nacional independiente si no se procuran los vínculos más adecuados con los filamentos retóricos de la explicación por el arte. Por supuesto, el historiador no se priva de imágenes pero hace descansar su arte en una relación imaginativa entre lo que denomina hechos y lo que comprueban los documentos, que son otra clase de hechos que hay que constituir por medio de interpretaciones. No cabe duda, en tanto, de que las historias mejor escritas sobre la Argentina –entre aquellas que intentaron tomar este largo ciclo inminentemente bisecular– son las que recorren con textos penetrantes muchas o gran parte de las imágenes que están presentes en este libro.
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