Domingo, 16 de mayo de 2010 | Hoy
MARíA ONETTO O EL ARTE DE ENCANTAR EN EL CINE, EL TEATRO Y LA TELEVISIóN
Del teatro off al cine, de la televisión al San Martín, con Ricardo Bartís, Javier Daulte, Lucrecia Martel o Telefe, María Onetto viene desplegando una sensibilidad y una ductilidad asombrosas para componer personajes tan disímiles como el espectro completo de la vida. Por estos días se la puede ver en cine (Rompecabezas, la película de Natalia Smirnoff) y en teatro (Un dios salvaje la obra de Yasmina Reza), en dos de esos papeles. Radar charló con ella para desandar el largo camino que la llevó de la carrera de psicología a ser una de las mejores actrices argentinas de la actualidad.
Por Mercedes Halfon
La primera noticia que se tuvo de María Onetto fue una fotografía. Colgada en el Teatro San Martín y otras dependencias del gigante teatral del Estado, era difícil no verla, no reparar en esa imagen graciosa y perturbadora: vertical, su cuerpo esbelto todo a lo largo, ella con el pelo cortísimo y una sonrisa desencajada, una de las piernas flexionada en pose de dama ingenua, un vestido de los años ’50, y en la mano, un cuchillo eléctrico en funcionamiento. Era el afiche de La escala humana, la primera obra en la que por fuera del mundillo off del teatro se la vio actuar a María Onetto, y tal vez la obra que la consolidó en ese registro actoral enloquecido aunque naïf, cómico en la tragedia, maternal aunque demasiado joven. Por supuesto que su carrera no había empezado con esa obra de Javier Daulte, Rafael Spregelburd y Alejandro Tantanian, pero fue entonces que su imagen se recortó, muy luminosa, en la entrada del Teatro San Martín, y en un imaginario sobre ella que seguiría creciendo, adquiriendo nuevos matices teatrales y cinematográficos y televisivos.
María Onetto está ahora en el teatro y en el cine, en dos personajes que podían pensarse como contrapuestos. En Rompecabezas, la película de Natalia Smirnoff que la tiene como protagonista, es María del Carmen, un ama de casa sumisa, muy de usar batones con flores, un poco frustrada pero con ganas de dar un pasito, y que encuentra esa añorada posibilidad de libertad de pensamiento en armar rompecabezas. Tanto se fanatiza con los puzzles que descubre que tiene un don: los arma más rápido que nadie y sin técnica. En Un dios salvaje, en cambio, la obra de Yasmina Reza que dirige Javier Daulte en el Paseo La Plaza, es una mujer con todos los lugares comunes de la corrección política: un poco escritora, a su hijito le rompen los dientes en el colegio pero no importa, ella invita a los padres del niño amenazador a su casa, les da strudel de manzana, intenta arreglar las cosas con el ánimo tan conciliador como negador de la burguesía bienpensante pero, apenas un rato más tarde, cuando todos los buenos modos se vayan al tacho, ella, especialmente, se desbordará de violencia.
Ninguna de estas dos mujeres se parece a Onetto. Como si se tratara de los dos extremos inhabitables de un país, uno demasiado cálido y otro helado, equidistantes uno y otro de una ciudad perfectamente templada que alberga de un modo pacífico esos climas. Ese lugar es María Onetto.
No hay ningún indicio para sospecharlo, pero María Onetto es psicóloga. Estudió en la UBA no bien terminó el colegio, siguiendo los pasos de su hermana, referente femenino en una casa que era, justamente, de mujeres solas. Ella cuenta: “Tengo una mamá bastante grande que enviudó muy joven, y como les pasa a las personas más grandes, ha vivido desde Internet hasta el lechero que le traía las botellas a su casa. Yo fui criada con ideas que fueron modificándose mucho en el tiempo. Entonces todo lo que aportaba mi hermana, en relación con lo masculino, a hacer lo que uno quiere, a que se podía tomar Coca-Cola en un almuerzo y no esperar a un cumpleaños, a la idea de un disfrutar en sí, a mí me resultaba muy estimulante comparado con la vida que llevábamos, que tenía que ver con el esfuerzo, estar tranquilo, no joder mucho. Por eso en aquel momento para mí ser psicóloga era la felicidad. Después me di cuenta de que psicoanalizarse era lo que yo veía como algo liberador, algo muy atrapante y vinculado con el deseo”. Así fue como se anotó en la carrera y en tiempo record la terminó. A los 21 años ya era una flamante psicóloga repleta de ideas lacanianas, pero ocurrieron dos cosas que la desviaron de aquel rumbo original: la realidad y el amor.
Sucedió que cuando tuvo que empezar a hacer la residencia con prácticas en un hospital, Onetto no pudo. Sintió que todo ese romanticismo que había tenido para ella el psicoanálisis en la teoría, se desvanecía ante la práctica. Por otro lado, pero en el mismo momento, sufrió la inesperada ruptura con un novio con quien había compartido la carrera. Ella dice: “Se interrumpió ese modelo de te ponés de novia, te vas a vivir, te casás, y empezó una situación donde estaba más perdida, circulando, donde nada estaba muy establecido”.
Afortunadamente, mientras ella estudiaba su “carrera en serio”, había empezado a tomar clases de teatro. Tres años con Hugo Midón, que ella se tomaba como si “fuera a clases de inglés”. Poco a poco, el teatro empezó a ganar terreno en su vida, de Midón pasó a Luis Agustoni y de ahí al Sportivo Teatral de Ricardo Bartís, cuando todavía funcionaba en la calle Velasco. Tal vez no lo sabía entonces, pero aquélla fue una época mítica de ese estudio. De ahí salieron directores y actores como Alejandro Catalán, Rafael Spregelburd, Analía Couceyro, Luis Machín, entre muchos otros. Onetto cuenta: “Bartís fue muy determinante para mí porque yo ahí encontré nuevamente algo que anhelaba, que era esa rigurosidad con la que yo había estudiado toda mi vida. Antes me parecía que en todo lo artístico no había algo riguroso, no había un ‘dos más dos es cuatro’, o un criterio para cuando algo era bueno o malo, era todo muy subjetivo. Todos los profesores que había tenido me habían estimulado mucho, pero yo nunca estuve en condiciones de tener un registro propio sobre si era interesante lo que hacía como actriz. En lo de Bartís empecé a entender un poco más el proceso teatral”. Según explica, Bartís pedía a sus alumnos una entrega, un apasionamiento que era lo que ella, sin tener conciencia, estaba buscando. “El movimiento que había en el Sportivo, cómo se integraban a las personas ahí, me empezó a apasionar, me sentía parte de algo. Para mí fue muy importante la mirada de Bartís. Aunque era muy duro conmigo, él fue el que me permitió darme cuenta de que si yo no era psicóloga, podía vivir de otra cosa, que era el teatro.”
María Onetto tiene una piel transparente. Cuando habla y recuerda sus pasos en la actuación, su relación con su madre y su hermana, por momentos, parece a punto de llorar. No lo hace y probablemente tampoco esté a punto de hacerlo, pero esas emociones se encarnan cuando las nombra: aparecen en su rostro. Como un volcán en erupción suave, como si todos sus sentimientos tuvieran una intensidad tal que no pudieran pasar inadvertidos. No hay duda de que se está frente a una actriz de verdad, alguien para quien las emociones están a flor de su piel trasparente. Sin embargo, ella cuenta que durante mucho tiempo, incluso cuando ya daba clases de teatro en el Sportivo, no se sentía en condiciones de dedicarse a la actuación. “Era muy crítica de mi trabajo y no me asumía como alguien que iba a ser actriz.” En esa época la eligieron para protagonizar una película –no revela el nombre– y dos días después de empezada la filmación le dijeron que no podía seguir. “Estaba muy trabada, cero canchera y llena de inseguridades. Realmente pensaba que no tenía el perfil para ser actriz. En principio porque no hacía las cosas que hacía la gente que quería actuar, es decir, circular, hacerse las fotos para los castings, etc. Yo no tenía esas características, digamos femeninas, de la fotogenia, etc. Tenía muchas inhibiciones. Entonces eso se traducía en una especie de comportamiento muy raro.”
Criada en una casa de mujeres, la tendencia de María Onetto en su vida adulta fue la de compensar esa sobredosis femenina con un fanatismo por el sexo opuesto. Amigos varones, novios, un gusto por los intereses masculinos que la llevaron hasta ser una asidua espectadora de fútbol. Esta cualidad “varonera” está íntimamente relacionada con su no sentirse actriz, o esa clase de actriz que ella imaginaba al principio: “No tengo ni nunca tuve esa modalidad más histérica, de la mujer que se recorta, muy ligada a lo coqueto, o situaciones donde la mujer se vuelve más inalcanzable, que funciona como un mecanismo de atracción, alguien lejano que convoca por eso. Yo siempre me vinculé de modo más simétrico”. Fue precisamente esa desatención a la coquetería, esa actitud sincera, auténtica hasta el desgarramiento, la que se vio en cada uno de sus papeles teatrales: en La escala humana, donde si bien era una mujer atractiva que cautivaba a un policía aun siendo una ama de casa asesina, lo que generaba era una profunda inquietud; en Donde más duele, de Ricardo Bartís, donde era la mayor y más sufrida de las hermanas enamoradas del Don Juan; o en la moderna versión de La Casa de Bernarda Alba que hizo Vivi Tellas en el teatro San Martín, donde lo femenino se cuestionaba, se volvía violento aun en sus mares de ingenuidad y lágrimas.
Podría decirse que Onetto es la “actriz fetiche” de Javier Daulte, desde sus primeras obras, desde mucho antes de que este director fuera internacionalmente conocido y la figurita especial del Off y el On de Buenos Aires. De sus trágicas actuaciones con Ricardo Bartís, Onetto pasó a ser la elegida por Daulte para distintos papeles en Faros de Color, en La escala... y, finalmente, en Nunca estuviste tan adorable. Fue a partir de esa obra gigantesca que narraba las peripecias de la familia Daulte desde los años ’50, y donde ella era la protagonista adorable, imposible e insoportable, que Onetto empezó a recibir un acalorado reconocimiento del público ajeno a la escena teatral. Allí la vio la encargada de casting de Telefé y la convocó para ser la loca Leticia de Montecristo, papel que además le valió un Martín Fierro a actriz revelación, algo inusual para una actriz que hizo sus armas en el off.
Y también ahí, en Nunca estuviste tan adorable, la vio Lucrecia Martel y la llamó para interpretar, tal vez, su personaje cumbre, la amnésica platinada salteña de La mujer sin cabeza. Lo que hace María Onetto en esa película es tan sutil, tan distante a las ideas preconcebidas sobre lo que una actriz de teatro es, que resulta completamente cautivante. Onetto es Verónica, una mujer que atropella a un chico con el auto y huye, y luego niega profundamente todo lo sucedido. Ella cuenta: “En la película de Lucrecia más que un personaje lo mío es un estado. No se ve cómo es ella, salvo en la primera escena, sino una forma que está suspendida de lo que sería la trama social. No se muestra como personaje. Lo que trabajé fue un estado pero que no tenía que ser monótono expresivamente. Tenía que lograr momentos de luminosidad por estar en esa suerte de limbo, y otros momentos más oscuros y otros más descolgados, otros de humor, pero siempre en ese clima alucinatorio. Hacia el final recién uno diría, asume lo que pasó y ahí se empieza a ver qué queda de esa mujer”. Onetto dice que fue un trabajo muy difícil, exigente. Que muchas veces incluso le resultaba incomprensible –como si se tratara de una relación amorosa– qué era lo que Lucrecia quería de ella, o por qué tal cosa le había gustado y tal no. “Me acuerdo cuando fui a hacer el doblaje. Ahí vi escenas armadas y comprendí lo que es ser un artista del cine. Me sorprendió muchísimo: esos planos, esa colocación de la cámara, esos colores, tenían que ver con algo. Hay una escena que el personaje mira un video de su casamiento y no reconoce que es su casamiento pero está como iluminada y emitiendo algo especial. Y me veía así. Así como puedo ser muy crítica también reconozco ese momento rarísimo: ella está más hermosa que nunca.”
De Rompecabezas puede decirse que su actuación está en el mismo nivel de sutileza que en la película de Martel. Su personaje levanta una ceja y todos comprendemos que no aprueba que su hijo se haga vegetariano, o frunce la boca y entendemos que su marido la está haciendo sufrir con su indiferencia. Ella dice que lo que más la preocupaba era actuar “la clase social”, no ser superficial en su tratamiento de esta ama de casa de Turdera. No lo es para nada. Como tampoco lo es con esa otra ama de casa –pero en este caso no porque trabaje en las cosas de la casa, sino porque no trabaja de nada– de Un dios salvaje. Del alcoholizado desborde de la obra teatral a la contención absoluta de la película. El mágico y misterioso María Onetto tour.
Un dios salvaje se puede ver miércoles, jueves y domingos a las 20.30 o viernes y sábados a las 20 y 22, en el Paseo La Plaza. Entrada: desde $80.
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