Domingo, 3 de abril de 2011 | Hoy
Por Natali Schejtman
Una canción sobre el inventor del balde, por ejemplo. En “Profesor Bald”, tres payasos hablaban sobre el tal Bald, que no tenía baldecito para jugar y un día, él solito, agarró y lo inventó. En canciones como ésas, emergía nítidamente algo de la libertad que Hugo Midón pregonaba cuando hablaba del teatro infantil, desde donde disparaba todo tipo de fantasías en los receptores amateurs. Esos espectadores en formación eran los que salían de sus shows con ganas de actuar, bailar y cantar, de ser los protagonistas de las obras que acababan de ver. A ellos –y a todos los que estuvieran dispuestos– se les entregaba un universo lindante con lo absurdo (como Bald, pero también una canción dedicada a los changarines del aeropuerto). Sus canciones tienen siempre tenía un pie en el mundo “real” (escuchar, por ejemplo, la emocionante y acertada “Derechos torcidos”). Sus espectáculos tuvieron siempre diversidad. Narices, el primer espectáculo después de la dictadura, mostraba a los payasos que tenían que volver del olvido, envueltos en telarañas alegóricas. Vivitos y coleando, el que seguramente más recuerden los treintañeros, recogía algo de un espíritu primaveral para una generación que nacía con la democracia. Playa Bonita, el último show, hecho con actores jóvenes formados en su escuela Río Plateado, transcurría íntegramente en una playa, con trajes de baño sin edad y un espíritu de comparsa y chiste.
Para algunos, Midón es quien mejor representa la infancia propia. Con un estilo muy diferente al de, por ejemplo, Cris Morena (quien, hay que aceptar, tiene para parte de una generación un lugar asignado en eso de ser quien creó los mundos con los que soñaban en su niñez). Mientras “Cris” solía abundar en letras llenas de expresión de sentimientos y metáforas espirituales, Midón era un letrista más del detalle y la narración. El, como decía quien cantaba “Me pongo los zapatos”, parecía ir “por la calle / registrando mil detalles/ lo que cuenta, lo que vale,/ lo que dicen los demás”, para después volcarlos en sus canciones. Por otro lado, Midón exponía en su repertorio una paleta musical local y también cosmopolita, en manos siempre de Carlos Gianni, que sabía incluir milongas, cumbias, cuartetos, zambas y un variado demás. Obviamente, había lugar para el rock y la ironía multitarget: hubo un número musical graciosísimo (un rocanrol), en la que un hijo protestaba: “Mi padre no tiene corazón/ por eso no le gusta el básquetbol”, mientras su banda tocaba escobas.
Lo del Apto para Todo Público no es un tema menor. Es, de hecho, uno de los grandes asuntos que desvela la industria del entretenimiento actual. Y muchos ya mencionaron, con razón, de qué modo Midón lograba en sus espectáculos interesar a los padres y a los hijos. Proponía desafíos con palabras nuevas (“subterfugios”, “sutilezas”) e imágenes locas que había que descifrar. No abusaba de esa “información de más” puesta para que los padres se rían de chistes que sus hijos no entienden. En sus espectáculos, no era una cuestión de ir alternando, sutilmente, ahora uno para grandes, ahora uno para chicos. Más bien, las obras de Hugo Midón lograban generar una empatía de los adultos con el mundo más volado de sus hijos, sobrinos, ahijados.
Hugo Midón ya no va a pergeñar nuevos espectáculos. Sí lo harán sus alumnos, aprendices y seguidores. Para ellos, puede servir un verso de una de las canciones insignia de Vivitos y coleando, uno especial, sencillo y a la vez intensamente elocuente. Decía así: “Te veo bien: estás siempre buscando”. Ahí se puede leer una especie de aprobación que encierra a la vez una exigencia; y una que es, como se suele decir, para grandes y chicos.
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