Domingo, 26 de junio de 2011 | Hoy
FOTOGRAFíA > PABLO CABADO RETRATA LAS RUINAS DE UN PARQUE DE DIVERSIONES CERCANO A MAR DEL PLATA
3757’35”S 5734’49”W son las coordenadas de un lugar en la provincia de Buenos Aires, a unos cinco kilómetros de Mar del Plata, donde hace años existió un parque de diversiones muy importante, uno de los más grandes de América latina. Un día cerró y nunca más abrió sus puertas. Hoy entre sus ruinas viven unas pocas personas con sus animales. El fotógrafo argentino Pablo Cabado acaba de presentar un libro en el que retrata un paisaje post apocalíptico en el que se adivinan una montaña rusa, una pista de autos chocadores, un cohete.
Por Rodrigo Fresán
UNO Hace varios años –en Barcelona, en La Pedrera de Gaudí, en la sala de exposiciones de la Fundación Caixa Catalunya– fui a ver una muestra llamada El esplendor de la ruina.
Lo primero que me interesó, claro, fue la traviesa paradoja jugando en el título. La idea de que algo recién alcanzaba su plenitud no en la cumbre rozagante de su historia (que en realidad no era otra cosa que un boceto o una maqueta) sino después de todo eso. El punto más alto se situaba en la supuesta bajeza de ser una ruina riéndose con todos los dientes en la cara de la eternidad.
La tesis era tan sencilla como compleja: no es fácil –pero es bastante común– ser espléndido en el momento mejor parecido de la vida; lo difícil y lo interesante y lo raro es disfrutar de una eternidad única e inimitable cuando todo se ha venido abajo.
Así, la ruina como forma presente y local del Más Allá.
La ruina como una especie de muerte en animación suspendida, una muerte inmortal.
La ruina como algo a lo que se llega luego de un largo y azaroso proceso.
La ruina como, sí, riqueza.
Lo ruinoso pasa.
La ruina permanece.
Lo ruinoso es la vejez.
La ruina, en cambio, es la antigüedad.
DOS La ruina nació para morir, aquello que se alza cayéndose. ¿O es que a alguien le interesa contemplar las pirámides egipcias como, se dice, fueron alguna vez, recubiertas con mosaicos y mampostería? ¿Puede ser más noble una Acrópolis recién inaugurada que el sublime cascarón que visitamos estos días? ¿Acaso no parecen mucho más sólidos y “mejor hechos” los templos aztecas y astrales de Teotihuacán que buena parte de las iglesias que crecen como hongos por las calles y avenidas del Distrito Federal de México? ¿No habría sido mejor renunciar a ese agujero ruinoso en la Zona Cero al sur de Manhattan donde todavía no crece nada y –una vez limpia y asegurada el área– preservar las ruinas de aquellos verticales enrejados de acero que alguna vez cubrieron los flancos de las torres del World Trade Center?
Y ahí está la cuestión, me parece: la eliminación de lo ruinoso busca la amnesia o el olvido mientras que la preservación de la ruina aspira al recuerdo invencible y a la memoria perpetua.
En las fotos de este libro –más detalles adelante– Pablo Cabado consigue la hazaña casi imposible de hacer foco sobre algo degradado y decididamente ruinoso y ascenderlo al grado de ruina.
TRES En el catálogo de El esplendor de la ruina –aquí lo tengo– el comisario de la exposición, Antoni Marí, cita en su introducción un fragmento del ensayo Observations sur la sculpture et sur Bouchardon firmado por Denis Diderot en 1763. Allí leemos: “Creo que las grandes ruinas conmueven más que los monumentos enteros y conservados (...); la mano del tiempo ha sembrado, entre el musgo que las cubre, una multitud de grandes ideas y de sentimientos melancólicos (...). El efecto que causan es dejarnos en una dulce melancolía. Fijamos nuestras miradas sobre los restos de un arco de triunfo, de un pórtico, de una pirámide, de un templo, de un palacio, y volvemos sobre nosotros mismos. Nos anticipamos a los estragos del tiempo y, al instante, la soledad y el silencio reinan a nuestro alrededor. Nos quedamos solos en medio de una generación que ya no está; he aquí la primera línea de la poética de las ruinas”.
La cita es pertinente y reveladora, pienso: mirando ruinas, de algún modo, nos miramos a nosotros mismos. La ruina es el implacable espejo en el que se refleja nuestra caída en cámara lenta. Mirando una ruina, también, nos preguntamos casi automáticamente cómo habrá sido todo eso (recordamos cómo fuimos nosotros) y nos respondemos que no tiene demasiado sentido averiguarlo.
La ruina es ese reloj cuyas agujas no marcan la hora sino que se clavan en nuestros ojos. La ruina –ya sea glorificada por el turismo y las postales o invisible y secreta como toda esa basura espacial girando alrededor de nuestro planeta– nos dice que casi todo pasa y apenas algo queda. Como bien definió Marcel Proust, al final de En busca del tiempo perdido, súbitamente extrañado y conmovido por el deterioro físico de sus personajes “como gigantes sumergidos en los años”, las ruinas “son una revelación del tiempo, que ha hecho visible el paso invisible del tiempo”.
Las ruinas, como dijo Borges, acaban dibujando “las líneas del mapa de nuestro rostro”. En la última entrega de Indiana Jones asistimos a la paradoja de contemplar al propio héroe –alguna vez juvenil y vigoroso, con toda la vida por delante– descubriéndose como edificación castigada a la que no le queda mucho tiempo para saltar y recibir golpes mientras sueña despierto con un destino de monumento atemporal para el que ya no pasarán los años.
La ruina es la confirmación de la posteridad mientras que lo ruinoso es la certificación de lo pasajero.
La ruina es la anulación no del tiempo pero sí de la época. La ruina trasciende períodos históricos y artísticos y propone e impone su propio e incontestable calendario. El tiempo –basta con experimentar esa plácida inquietud que se siente al recorrerlas– pasa de manera diferente ahí dentro.
Lo ruinoso, en cambio, es algo así como la variante punk y salvaje de la ruina. Lo ruinoso es el combustible del que se nutre la entropía. Lo ruinoso es, sí, una ruina que envejece muy rápido y que se muere. Lo que no impide que, en su condición bastarda, lo ruinoso no acceda, también, a cierta nobleza. Pensar, por ejemplo, en el paisaje todavía caliente de un incendio recién apagado, en el derruido castillo de Drácula lejos de las rutas de tours y excursiones, en las ruinas virtuales de tantos blogs y sites abandonados enredándose en ese otro planeta llamado Internet, en la siempre aniquilada Estatua de la Libertad en tanta película catastrofista del género “últimos sobrevivientes”, en los cementerios de las estatuas comunistas en las afueras de las añejas ciudades de la Nueva Europa, en esos hoteles desiertos y playas secas y aviones caídos y autos chocados en las ficciones de J. G. Ballard para el que todo eso equivalía “al punto cero de estaciones psíquicas. Algo así como la iniciática casilla del GO! en el tablero del Monopoly”.
De este modo la gran ventaja de lo ruinoso sobre la ruina es que la ruina es el lugar al que llegar mientras que lo ruinoso es, apenas, el punto de partida.
CUATRO El problema es que, claro, la ruina se cuida y se protege mientras que lo ruinoso se abandona y se desprecia.
La ruina –modelo para armar– se ata y se paraliza como a un bonsai y lo ruinoso –un modelo para desarmar– se desatiende y crece sin límites ni senderos que lo contengan.
La ruina –se supone– es fotogénica. Lo ruinoso es algo que no conviene iluminar. Y, al mismo tiempo, como adelanté antes, la fotografía es acaso el único recurso que tiene lo ruinoso para redimirse como ruina porque la fotografía detiene al tiempo.
Importa también –importa mucho– que el fotógrafo que sostiene la cámara sepa y vea claro lo que busca y encuentra.
Y Pablo Cabado supo lo que había encontrado apenas lo vio.
Quien firma estas líneas vio primero estas fotos sin saber nada de ellas, sin explicación alguna, conociendo su imprecisa ubicación exacta a partir del título de toda la serie: 3757’35”S 5734’49”W.
Después, una vez aceptada la invitación y el encargo, le escribí un email a Cabado pidiéndole algunos datos. Cabado me respondió a vuelta de correo diciéndome que no le interesaba demasiado que mi introducción incluyera demasiadas pistas sobre el asunto pero, aún así, me hizo llegar un texto con un título tan bueno que, apenas lo leí, me prometí robarlo alguna vez para un cuento o una novela: Cómo llegué a este lugar.
Y Cabado llegó allí –como suele sucederle a los mejores exploradores– yendo a otra parte y buscando otra cosa. Cabado me explicaba que estaba fotografiando por tercer año consecutivo una fiesta popular en la provincia de Buenos Aires, que pronto se aburrió de todo eso, y que decidió seguir viaje hacia Mar del Plata donde le interesaba fotografiar las ruinas o lo ruinoso de una casa histórica –la Casa del Puente– que había ardido no hace mucho. “También tenía ganas de fotografiar una montaña rusa”, leí a continuación –punto y seguido– en el archivo que me envió Cabado.
Y unos policías que custodian los restos de la Casa del Puente le hablan de un parque de diversiones abandonado a unos cuatro o cinco kilómetros de allí y hacia allá se dirige Cabado y, al llegar, Cabado comprende que ha encontrado lo que buscaba sin saber del todo que lo estaba buscando. Ese es, pienso, uno de los tantos misterios del arte: en ocasiones recién se sabe lo que se quería hacer en el momento exacto en que se lo hace sin que existiera un plan o una estrategia previa.
Cabado recorre “extasiado” las cuatro hectáreas de edificios y juegos abandonados de lo que alguna vez fue uno de los parques de diversiones más importantes de Latinoamérica durante unas cuatro horas, apuntando y disparando.
Y con cada click lo ruinoso crece a ruina.
Y mis “traducciones” favoritas entre las fotos de Cabado son aquellas que muestran a un modelo de la Tierra y de la Luna, la de esa especie de choza coronada con una antena satelital, la de ese cohete acostado (que me recordó a las vistas de Star City, esa astronáutica ciudad soviética con mucho de parque de diversiones donde viven y se entrenan los cosmonautas) y las de los pobladores del lugar.
Y Cabado conoce y fotografía a los habitantes de ese santuario –al ex boxeador Fermín Perales, a su hijo Damián, a Héctor– quienes, según el humor y el temor de quien observe los retratos –parecen hombres golpeados por la historia o protagonistas de películas gore tipo The Texas Chainsaw Massacre o The Hills Have Eyes, ustedes eligen.
Hago aquí una breve pausa para revelar una impresión personal. Siempre me inquietaron los parques de diversiones –versión fósil o muy pausada de los nómades y veloces circos– y supongo que buena parte de esa inquietud tiene que ver con lecturas y visiones y con, si mal no recuerdo, haberme perdido alguna vez en uno, por un rato para mí demasiado largo, cuando era muy chico. Pienso “parque de diversiones” y no pienso en cuestiones demasiado “divertidas” pero sí muy intensas. Un parque de diversiones es como una dimensión drogada de la realidad, como un estado lisérgico y alternativo de lo normal. Allí dentro hay otras leyes que no tienen que ver con la “diversión”. Pienso en Freaks de Tod Browning, en Something Wicked This Way Comes de Ray Bradbury, en algunas escenas de la película Gitano de Sandro, en The Circus of Dr. Lao de Jack G. Finney, en Geek Love de Katherine Dunn, en The Dreaming Jewels de Theodore Sturgeon o, más recientemente, con la serie de televisión Carnivale. Un parque de diversiones es como otro mundo dentro de este mundo y las fotos de Cabado nos invitan al raro privilegio de visitar ese otro mundo después del fin del mundo. Y Cabado nos invita a trasponer las verjas y va y vuelve y fue y volvió a bordo de su Ford Falcon modelo ‘71. Una y otra vez, cuatrocientos kilómetros de ida y cuatrocientos kilómetros de vuelta. Y con cada viaje hay menos ruina y aquí –aunque a Cabado no le guste mucho– voy a citar directamente de Cómo llegué a este lugar porque, pienso, la prosa despojada de Cabado cuenta mejor que nada el destino de los despojos: “Poco a poco el parque fue desapareciendo. La montaña rusa la compró alguien de Mendoza y se la llevó. Todo lo demás lo fueron desarmando para venderlo por pedazos. Un día Héctor también se fue y yo ya no volví. Supuestamente, el terreno había sido comprado por un supermercado por varios millones de dólares y todo iba a ser demolido en breve... Sin embargo, cada vez que lo miro por Google Earth, el lugar sigue más o menos igual: 3757’35”S 5734’49”W”.
Me gusta mucho este final.
Me gusta imaginarme a Pablo Cabado mirando todo eso desde la pupila sin párpados de un satélite.
Ahora, ustedes mírenlo mirar aquí dentro mientras ahí fuera –sin saber nunca del todo cómo llegaron a sus respectivos lugares– el planeta se acerca cada vez más a la ruina o a la ruinoso con una ayudita de nosotros, sus divertidos amigos.
Es una pena que –de seguir así las cosas, una vez alcanzado el fin de toda diversión– no vaya a quedar nadie para fotografiarlo.
Estas líneas pertenecen al prólogo escrito por Rodrigo Fresán para la edición que La Marca Editora distribuye por estos días en Buenos Aires.
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