Domingo, 10 de julio de 2011 | Hoy
Borges tenía mucho humor. Era muy divertido. También podía ser malévolo con la gente. Como le pasaba a monsieur Teste, la estupidez no era su fuerte. Podía ser implacable con los pedantes, con los que buscaban acercársele para ser vistos con el maestro. Un día estaba en Ottawa en una universidad que lo había invitado y se aburría mortalmente en el departamento de literatura. Un profesor se le acercó y, para hacerse el simpático, le dijo: “No soy de Ottawa, soy de Toronto. Me llaman el tonto de Toronto...”. Al contar la anécdota, Borges concluía: “¡Y nadie en la vasta sala lo contradijo!”.
Aquí va otra. Ernesto Sabato había publicado en Francia su gran novela: Sobre héroes y tumbas. La editorial había puesto una faja: “Sabato, el único rival de Borges”. Le leyeron esa faja a Borges, que dijo: “¡Ah! ¡Qué inteligente que es Sabato! A mí nunca se me hubiese ocurrido decir: Borges, el único rival de Sabato”. Son frases mortales, devastadoras... ¡Después de eso no hace falta agregar nada!
Siempre tenía la frase justa. No perdonaba nada. Y a veces utilizaba esa fuerza en réplicas políticas. Se ha acusado a Borges de ser apolítico o de ser fascista. ¡Pero es falso! Antes de la Segunda Guerra Mundial, había en Argentina muchos grupúsculos nazis a los que él se oponía. Una revista nazi lo había acusado de ser judío. Respondió con un texto titulado “Yo, judío”, en el que decía aproximadamente: “Busqué, me encantaría tener un ancestro judío. No pude encontrarlo. No entiendo por qué esas personas tienen una fijación contra el pueblo judío. La antigüedad nos ha dejado una larga lista de ancestros, los celtas, los galos. Y ninguna de esas personas tuvo descendencia. Sólo los judíos tuvieron una. ¿Y por qué no van a buscar entre los otros? ¿Por qué le dan tanta importancia a esa tribu en particular?”.
En el momento de la Guerra de Malvinas, Borges estaba furioso con los militares que habían enviado tropas formadas por soldados jóvenes a hacerse matar tan lejos por la sola gloria de los generales argentinos. Borges, que tenía entonces ochenta y tres años, escribió una carta abierta en el diario La Nación donde decía que le parecía vergonzoso que generales que no habían combatido nunca, que nunca habían escuchado una bala pasar silbando cerca de sus orejas, enviaran a jóvenes a hacerse matar a las Malvinas. Un general argentino le respondió con otra carta abierta: “Yo soy un general argentino y escuché una bala pasar silbando cerca de mis orejas”. Respuesta de Borges: “Discúlpeme. Cómo pude equivocarme así. Lo admito, es verdad, hay un general argentino que escuchó una bala pasar silbándole cerca de las orejas”.
Estos recuerdos de Borges forman parte de Conversaciones con un amigo (La Compañía), un pequeño volumen que reúne diez charlas entre Alberto Manguel y el editor francés Claude Rouquet. “No me imagino que un libro así pudiera nacer en un contexto diferente del de la amistad”, confiesa Manguel en el epílogo del libro imaginado junto a quien es su amigo desde 1993, responsable de la pequeña editorial francesa L’Escampette.
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