Domingo, 10 de julio de 2011 | Hoy
CINE > LA EXPERIENCIA DE VER TRANFORMERS 3: EL “ASALTO A LOS SENTIDOS” Y EL FUTURISMO HECHO REALIDAD
Por Mariano Kairuz
Chicago se viene sonora y brutalmente abajo: sus edificios se desmoronan, el asfalto salta despedazado por los aires, como si algo estuviera atravesando las entrañas de la ciudad, mientras, sin respeto alguno por la ley de gravedad ni por ninguna otra ley física, dos bandos de cacharros metálicos con ruedas y extremidades se surten a garrotazos pulverizándolo todo en un torbellino. Y cuando se dice todo es todo, desde los cuerpos de los extras que quedan reducidos literalmente a huesos, hasta la última neurona de los espectadores de este espectáculo supremo. Uno se expone a los últimos 50 minutos de este huracán digital como a un bombardeo de protones, y sale aturdido, exhausto como si hubiera corrido una maratón; sin entender ni lo que acaba de ver ni tampoco ya el mundo exterior, todavía filtrado por el sacudón sensorial. Los críticos suelen recurrir a la expresión “asalto a los sentidos” para referirse a experiencias como ésta, en especial si es en el nuevo 3D, pero Transformers: el lado oscuro de la luna es más que eso: es un mazazo en la cara, es una aventura de vanguardia, y es un éxito descomunal.
Lo que no está tan claro es si es una película, pero qué importa. Seguro que no lo es en un sentido convencional. Ni su condición de éxito descomunal se cifra únicamente en el triunfo de su prepotencia tecnológica –aunque está claro que Michael “Armageddon” Bay y su productor Spielberg han conquistado una cima de perfección digital–, ni en su poderoso presupuesto, aunque haya recaudado alrededor de 500 millones de dólares mundialmente en menos de una semana. No: Transformers 3 es un triunfo cinematográfico, de un cine de pura imagen en movimiento; un artefacto de una naturaleza nueva que se acerca a un anhelo casi tan antiguo como el cine.
Desprovista de toda cohesión y continuidad narrativa o de cualquier atisbo de coherencia argumental, no busca convencernos de que hay un corazón y una historia en el interior de su caos de efectos visuales y sonoros, como tan berretamente trataba de imponerse James Cameron con Avatar y su conciencia eco-responsable. A Transformers 3 no le interesan los relatos: apenas ensaya una suerte de introducción, un mero McGuffin para echar andar sus motores, en el que se reescriben las motivaciones de la carrera espacial, del primer viaje tripulado a la Luna (cameo del verdadero Buzz Aldrin, ¡porque sí!) y parte de la Guerra Fría, para luego, casi sin solución de continuidad, empezar a superponer los innumerables elementos que participarán de su infinita embestida sensorial final. En el que sí constituye su mayor acto de prepotencia, Bay y Spielberg contratan a tres actores de probada eficiencia y prestigio (John Malkovich, Frances McDormand y John Turturro, que no serán las estrellas más caras de Hollywood pero seguro que no hicieron esto gratis), les asigna personajes sugerentes que parecen diseñados en función de una eventual e hipotética trama, los ubica en una serie de escenas honestamente graciosas, y luego, en la segunda mitad de las más de dos horas y media que dura el viaje, los descarta; los borra de la escena sin dar explicaciones, porque Transformers 3 no da explicaciones ni toma rehenes.
Hay un momento, cerca del final, en que cada plano está tan sobrecargado de cosas (tales como rascacielos partidos al medio) y eventos sucediendo en simultáneo, que la pantalla adquiere, por acumulación, una inesperada textura épica, a la vez que un nivel de abstracción y anarquía como el cine digital contemporáneo sólo había alcanzado en los tramos finales de la tercera Piratas del Caribe y en algunos instantes de la reciente Tron: Legacy, con sus haces de colores lanzados a toda velocidad sobre un fondo de puro vacío virtual y un argumento perfecto en su absurdidad. Hasta cierto punto, T3 no es otra cosa que el perfeccionamiento de una apuesta que Bay y Spielberg lanzaron cuatro años atrás con el estreno de la primera parte de esta serie. Dos años después, con Transformers 2: La venganza de los caídos, algunos críticos comenzaron a registrar esa suerte de revolución que estaba teniendo lugar en el interior de estos monstruos que otros se empeñaban vanamente en juzgar a la par del resto de los estrenos de la semana. En el notable sitio web io9.com, la periodista Charlie Jane Anders publicó un iluminado artículo titulado “Michael Bay finalmente hizo una película de arte” en el que describe su experiencia: “Uno sale de la película y se pasa dos días viviendo en su interior: las cosas explotan a mi alrededor, y los electrodomésticos tratan de matarme. T2 pone todo su exceso de imaginería e ideas azarosas al servicio de no una sino veinte películas de verano aplastadas en una sola. Uno intenta en vano entender cómo encajan las piezas, y mientras observa las rajas entre las múltiples líneas narrativas, estas se transforman en un abismo en el que uno se asoma a lo profundo hasta encontrarse mirando en el interior de su propia alma, y luego se vuelve loco. La membrana de la realidad misma empieza a romperse. Se desestabiliza tu sistema límbico, te hace dudar de la solidez de todo lo que te rodea. Generaciones de cineastas han luchado en vano por crear una experiencia así de abrumadora y liberadora”.
Anders cita nada menos que a los surrealistas y a los expresionistas, pero la verdad es que habría que pensar más bien en los futuristas. Alcanza con ir al Manifiesto original firmado en 1916 por Filippo Tommaso Marinetti (quien lo actualizó en 1922, ya con una explícita línea de adhesión “al intrépido genio político de Benito Mussolini”), para tildar ítem por ítem las propuestas postuladas 95 años atrás para el cine futurista, que pretendía crear una “deformación jocosa del universo, síntesis alógica y fugaz de la vida mundial que será la mejor escuela para los jóvenes: escuela de alegría, de velocidad, de fuerza, de temeridad y de heroísmo”. El cine futurista, declaraba, “contribuirá a la renovación general, reemplazando a la revista (siempre pedantesca), al drama (siempre previsible) y matando al libro (siempre tedioso y opresivo)”. ¿No es acaso Transformers ese “drama de objetos animados, humanizados, pasionalizados”, que propugnaba Marinetti? Uno capaz de aprovechar “las posibilidades que tiene el cine de manipular el tiempo” y de administrar “perspectivas no científicas, proporcionadas por la emoción o por el capricho de acuerdo o en abierta oposición con los efectos dramáticos”.
Transformers no será el cine del futuro –o al menos, esperemos, no todo el cine del futuro– pero es probablemente cine futurista. Y sin dudas una obra demoledora, fascinante, que exige de nosotros un auténtico compromiso para, después de no entender nada de lo que está contando, entender que no está contando nada, sino tan solo proyectando algo del caos de la era que nos tocó vivir, y entonces dejarnos llevar mientras los cacharros de hierro sangrante se vuelan en pedazos y todo lo sólido se desvanece en el aire.
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