Domingo, 9 de octubre de 2011 | Hoy
Por Juan Ignacio Boido
En los años ‘60, cuando Steve Jobs correteaba por su mítica infancia californiana de hippismo, libertad y LSD, Michel Legrand cantaba una canción hipnótica que decía: And the world is like an apple spinning silently in space. El mundo es como una manzana girando silenciosamente en el espacio. Eran los años de la carrera espacial y era verdad: el mundo era una manzana y la manzana era de Los Beatles.
Los Beatles fundaron Apple en 1968. La fachada del Apple Building en 3 Saville Row era la fachada de su proyecto más fallido y más noble. Poco antes de que muriera Brian Epstein, Los Beatles se encontraron ante la posibilidad de darle mejor uso a su dinero que dejarlo ir en impuestos. Así nació Apple Corps., una usina creativa que produciría películas, libros, ropa, electrónica y ayudaría a despegar proyectos de todo tipo evitándoles a los artistas “tener que arrodillarse en alguna oficina. Queremos ver si podemos conseguir libertad artística dentro de una estructura comercial. Ver si podemos crear cosas y venderlas sin cobrarlas cinco veces su costo”. La frase es de Lennon y –como en sus mejores momentos conjuntos– podría haber sido de McCartney. La frase de McCartney, en cambio, hubiese hecho mucho más ruido si la hubiese dicho Lennon: “Estamos en una posición en la que no necesitamos ganar dinero. Ya compramos todos nuestros sueños. Y queremos compartir esa posibilidad con otros. Por eso queremos que Apple sea un lugar hermoso donde conseguir cosas hermosas... una locura controlada... una especie de comunismo occidental”.
El mundo estaba partido en dos mitades, partido como una manzana –manzanas rojas de un lado del muro, manzanas verde dólar del otro– y Los Beatles buscaban el idioma que volviera a juntarlas, que volviera a hacerlo uno.
Apple, por supuesto, no funcionó. “Teníamos como mil personas. Incluso había uno que cobraba un sueldo por tirar el I-Ching a quien lo necesitara. Era una locura”, explicó años después Ringo. “Pero al menos lo disfrutaron.”
En 1975, Apple Records dejó de editar definitivamente trabajos nuevos de artistas.
En 1976, menos de un año después, en Cupertino, California, Steve Jobs fundaba Apple Inc.
Jobs siempre mostró una relación extraña con Los Beatles: les ganó un juicio por el uso de la manzana, celebró el demoradísimo acuerdo del 2010 para vender su música vía i-Tunes y cuando, en la cima absoluta de ese acuerdo que parecía unir la contracultura con el mercado, un periodista le preguntó si no soñaba con que Paul McCartney subiera al escenario para cerrar una de sus presentaciones de productos, Jobs sonrió y dijo: “Lo que yo quiero es subir al escenario a... John Lennon”.
La semana pasada, cuando en medio de movilizaciones masivas contra la avaricia corporativa tomaban las principales ciudades de Estados Unidos, Apple dio a conocer la muerte de Jobs y cientos de miles se movilizaron para despedir a uno de los empresarios más ricos del planeta, el nombre de Lennon volvió a aparecer vinculado al suyo. Steve Wozniak, el hombre con quien Jobs fundó su Apple, dijo: “Es como cuando murió John Lennon, o JFK... o quizá Martin Luther King”. La comparación es curiosa, dado que King, Kennedy y Lennon fueron asesinados. ¿Qué mató a Jobs?
Hace un par de semanas, cuando Steve Jobs dio a conocer su renuncia a Apple, el periodista norteamericano Tom Junod señalaba con agudeza la paradoja del hecho: Jobs anunciaba lo que prácticamente era su muerte días después de presentar el i-Cloud, un dispositivo virtual con el que invitaba al mundo a subir sus archivos –por lo tanto, buena parte de su vida cotidiana– a un limbo que no ocupa espacio en las computadoras de acá abajo. Como Moisés llevando a su pueblo a la tierra prometida, decía Junod, Jobs moría sin entrar en ella: el hombre que prometía la vida etérea, era derrotado por la carne y moría apresado en su cuerpo.
Al igual que el Dakota en la Gran Manzana de 1980, cada local de Apple se volvió un santuario de velas, agradecimientos y pena. Al igual que a Lennon, cientos de miles de personas despedían a alguien a quien creían conocer, aunque fuera a través de su obra.
Tal vez los productos Apple –con su logo tan renacentista, arrancándole un pedazo a la manzana prohibida del conocimiento– hayan hecho por la tecnología lo mismo que los escultores griegos por el paganismo y los constructores de catedrales europeas por el cristianismo: materializar un sentido colectivo cobijado bajo una misma fe. La fe en una tecnología amigable, lúdica, humanizada. Todos los demás productos no sólo se les parecen, sino que parecen una copia inferior o desangelada. Los productos Apple son de una belleza i-ndiscutible, tersa, galvanizada, inmaculada como el mármol y sólida como una catedral.
Mucho se dijo del discurso de Jobs a los egresados de Standford, pocos meses después de que le diagnosticaran el cáncer: “La muerte –les dijo– tal vez sea el mejor invento de la vida. Es el agente de cambio. Retira lo viejo para hacer lugar a lo nuevo”. En Internet hay otro video, menos visto, más reciente, poco antes de morir: Jobs se presenta en el Concejo Deliberante de Cupertino para explicar por qué deberían aprobar la construcción del megaedificio que planea como cuartel general de Apple. Hoy, Apple tiene a sus empleados distribuidos en varios edificios. Este Apple Building sería el lugar ideal para tener a los 12 mil trabajando juntos. Su entrada es recibida por los concejales con un cerrado aplauso. Las imágenes del proyecto son impecables: un edificio circular que el mismo Jobs comparó con una nave espacial, rodeado de bosques verdes que Apple se compromete a plantar y cuidar. Una simbiosis perfecta entre la tecnología y la naturaleza. Un lugar hermoso donde construir cosas hermosas. Una utopía de futuro.
Tal vez a alguien se le ocurra que lo primero para subir al i-Cloud sea un mp3 de “Imagine”. Sería un buen golpe publicitario. Las primeras publicidades de i-Pod aludían a una libertad florida, hippie, casi lisérgica –aunque la silueta oscura de auriculares blancos no compartía esa felicidad con nadie. La felicidad de la contracultura pagaba el precio del mercado.
No hay que olvidar que, al igual que el sistema operativo Mac viene cerrado y es imposible saber cómo funciona, la manzana de Apple viene mordida, y alguien se ha quedado con ese bocado.
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