Domingo, 9 de septiembre de 2012 | Hoy
CINE > ULISES ROSELL HABLA DE EL ETNóGRAFO, SU DOCUMENTAL SOBRE UN INGLéS QUE SE QUEDó A VIVIR EN UNA COMUNIDAD WICHí
Por Soledad Barruti
Alguien huele el humo antes de que ascienda del horizonte al cielo y lo dice; dice que huele el humo como quien comenta que afuera hay sol. A su alrededor hay niños, mujeres y hombres wichí: ninguno parece muy preocupado. En pocas horas el fuego avanza sobre el monte como un mar de llamas anaranjadas. El mismo grupo se para en línea frente al incendio. La actitud que tienen no es la de enfrentar al fuego ni mucho menos: sólo parecen estar mirando. A sus espaldas están sus casas, construidas con palos sobre la tierra seca del chaco salteño. Podrían morir o perder todas sus cosas de un momento a otro. “¿Nuestras cosas?”, dice una mujer sonriendo. “Nuestras cosas”, repite. ¿Hay resignación detrás de sus palabras? ¿Confianza? ¿Tristeza? La mujer dice “nuestras cosas” sonriendo y nadie se mueve de donde está. “En momentos como ése me puse furioso. No entendés por qué no están corriendo, por qué no están sacando sus pertenencias o intentando salvar algo. Y las palabras de esa mujer... ¿qué me quiso decir? Lo único que se puede afirmar es que ni siquiera en las reacciones nos parecemos”, dice Ulises Rosell mientras agrega palabras a una de las escenas más poderosas, y curiosamente mudas, de El Etnógrafo, su documental que se estrena esta semana en Buenos Aires. “Estamos tan acostumbrados a pensar que las cosas son de una forma que no tenemos en cuenta de que todo es parte de una construcción cultural”, dice subrayando la idea que sobrevuela toda su película. El Etnógrafo obliga a abandonar los presupuestos y a recuperar la extrañeza que debería despertar el misterio que es la vida. Y no lo hace sólo desde la imagen de esas familias que no se van, aunque parece que las corre el fuego, sino también desde ejemplos bastante más provocadores.
El Etnógrafo sigue la vida de John Palmer, un antropólogo inglés de poco más de sesenta años que llegó a una comunidad wichí como cientos de europeos, a completar la tesis que estaba haciendo para la Universidad de Oxford. Pero unos años después, mientras su tesis no avanzaba, su vida cambiaba de un modo radical: John se casó con Tojweya, una mujer wichí con quien tiene cinco hijos que hablan en su lengua madre y también en español e inglés. Hoy, lejos de vivir de becas y moverse en camionetas 4x4 como sucede con el resto de los europeos que visitan intermitentemente el Gran Chaco financiados por oenegés, John apenas subsiste mientras trabaja incansablemente como el asesor legal de diversas comunidades.
“John es un hombre muy especial –dice Ulises–, si le diera un poquito de pelota a Oxford podría recibir un ingreso, pero no. Tiene un claro desinterés por todo eso, tal vez porque desde que se radicó ahí y tuvo cinco hijos con una wichí se nota que de científico ya no tiene nada. Lo que no quiere decir que no reconozca su formación, pero él ya no es el que era.” Para dimensionar quién era John –ese hombre cuyo día a día sigue la película de Rosell– hay que esperar al final: mezclados entre los créditos de la película hay una foto en la que se lo ve de chico untando mermelada sobre un scon en una mesa en medio de un típico jardín inglés. En ese momento algo del documental se resignifica: se vuelve todavía más contundente verlo caminar con sus sandalias gastadas mientras mordisquea su pipa o algún cigarrillo sobre la tierra cuarteada del Gran Chaco. O cuando intercede entre Roque, el cacique de la comunidad, y el jefe de operarios que regula las máquinas que aparecieron de repente y sin autorización en tierra wichí. El Etnógrafo es la historia de un hombre que defiende a esas personas, defendiendo de algún modo al hombre en el que él mismo se convirtió a una edad en que la mayoría siente que ya tiene su vida hecha.
Especializado en antropología jurídica, si lo que John quería estudiar era cómo se reglamenta la vida entre culturas diferentes, encontró en el norte argentino una buena exposición de cómo se legisla en base a los prejuicios más profundos. El caso emblemático sobre el que trabaja actualmente gran parte de su día da comienzo, a su vez, a El Etnógrafo. Se trata de la historia de Qa’tu, un hombre que está preso acusado de haber abusado sexualmente de su hijastra de nueve años, en un contexto donde nada es lo que parece. “El grupo principal de la comunidad Lapacho Mocho es la familia Ruiz –relata la voz en off de John en inglés–. Qa’tu es un miembro de la familia Ruiz. En un momento llega a la comunidad la familia Tejerina: una familia de mujeres. Teodora entra en unión conyugal con Qa’tu. Ella ya tenía tres hijas: Estela, Cecilia y Sandra. Unos años después, Estela también se junta con Qa’tu, armando así un doble matrimonio. Estela había tenido su primera menstruación, lo que antropológicamente se reconoce como una transición: para las mujeres wichí, de ser una niña a ser una mujer. Como con todas las mujeres wichí fue Estela quien estableció la relación con Qa’tu. Después de vivir nueve meses con Qa’tu, los médicos se dan cuenta de que Estela está embarazada y la llevan al hospital. Y ahí empieza el problema: de acuerdo con sus documentos, Estela tenía nueve años.”
Hace seis años que Qa’tu está preso sin condena. En la película no se llega a saber cómo se resuelve su caso; apenas se lo ve en unas pocas imágenes dentro de la cárcel. Qa’tu se muestra retraído y gordo, producto del encierro y el cambio de dieta. Habla poco y siempre parece recorrido por esa tensión violenta que sólo produce la cárcel.
Las mujeres que lo esperan en la comunidad también siguen (¿seguirán?) desconcertadas: para ellas Qa’tu no hizo más que lo que debía hacer un hombre: dejarse seducir por Estela (entre los wichí nunca es el hombre quien debe abordar a la mujer sino al revés), juntarse con ella (los dobles matrimonios también son algo normal en esas comunidades), tener un hijo. Por otro lado, los documentos que acreditan la edad de una persona son entregados o pedidos con arbitrariedad, difícilmente contengan datos exactos. “Esta comunidad, por ejemplo, pidió los documentos para hacer un reclamo por las tierras. En tres horas llegaron del registro de las personas e hicieron cientos de documentos –dice Ulises–. Los miran de arriba a abajo y más o menos intuyen cuántos años pueden tener y eso es lo que queda. De hecho, en ese momento a muchos les ponen cualquier nombre.” Ulises tenía esa escena filmada, como muchas otras que prefirió dejar afuera para que su película no recorriera el tentador camino de la bajada de línea.
En ese sentido, una de las cosas más interesantes que tiene El Etnógrafo es que no está filmada desde una perspectiva militante, ni siquiera la de una persona hechizada por esa cultura, o que siente algún tipo de culpa social. Antes de El Etnógrafo, Ulises estuvo trabajando para una serie de documentales sobre esos pueblos originarios para canal Encuentro. Fueron dos meses de trabajo en medio de los cuales conoció a John y todo confluyó en una inquietud que terminó volviéndose la necesidad de saber mucho más sobre aquello a lo que apenas se había aproximado. “Cuando conocí a John, lo primero que me dije es qué buena película es este tipo. Y con la comunidad tuve un interés genuino por conocerlos, por saber cómo son. Estuve más de un año con ellos entre idas y vueltas, y me la pasé encontrándome con situaciones que pensé que eran de sentido común y resultaron ser una suma de prejuicios. Desde cómo hay que seducir o ante qué tener miedo, hasta cómo saludar cuando uno llega a un lugar. Los wichí no hablan en voz alta ni se expresan con pasionalidad como no-sotros. Hay quienes conviven con los espíritus y esos espíritus están en sus vidas cotidianas y si un día no los ven lo dicen sorprendidos: hoy no vino a visitarme. Lo que surge después es enriquecedor porque te sirve para retrotraerte a un planteo muy importante, que es el que expresa siempre John: todo es así sólo porque vos te armaste tu vida así y creés en eso. Finalmente, volviendo al caso de Qa’tu, a lo que te lleva es a plantearte: ¿qué es la justicia? La justicia que conocemos no es más que una serie de convenciones atadas a lo cultural. No deberíamos ir con el Código en la mano y leyes que se dictaron hace no sé cuánto sin tener en cuenta que hay muchas otras maneras de vivir. Maneras que incluso pueden ser opuestas a las que tenían los diez tipos que se pusieron a redactar eso con lo que han elevando a categoría universal sus creencias. Haciendo la lectura inversa, uno podría violar un montón de reglas si se pone a vivir en una comunidad.”
Si bien el conflicto cultural está presente en la vida de todos los wichí desde hace muchísimos años, la intervención judicial no deviene simplemente de la necesidad de impartir justicia reestableciendo el orden moral. Ulises no pasa por alto que uno de los conflictos más significativos que tienen en este momento los pueblos originarios del norte es que están viviendo sobre tierras que son deseadas por productores agrícolas y empresarios petroleros. En muchos casos los indios viven acorralados y amenazados directa e indirectamente: las situaciones más extremas han terminado con asesinatos y alguno que otro apareció en los diarios. Pero los aprietes y abusos diarios no encuentran casi canales de comunicación. Y los casos son cada vez más frecuentes: un día se levantan y encuentran el monte quemado, máquinas a su alrededor, o un pozo petrolero que opera sin permiso de nadie. “Antes tal vez la injerencia era menor. Pero ahora con la necesidad de expandir los cultivos hay una ofensiva muy grande, un segundo impulso industrial que hace que se replantee todo. ¿Y esta gente qué va a hacer? ¿Van a seguir siendo indios? No creo. Lo más probable es que los corran. O que después de un par de años de recibir subsidios no puedan vivir sin tener guita. Es la conquista más básica. Entró el factor que hace que se desequilibre todo”, dice Ulises.
El hogar que armaron John y Tojweya aparece en El Etnógrafo un poco como la contracara de ese choque cultural violento que genera la prepotencia del poder. John y Tojweya se conocieron en comunidad y se fueron a vivir a Tartagal porque ahí es donde están todos los departamentos de justicia a los que John empezó a acercarse cada vez más seguido después de que empezó a llevar el caso de Qa’tu. Y lo que se ve que formaron –al menos lo que se ve a través de El Etnógrafo– es una estructura que nada tiene que ver con una pareja tal y como se concibe desde una cultura occidental urbana. “Tojweya fue quien tomó la iniciativa de encarar a John, por supuesto. Y ya por engancharse con él muestra algo particular. Su nombre significa ‘mujer distante’: no está en el lugar donde nació y eso en ella es muy claro. De hecho, no se cambió el nombre, lo que muchos wichí sí hacen. Ella siguió siendo Tojweya, pero buscó deliberadamente educarse como criolla, como blanca, para adquirir un saber que pudiera ayudar al progreso de toda la comunidad”, explica Ulises.
En su casa, John y Tojweya se sonríen y se hablan con calidez en ese tono susurrante que tienen todos los wichí, pero no se rozan, no se besan ni siquiera discuten. Por otro lado, en la mesa hay jugos Villa del Sur y los chicos comen Froot Loops mientras juegan con los juguetes que manda la madre de John desde el Primer Mundo. Y lo hacen con la misma naturalidad con la que cuando están en la comunidad se confunden con los otros pequeños wichí hasta que se hace imposible distinguirlos. “Es como cuando hablan y van cambiando de idioma –dice Ulises–. No hay nada que se les imponga, los dejan moverse con libertad para que se expresen como se sientan cómodos.” Así, si el lenguaje es un factor de identidad prácticamente indiscutible, que los hijos de Tojweya y John salten con tanta facilidad del español al inglés y al wichí, puede ser la representación de que lo que gestaron entre ambos es una nueva forma de interpretar el mundo. “Me parece muy interesante que el choque cultural no sea sólo económico. Porque cuando lo que aparece es el dinero –si bien el dinero consigue cosas importantes–, todo cambia por el peor lugar, muchas veces sin conciencia de lo que se pierde. Creo que acercarse a esas culturas sirve para recuperar la extrañación, lo que inevitablemente deviene en respeto. Porque, otra vez, nada es tan tajante como creemos. Lo que rescata El Etnógrafo es la mirada de una persona en particular que se plantea ese tipo de cosas, que invita a abrir un diálogo.”
El Etnógrafo se estrena el jueves que viene en el cine Gaumont (Av. Rivadavia 1635) y se dará todos los sábados de septiembre en el Malba (Av. Figueroa Alcorta 3415) a las 18.
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