Domingo, 30 de septiembre de 2012 | Hoy
El 14 de febrero de 1989, Salman Rushdie dejó de ser sólo un escritor para convertirse en el centro de uno de los casos más feroces e inusitados de la era moderna: el ayatolá Khomeini había dictado una fatwa en su contra y llamaba a todos los islámicos a ajusticiar a Rushdie allí donde lo encontraran. Su vida se convirtió en asunto de Estado y pasó las siguientes décadas entre paraderos desconocidos, medidas de seguridad dignas de mandatarios y la rutinaria anomalía de moverse tras las bambalinas de la realidad. También, claro, se convirtió en una figura mundial que le franqueó todas las puertas que quisiera y otras tantas inesperadas. Finalmente, tras negarse a hablar del tema, Salman Rushdie publica sus memorias como Joseph Anton, el seudónimo (mitad Conrad, mitad Chejov) que usó para sobrevivir.
Por Rodrigo Fresán
Había una vez un escritor... Y, sí, el comienzo es ideal en fondo y forma y tono. Porque todo esto comienza en otro siglo y en otro milenio y goza y sufre de una trama digna de folk-tale, de noche número mil dos.
Había una vez un escritor, entonces. Un escritor de fama y prestigio y amo y señor de una de las novelas más celebradas de su tiempo. Un escritor que desató las iras de un señor muy poderoso al tomar el nombre de su dios en vano y que, por su falta y su audacia, fue condenado a muerte. Y entonces, brusco y veloz fast-forward hasta nuestro casi presente y ya saben: blasfemia de novela, fatwa, ayatolá, Khomeini, una fundación musulmana ofrece 2.800.000 dólares y, hey, tráiganme la cabeza de Salman Rushdie.
Y no era la primera vez que el escritor nacido en Bombay en 1947 se metía en problemas de no-ficción con sus ficciones: el Booker de Bookers Hijos de la medianoche había indignado a Indira Gandhi, Vergüenza no le cayó nada bien a la poderosa casta gobernante pakistaní, cuyos trapos sucios ahí se hacían flamear; pero Los versos satánicos (que Harold Bloom consideró “su mayor logro estético”) se metía nada más y nada menos que con Mahoma. Así, de pronto, a partir de ese amoroso Día de San Valentín de 1989, Salman Rushdie se convertía en uno de los hombres más odiados del planeta: “Satán Rushdy”. Y, se entiende, no se trataba del inofensivo odio que los escritores suelen sentir entre ellos sino de algo un poco más grave.
Y de eso se ocupan, tanto tiempo después, estos recuerdos a los que Rushdie se resistió a evocar. Por el camino –once años jugando al escondite por obligación– y hasta este Joseph Anton, escasas menciones puntuales aquí y allá, la representación simbólica del perseguido en varios de sus siguientes héroes imaginados, y la desactivación de una crónica rebosante de falsedades de un tal Ron Evans, policía encargado de su protección. Rushdie “no quería volver a pasar por todo eso”. Sea cual sea su razón para, finalmente, hacer memoria, no podemos sino, paradójicamente, regocijarnos por la invitación a revisitar una de las experiencias más desagradables por las que puede pasar un ser humano. Y si ese ser humano es escritor –alguien que requiere de cierta estabilidad emocional, de horarios regulares, de un plácido sedentarismo para poder hacer lo suyo, y del saber que el volar por los aires no es una posibilidad más o menos cercana en el espacio y próxima en el tiempo– los problemas y sus efectos se multiplican y potencian.
Aun así, resulta admirable en Joseph Anton –escrita a lo largo de dos años y medio a partir de apuntes y editada simultáneamente en veintisiete países con medidas de seguridad/confidencialidad dignas del retorno de Harry Potter– el comprobar cómo Rushdie parece pasar por todos los stages de un videogame dantesco, purgando una condena absurda hasta alcanzar la sabia calma y el resignado cansancio de un cielo merecido, aunque permanezcan en él nubes y truenos y rayos. Antes de ello, a su alrededor, el infierno: sus matrimonios se derrumban una y otra vez (son particularmente duros los pasajes dedicados a su segunda ex, la escritora Marianne Wiggins), se sufre la ausencia de un hijo, editores y traductores de su novela son heridos o asesinados, algunos amigos desaparecen o dejan de serlo, los periodistas lo critican por meterse en problemas, y los políticos laboristas y conservadores se preguntan si tiene sentido seguir pagando por su seguridad mientras Los versos satánicos se convierte en best-seller mundial superando las ventas de Danielle Steel.
El párrafo tan lírico como inquietante que Rushdie dedica al fin de la vida privada y el comienzo de la vida pública de Los versos satánicos es buena muestra de lo que Rushdie rememora en la piel de Joseph Anton: “Cuando un libro abandona la mesa del autor, cambia. Incluso antes de que nadie lo lea, antes de que se posen en una sola frase los ojos de alguien que no es el creador, el libro queda alterado irremediablemente. Se ha convertido en un libro que puede leerse, que ya no pertenece a su hacedor. Ha adquirido, en cierto sentido, libre albedrío. Realizará su viaje por el mundo y el autor ya no puede hacer nada al respecto. Incluso él, al ver sus frases, las lee de manera diferente ahora que pueden ser leídas por otros. Le parecen frases distintas. El libro ha salido al mundo y el mundo lo ha rehecho.
“Los versos satánicos se había marchado de casa. Su metamorfosis, su transformación mediante el contacto con el mundo más allá de la mesa del escritor, sería anormalmente extrema.
”Mientras escribía el libro, había tenido una nota para sí mismo clavada en la pared encima de su mesa. ‘Escribir un libro es establecer un contrato fáustico a la inversa –decía–. Para conseguir la inmortalidad, o al menos la posteridad, pierdes, o al menos arruinas, tu vida cotidiana real’.”
Y así Rushdie –habiendo pactado, poseído por fuerzas que lo superan–- muta a una suerte de prestigioso símbolo político de la libertad de expresión amenazada a la vez que prestigiante party-animal literario sin límites geográficos. Alguien que puede materializarse en las pantallas de un concierto de U2, junto al esquivo Thomas Pynchon, en una fiesta extra VIP después de los Oscar, o en una escena de la película El diario de Bridget Jones. (Uno de los escasos reproches que se le puede hacer a Joseph Anton es que, a diferencia de los Diarios de Andy Warhol, no cuenta con un índice onomástico de celebridades; pero tal vez mejor, para no caer en la tentación de picotear y perdernos el elegante y tenso fluir de todo el asunto.) Aquí y allá y en todas partes, aparece y desaparece Joseph Anton, nombre clave y talismánico escogido por Rushdie para contar con las presencias protectoras de Conrad y Chejov. Y en uno de los muchos grandes momentos del libro, cuando Rushdie les comunica a sus protectores cómo y por qué será ése su alias, los oficiales se miran entre ellos, enarcan una ceja, y comienzan a llamarlo “Joe”. Y ya ahí –en ese pequeño desencuentro etimológico– radica el Gran Tema de Joseph Anton: la odisea de un hombre incomprendido al que muchos consideran tumor maligno a extirpar, pero que se sabe apenas síntoma de un mal mayor, de un “prólogo a lo que vendrá”. Alguien obligado a vivir veinticuatro horas en un ambiente hostil siguiendo protocolos kafkianos y beckettianos –incluyendo desde esperas en baños minúsculos a traslados en limusinas blindadas– pero sin por eso privarse de un humor que desarma o de dejar de entrar y de salir de libros; porque escribir y leer “era vivir”.
En este sentido, Joseph Anton no se limita a lo autobiográfico (que incluye los inicios de Rushdie y un tan implacable como sentido retrato de sus padres) y funciona también como un deslumbrante journal de trabajo (particularmente interesantes son los tramos que dedica a la creación de Hijos de la medianoche y, por supuesto, Los versos satánicos y la entrañable y prisionera Harún y el mar de las historias y la profética y cautiva Furia) y programa de lecturas y relecturas (El agente confidencial, La pequeña Dorrit, Herzog, Breve historia del tiempo) para no perder la razón o el coraje.
Tal vez de ahí y por eso, que Rushdie tome desde la primera línea una decisión trascendente: el verse y recrearse –como se ha citado más arriba– en tercera y no en primera persona; permitiendo que el nombre del autor sea abducido por el nombre del personaje y así construirse a sí mismo hasta el más mínimo detalle y pensamiento y palabra sin caer “en revanchas o confesiones o diatribas”. Lo que no le priva de arrojar dardos –por, según él, no haber estado a la altura de las circunstancias– a figuras como Peter Mayer, Robert Gottlieb, John Berger, Arundhati Roy, John Le Carré, James Wood, Germaine Greer y siguen las firmas.
Las últimas páginas de Joseph Anton –acaso el mejor manual de autoayuda para uso de una sola persona– coinciden con el 11 de septiembre de 2001 y la tragedia individual resulta ahogada por la tragedia colectiva. Entonces Rushdie entierra a Joseph Anton y –con modales de Odiseo de regreso a Itaca o de una Dorothy de vuelta en Kansas en su admirada El mago de Oz–- para un taxi a las puertas de un hotel de Londres para volver a casa.
Pero la Historia también continúa. Y la publicación de Joseph Anton –que por momentos peca de sentirse tan trascendente y universal cuando, mejor, nunca deja de ser una gran tema íntimo y personal– no pudo ser en momento más terriblemente perfecto dándole, de algún modo, la razón a su autor, quien piensa en su vida como Joseph Anton como en acontecimiento histórico. En el telediario de estas noches, estallan las tormentas de esa burda peliculita ofensiva con el Profeta, de quemas de embajadas y muerte de embajador, de un crudo invierno luego de la breve Primavera Arabe, del caricaturesco affaire Charlie Hebdo, y de la noticia de que una/otra fundación religiosa iraní ha decidido volver a poner en funcionamiento la pena de muerte para Salman Rushdie. Ahora se pagarán, al contado y en cash, 3.300.000 dólares.
Que Alá, Odín, Jehová, Buda, Jesús, Manitú, Cronos, Cthulhu & Co. lo protejan. Nos hace mucha falta un fiel creyente en la literatura como Salman Rushdie, alguien que escribe como los dioses, como Dios, sea quien sea, da igual.
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