Domingo, 30 de septiembre de 2012 | Hoy
Había policías por todas partes, y sí, consiguió promocionar su libro y hablar sobre la libertad de expresión y ver las reliquias de los sanguinarios aztecas y la casa de Frida Kahlo y Diego Rivera en Coyoacán y la habitación en la que el asesino Mercader hundió un piolet en el cráneo de Trotsky, y sí, pudo participar en la feria del libro de Guadalajara con Carlos Fuentes, y lo llevaron en helicóptero por encima de los montes donde crecía el agave azul hasta la localidad de Tequila para comer en una de las antiguas haciendas productoras de tequila con los otros escritores que habían hablado en la feria, y había incluso una banda de mariachis, y todos bebieron demasiado tequila Tres Generaciones, y a eso siguieron los habituales dolores de cabeza y demás efectos secundarios. Y sí, su visita a Tequila le proporcionó el escenario para una escena casi al principio de El suelo bajo sus pies en la que el pueblo tiembla a causa de un terremoto y las cubas se agrietan y el tequila corre como el agua por las calles. Y después de Tequila, Elizabeth y él fueron invitados, junto con Carlos y Silvia Fuentes, a una asombrosa casa llamada Pascualitos, que era en realidad un archipiélago de palapas, cabañas con techumbre de hojas de palma, con vistas al Océano Pacífico, y que aparecía en sofisticados libros sobre arquitectura contemporánea, y sí, descubrió que México le encantaba. Pero nada de eso venía a cuento.
Sí venía a cuento, en cambio, que una noche, en Ciudad de México, Carlos Fuentes dijo: “Es absurdo que no conozcas a Gabriel García Márquez. Es una lástima que ahora esté en Cuba, porque de todos los escritores del mundo, Gabo y tú son los que deben conocerse”. Se levantó, salió de la sala y regresó al cabo de unos minutos para decir: “Hay alguien al teléfono con quien tienes que hablar”.
García Márquez sostenía que no hablaba inglés, pero de hecho lo entendía bastante bien. En cuanto a él, su español oral era lamentable, pero también entendía parte de lo que decía la gente siempre y cuando no empleara mucho argot ni hablara muy deprisa. El único idioma que los dos tenían en común era el francés, así que intentaron usarlo, solo que García Márquez –en quien le era imposible pensar como “Gabo”– se pasaba una y otra vez al español; y él oyó salir por su propia boca más inglés del que pretendía. Pero, curiosamente, en la instantánea que su memoria tomó de esa prolongada conversación, no había problemas de idioma. Solo conversaban, cálida, afectuosa, fluidamente, haciendo comentarios sobre sus respectivos libros y sobre los mundos de que éstos brotaban. El habló de los numerosos aspectos de la vida latinoamericana en sintonía con la experiencia del sur de Asia: mundos ambos con un largo pasado colonial, mundos en los que la religión estaba viva y era importante y a menudo resultaba opresiva, en los que generales y civiles pugnaban por el poder, en los que se observaban extremos de pobreza y riqueza, y mucha corrupción en medio. No era de extrañar, dijo él, que la literatura latinoamericana encontrase un público tan bien dispuesto en Oriente. Y Gabo dijo –-“¡Gabo!”, eso le sonaba presuntuoso, como llamar a un dios por un apelativo cariñoso usado en familia– que los libros de los escritores sudamericanos habían recibido gran influencia de los prodigiosos cuentos de Oriente. Así que tenían mucho en común. Y a continuación García Márquez le dirigió el mayor halago que había recibido jamás. “De todos los escritores de habla no hispana –dijo–, los dos a los que siempre intento seguir son J. M. Coetzee y tú.” Por esa frase mereció la pena todo el viaje.
Sólo cuando colgó el auricular, cayó en la cuenta de que García Márquez no le había preguntado por la fatwa, ni cómo era su vida ahora. Habían hablado de escritor a escritor, de libros. Ese era también un gran elogio.
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