Domingo, 6 de enero de 2013 | Hoy
ENCUENTROS > CON ANTOINE D’AGATA EN VALPARAíSO
Nacido en Marsella, nómade desde mediados de los ’80, Antoine D’Agata –discípulo de Larry Clark y Nan Goldin– es uno de los más personales fotógrafos de la agencia Magnum, el que no reconoce límites entre lo personal y lo documental. Su trabajo en la noche, sus fotos de la prostitución, las drogas y la locura, tiene mucho de autobiografía; su estilo, de figuras desdibujadas, movidas, sórdidos espectros en un escenario desolado, le ganaron una reputación oscura y legendaria. Radar se encontró con él durante el Festival de Fotografía de Valparaíso y mantuvo una charla de manera informal sobre su relación visceral con las imágenes, los peligros de entregarse al arte olvidando la vida y por qué hace un año que no saca fotos, pero anda con una cámara encima.
Por Romina Resuche
“¿Qué dice la letra?”, pregunta sentado en la silla más cercana a la puerta del JCruz. El lugar es una fonda típica de la ciudad. Quien pregunta es Antoine D’Agata, un hombre de 51 años que viaja por el mundo dedicado a vivir y a hacer fotografía. Lo que suena, una mala versión de “El día que me quieras”. Él prefiere la original, claro, cantada por Gardel.
La razón de este viaje de D’Agata a Chile fue ser parte del Festival Internacional de Fotografía de Valparaíso (FIFV) con un workshop de 10 días para artistas jóvenes. La muestra de clausura de los residentes facilitaba el acercamiento sin pedidos formales de entrevista. Así que el encuentro fue directo y, entre cigarrillos, se acordó una salida a la noche siguiente.
D’Agata nació en Marsella, Francia, y vivió en una decena de ciudades en todo el mundo. Como fotógrafo, su obra es representada por la agencia Magnum. Lleva muchos libros editados, algunos son Mala Noche, Situations, Vortex, Insomnia, Stigma, Hometown, Ice y Position(s). Su vida inspiró la película Un homme perdu. El mismo hizo también películas como Le Ventre du Monde y Aka Ana, y es el protagonista del largometraje The Cambodian Room, que documenta –según la mirada de dos directores italianos– las experiencias del fotógrafo durante su convivencia con una prostituta adicta a la metanfetamina.
Cuando tenía 30 años, hizo un viaje con un amigo que era fotógrafo y que estaba muriendo, como muchas otras personas de su entorno por esos días. En ese recorrido juntos, D’Agata vio a su compañero autorretratarse y encontró que la fotografía tenía algo para él. Algo que tal vez podía ayudarlo a vivir, aun sin salir de su territorio de sombras. Poco después, viviendo en Nueva York, mostró el material que había generado exponiendo el mundo que reconocía propio, desde los bordes. Lo aceptaron entonces como alumno en el International Center of Photograhy (ICP) viendo en su obra el potencial de la experiencia de vida más que una técnica o un sello. Ahí tomó clases con Nan Goldín, detalle que siempre destacan en todas las entrevistas que le hacen. Lo que no cuentan otros perfiles de D’Agata quizás es que ya dejó de hacer fotos alguna vez y por largo tiempo, y que se dedicó a ser padre y a trabajar en la construcción y como bartender, para después volver con más impulso a la fotografía.
Se cuenta que Antoine no revela sus películas, que las hace y las envía a sus agentes y galerías para luego ver, quizá meses más tarde, el resultado material de sus vivencias. Hoy, mientras revisa todo lo que hizo en estos años –con la intención confesa de abandonar el disparo– comparte en talleres grupales en todo el globo su filosofía. Una de las asistentes al taller en Valparaíso contó que se siente agradecida, porque él la ayudó a olvidarse de todo lo que había fotografiado hasta el momento. Otra chica comentó que él se involucraba completamente con cada uno de los artistas, guiando con pequeños gestos el camino de cada uno.
Una retrospectiva de toda su obra tuvo lugar en los últimos meses de 2012 en el Fotomuseum Den Haag en Alemania. Y a fines de enero de 2013, Le Bal –un multiespacio parisiense dedicado a la discusión y a la exhibición de foto y video combinará una muestra suya con un ciclo de cine y charlas en torno de lo que inspiró a D’Agata y lo que él inspiró en otros.
De sus días en Valparaíso un detalle lo emociona: una de sus fotos salió junto a una de Sergio Larrain en un diario local. Dice que hace unos años no lo hubiera imaginado. (Larrain era chileno, vivió en Francia y su obra –como la de Antoine– es avalada por Magnum y también tocó a la literatura y al cine.)
Al llegar al lugar de la cita –un símbolo de la bohemia porteña que dejó de ser– su figura se recorta a través de la ventana. Escribe sobre un anotador apoyado en sus piernas y, al ver que alguien se acerca, deja de escribir y rompe las hojas que quedaron sobre la mesa. Al día siguiente viajará a París, pero esa noche fuma en un callejón y en un taxi que sube el cerro canta lo que suena en la radio. Está sumergido en el momento, en el lugar.
Lo primero que responde es que la fotografía “es el único lenguaje que se hace con el privilegio de estar presente en la situación que inspira el arte”. Tal afirmación deja un latir tan particular en el ambiente que es sorpresivo cuando, luego de un silencio, continúa: “Si uno no toma en cuenta eso y hace fotos sin preocuparse de la posición que ocupa, de la situación que fotografía, se pierde la mitad... no aprovecha la capacidad de la fotografía”.
Sus relatos y escenas fotográficas ahondan en la pena a través de los placeres. Es complejo describir su trabajo sin caer en comentarios sobre el sexo, la oscuridad, el margen, su ruptura del fotoperiodismo o su documentalismo autobiográfico. Pero éstos son sólo elementos de una obra más clara y simple de lo que se puede conjeturar desde la moral o el morbo.
“Todo mi trabajo consiste, cada día, en dejar a la fotografía en su humildad. Haciendo mi vida y usando la fotografía, encuentro que la uso de la manera más justa y más coherente. La uso como una interfaz, como un filtro que no filtra nada, que recuerda que mi confrontación es con la vida, no con la fotografía.”
Lleva una vida nómade. Tiene cuatro hijas. Dice que eligió que fueran mujeres, porque son mejores para el mundo. Es suave en sus formas. Escucha. Cuestiona contradicciones. Es imposible imaginarlo en cuerpo de niño.
Dice que lleva un año sin hacer fotos. Pero luego toma algunas: con flash, con una cámara mínima, desentendido del posible resultado, atento a la captura de la experiencia.
–¿Podría decirse que toda fotografía es documental?
–Yo creo que sí. La fotografía es útil, se puede usar para documentar y recordar, y para dar una forma a otras formas de arte que son más pictóricas o más de performance, de puesta en escena o sociológicas. La fotografía puede ser parte de esas formas de lenguaje; pero la fotografía por sí misma... su única salida es la confrontación con la realidad, creo.
Pasadas las horas sugiere que en la nota se hable de la inmovilidad. Habla del sufrimiento mental. Si el arte se hace con sangre y cada quien elige si usa propia o ajena, D’Agata parece elegir la propia. Poner un límite entre el trabajo fotográfico y la experiencia humana de Antoine no existe.
–¿En qué momento tu elección de reflexión, o de búsqueda, se volcó a la imagen y no, quizás, a la literatura?
–Hago lo que hago, digo lo que digo y al final, mi fotografía es imposible. Es que toda mi práctica –y mi reflexión– está construida en el hecho de que la vida tiene mucho más valor e importancia que el arte. Sólo hay que vivir, aunque la mayoría de la gente no vive. Me parece que yo por muchos años viví y creo que la única razón por la que empecé a usar la fotografía fue para seguir viviendo, seguir viviendo más. Fue la fotografía, no para defender una visión del mundo o ideas estéticas o políticas, sino para poder seguir viviendo con más fuerza, con más conciencia, con más lucidez sobre cada uno de mis actos. Hace 13 o 14 años que hago fotos y es muy difícil tratar de no traicionar esa práctica, porque siempre está la tentación de usar otra vez la vida solamente para llenar tu fotografía; la tentación de encerrarte con tu fotografía y perderte en ella, como siempre hace la gente en el arte. Toda mi energía, toda mi obra está hacia la vida. La fotografía sólo está aquí para tirarme adelante, para abrirme puertas, para darme más inteligencia en mis actos, para ser más fuerte. No estoy buscando ninguna respuesta, es sólo así, enfrentar esa falta de todo. Ya ni voy con preguntas, voy con nada, voy siguiendo, tratando de sentir.
Toma de un trago un café que estaba helado por el olvido. Pide que se le hable de Buenos Aires. Tira una frase suelta: “No importa la cámara”. Cuenta que también hace video. Explica que últimamente todo se volvió más simple, más sencillo, “más pobre también”; y que la palabra que se le volvió importante es intensidad. Dice también que la fotografía le permite habitar muchos mundos y que es mínima la diferencia entre lo que hace hoy siendo fotógrafo y lo que haría si no lo fuera: estar en una habitación, fumando.
El día después de la entrevista, una bailarina vio parte de la obra de Antoine D’Agata y dijo: “Increíble, estas fotos son butoh”. A partir de movimientos lentos, de gran expresión y movidos por la improvisación, los bailarines de butoh hacen una reflexión del cuerpo sobre el cuerpo –y el lugar que éste ocupa en el Cosmos–. Se la conoce como la danza hacia la oscuridad y está inspirada en las consecuencias visibles y sensitivas de los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki. Se enfoca en los aspectos fundamentales de la existencia humana y los expresa sin pensamiento, sólo sintiendo.
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