Domingo, 20 de enero de 2013 | Hoy
Por Neil Gaiman
El 30 de abril de 2007, rescaté a un perro al costado de la ruta. Por aquel entonces escribí: “Camino a casa, manejando bajo la lluvia, cuando salí de la autopista para ir a casa, vi a un perro blanco, grande, en la banquina. En un par de segundos pasé de pensar ‘está paseando y sabe exactamente lo que hace’ a repensar ‘está absolutamente aterrado e incluso si no está perdido tiene miedo de los autos y en peligro de lanzarse a la autopista’.
Paré, crucé la ruta y me acerqué adonde él estaba. Se alejó, arisco y nervioso, y después se me acercó, temblando. No tenía collar ni identificación, nada más una cadena alrededor del cuello. Y era grande. Y estaba muy húmedo y sucio de barro. Mientras pasaban los autos, decidí que lo más inteligente sería subirlo al mío y pensar qué hacer. Abrí la puerta y él se trepó. El auto era un Mini y él ocupaba la mayor parte del espacio, incluso de mi espacio. Un perro grande, un auto chico.
Llamé a mi asistente Lorraine y le pedí que le dijera a la Sociedad Protectora de Animales que les llevábamos un perro. Volví a casa, corrí por el jardín con Perro hasta que me cansó. Después lo cargué en un auto más grande y lo llevé a la Sociedad Protectora de Animales, donde se maravillaron con él. ‘Creo que es una cruza de husky y lobo –dijo la señora que lo recibió–. Probablemente también sea un sobreviviente’.
Llamó unos días después. Me dijo que el dueño del perro, un granjero vecino, lo tenía encadenado en el patio y no lo sacaba a pasear porque tenía un problema y apenas podía caminar, pensaba que el perro era una molestia, que siempre quería escaparse e irse a la autopista y que tarde o temprano causaría un accidente y que, cuando la señora de la Sociedad Protectora de Animales le dijo que la persona que lo había encontrado parecía estar encariñada con el perro, el granjero dijo que, si quería, podía quedármelo.
Así que fui a buscarlo y me lo quedé.
En la granja, con la cadena, se llamaba Buck, pero no respondía a ese nombre y nunca nadie lo había llamado así, al menos por lo que yo pude comprobar. Lo llamé Cabal, como el perro blanco del Rey Arturo, que podía ver el viento, y pareció gustarle tener un nombre al que poder responder.
Yo nunca había tenido un perro. Creo que él nunca tuvo una persona. Y nos contectamos. En los siguientes seis años, los dos cambiamos y los dos crecimos.
Mi casa en el Medioeste tiene 6 hectáreas de bosque. Redescubrí todo ese bosque y sus claros. Tuve un amigo en un momento en que necesitaba a uno, y mucho: en esa época estaba muy solo. Me había separado de la mamá de mis hijos, Mary, hacía cuatro años, y ella se había ido, y la casa estaba muy vacía. No tenía a nadie en mi vida, nadie a quien sintiera propio.
Recibí amor sin cuestionamientos de Cabal. No un amor servil. Cuando salíamos de caminata, él parecía muy seguro de estar al mando –después de todo, era más rápido, podía oler cosas y tenía una idea mucho más clara de cómo funcionaban las cosas en el bosque.
No le tenía miedo a nada, salvo a las tormentas. Y a los ascensores.
Eramos una extraña pareja, los dos fascinados y deleitados con el otro. Los dos protectores. Se interponía entre los extraños y yo; se movía sólo hasta el límite de donde yo podía verlo y se quedaba ahí; estaba determinado a mantenerme a salvo de los gatos, a pesar de que yo tenía varios gatos y tuve que dividir la casa en Territorio de Perro y de Gatos (y no creo que nunca se haya dado cuenta de que era por su propia seguridad, no la de los gatos).
Algunas personas decían que nos parecíamos y muchos llegaron incluso a querer probarlo.
Amanda dice que me enseñó a amar. Probablemente tenga razón.
Siempre dormía en mi cuarto a la noche. Y después tuvo problemas para levantarse y bajar las escaleras, entonces mudé mi dormitorio a la planta baja, así él no tuvo de qué preocuparse.
Empezó a tener problemas para caminar afuera: sus patas delanteras iban donde él quería que fueran, pero las de atrás se movían de forma errática y espasmódica. Tenía tres años cuando lo encontré. Ahora tenía nueve y tenía una enfermedad degenerativa (mielopatía canina, la esclerosis múltiple de los perros). Pero siempre estaba contento, amistoso y seguía siendo capaz de correr más rápido que un humano en el bosque si pasaba algo interesante.
Tenía 9 años. Un perro grandote y viejo. Pero era mío con un amor determinado, incuestionable, y una lealtad que yo nunca había conocido.
Cuando alquilé la casa en Crambidge planeé traerlo inmediatamente. Después cuando vi el lugar, los resbaladizos pisos de madera y todas las escaleras, me di cuenta de que no iba a funcionar. Entonces decidí mudarlos en unas ocho semanas, cuando hiciera buen tiempo y pudiera mover mi oficina al jardín de invierno, y mientras tanto volvía a casa siempre que podía para estar con él y, en Navidad, con mis hijas. Estuve con él hace una semana. Pensaba volver en quince días, pasar otra quincena ahí, y ya tenía planes sobre qué cosas hacer con los perros.
Recibí la llamada de Hans anoche –él cuida la casa–, llamaba desde la veterinaria. Cabal había tenido un día normal, divertido, y de repente se puso muy enfermo. Vomitaba y le costaba respirar. Perdí el último avión y estaba por volar esta mañana para estar con él. Recibí otra llamada: él y Mary, la otra cuidadora, estaban llorando. Me pasaron con el veterinario, que iba a tratar de llevar a Cabal hasta el hospital. No podía respirar. El veterinario creía que tenía un coágulo en los pulmones. Otra llamada: no iba a llegar al hospital. Había tenido un paro cardíaco. El veterinario lo había revivido, pero apenas podía respirar y estaba preocupado porque tuviera convulsiones y muriera con dolor.
Y yo no estaba ahí, con él. Si hubiera estado ahí, él habría estado bien sin importar lo que le pasara. Si yo hubiera estado ahí, se habría sentido seguro para irse. Le hablé por teléfono, tratando de decir algo tranquilizador para que escuchara el sonido de mi voz, y en cambió lloré y le dije que sentía mucho no poder estar con él.
Hablé con el veterinario una vez más y le pedí que lo dejara ir.
Lloré. Amanda vino a abrazarme y lloré un poco más. Holly llamó y le dije lo que había pasado y ella lloró también. Fue tan repentino e inesperado y yo no estaba ahí cuando se fue. Y perdí a un amigo.
Estoy tan contento de haberlo conocido. Estoy tan feliz de que nos hayamos encontrado. No creo que vuelva a tener un lazo así en mi vida. Ojalá los perros vivieran más tiempo.
Kipling lo dijo mejor:
Hay suficiente tristeza en la vida
por hombres y mujeres para colmar nuestros días
Y cuando sabemos que las reservas rebosan de tristeza
¿Por qué buscamos añadir aún más?
Hermanos y hermanas les pido que reflexionen antes,
De darle su corazón a un perro, para que lo desgarre.
Podemos reflexionar todo lo que queramos. Pero el poema se llama “El poder del perro” y es un poder muy real y es, como Kipling sabía, algo bueno.
Era el mejor perro del mundo y lo voy a extrañar mucho.
Esta es la carta que el escritor Neil Gaiman dio a conocer en su blog la semana pasada por la muerte de su perro.
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